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Authors: Carson Morton

Tags: #Intriga, #Histórico, #Policíaco

El robo de la Mona Lisa (23 page)

BOOK: El robo de la Mona Lisa
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—Bueno, ya es suficiente —dijo Hart, con la atención puesta en la tabla—. Veámosla.

Valfierno la depositó en una mesa de caoba. Con gran parsimonia, desató la cuerda y apartó los pliegues, revelando el dorso de la tabla de madera. Con una mirada a Hart, la levantó y le dio la vuelta, mostrando la pintura. Los ojos de Hart se abrieron como platos. Durante un momento, dio la sensación de que le asustaba acercarse.

—Es la cosa más bella que he visto nunca —dijo finalmente, antes de volverse a Taggart y añadir—: aunque es un poco más pequeña de lo que había imaginado.

Pero Taggart no estaba mirando la pintura. Estaba de pie, tan quieto como una estatua, con los ojos fijos en Valfierno.

Hart se volvió a Valfierno con una mirada que parecía pedir permiso para acercarse. El marqués sonrió ligeramente y asintió con un movimiento apenas perceptible. Hart dio un paso adelante y, con cautela, tomó la tabla en sus manos, la levantó y se la acercó al rostro. Valfierno podía ver la imagen distorsionada de la mujer de la pintura reflejada en las dilatadas pupilas del hombre. Hart le dio brevemente la vuelta a la tabla y asintió con aparente aprobación.

Después, Hart puso la pintura sobre la mesa e hizo una señal con la cabeza a Taggart, que se acercó y le entregó una cinta métrica.

—El test más básico —comenzó Hart—. Veinte pulgadas y siete octavos de pulgada por treinta pulgadas. Exacto. Pero no se inquiete. Sé que es real. Es inconfundible. Nadie sino un maestro podría haber creado esta obra.

«No falla», pensó Valfierno. «Un hombre ve siempre únicamente lo que quiere ver; se convence siempre de lo que ya está seguro de que es cierto».

Hart hizo de nuevo una seña a Taggart. Esta vez, el hombrón cogió el maletín de piel.

—Cuatrocientos cincuenta mil dólares —dijo Hart—. Un montón de dinero. —Lentamente, levantó la pintura de la mesa y añadió—: Pero merece la pena cada penique.

Valfierno recogió el maletín e inclinó levemente la cabeza hacia Hart, en muestra de respetuosa gratitud.

—Ahora —dijo Hart—, veamos cómo queda. ¿Vamos?

En la galería subterránea, Hart colocó el borde inferior de la pintura sobre una mesa antigua. La mesa estaba apoyada en la pared principal bajo un espacio vacío, su futuro lugar de honor. Apoyó la tabla en la pared y retrocedió.

—He encargado un marco a una fuente muy discreta. Cuando esté acabado, yo mismo lo colgaré —dijo Hart, admirando la pintura—. No puedo fiarme de nadie más.

Aun colocada sobre una mesa, la pintura era impresionante. Valfierno tuvo que admitir para sí que Diego había hecho un trabajo sobresaliente. Podía pasar por la obra auténtica.

—Ahora, mi colección está completa —dijo Hart, saboreándola.

—¡Imponente! —dijo Valfierno—. Es una lástima que el mundo no pueda compartir esto.

—Pero esa es la cuestión —dijo Hart con entusiasmo mientras aprovechaba el momento para ilustrar a Valfierno con su filosofía—. Todas estas grandiosas obras de arte existen ahora para mi exclusivo placer. Solo viven para mis ojos. Eso es lo que las hace tan especiales, únicas. Ahora, solo yo puedo admirarlas.

—En efecto —dijo Valfierno, empezando a sentir la falta de oxígeno en la estancia.

—Y cuando muera —añadió Hart, caminando en un pequeño círculo, contemplando la colección entera—, he acordado con
mister
Taggart que se asegure que todas y cada una de ellas sean destruidas. Será como llevármelas conmigo, como los faraones del Antiguo Egipto.

Hart se volvió a Valfierno, buscando alguna reacción, esperando una respuesta.

Valfierno se encontró en la extraña situación de no encontrar nada que decir.

Cuando el tren de Valfierno llegaba a las afueras de Nueva York, se había convencido ya de que había tenido mucha suerte de que
mistress
Hart no estuviera en Newport. Si ella hubiese estado allí, no estaba seguro de cómo hubiera reaccionado ni de qué hubiese dicho. Como mínimo, habría sido una complicación que era mejor evitar. Sentía, no obstante, auténtico pesar por la muerte de su madre, dejándola sola con su marido. Y la visión del abultado maletín que estaba en el asiento adyacente no le procuraba gran satisfacción. El placer que podría haberle proporcionado la hazaña de engañar a Hart quedaba mermado por la simpatía y la preocupación que sentía por su esposa
.

Cuando el tren descendió bajo el nivel de la calle en su recorrido final hasta la Grand Central Station, se esforzó por alejar de su mente los pensamientos relativos a
mistress
Hart.

Valfierno se dirigió al recepcionista que estaba tras el mostrador principal del vestíbulo del Plaza.

—La llave de la habitación 137, por favor.

—Naturalmente, señor. —El hombre se volvió hacia las filas de pequeñas casillas que tapizaban la pared posterior.

Valfierno se permitió disfrutar de una sensación de alivio. Había concluido. Mañana tomaría un barco para Francia y en una semana estaría de vuelta en París.

—¡Ah, sí! —dijo el recepcionista—, tiene usted una visita, señor. —En una mano tenía la llave. En la otra, una tarjeta.

Valfierno sintió una punzada de aprensión.

—¿Una visita? —Nadie a este lado del océano, ni siquiera sus clientes, sabía dónde se alojaba.

—Sí, señor. Una señora. Ha estado aquí todo el día. En realidad, creo que todavía podría seguir aquí. Sí, allí está.

Una mujer estaba sentada en un diván en la zona de espera del vestíbulo. Su rostro estaba parcialmente oscurecido por un sombrero de ala ancha, pero Valfierno la reconoció instantáneamente. Era
mistress
Hart.

Capítulo 30

NUEVA YORK

E
ra tarde para comer y pronto para cenar, por lo que Valfierno y Ellen Hart se sentaron solos en el comedor tapizado de roble del hotel. Estaba cerrado, pero, con la ayuda de una importante propina, Valfierno prevaleció sobre la dirección para que les permitieran sentarse y les sirvieran unos vinos. La copa de cristal de ella permanecía intacta.

—Llegué de Filadelfia hace tres días. Tengo una prima segunda que vive aquí y ha tenido la amabilidad de permitirme que me aloje con ella. Mi marido me dijo que usted llegaría con la pintura esta semana; de hecho, esa fue la razón de que me permitiera viajar a Filadelfia. No quería que mi dolor por la muerte de mi madre le arruinara su momento. ¿En qué otro lugar iba a estar usted que no fuese Nueva York? Y estaba segura de que solo podría estar en el mejor de los hoteles, por lo que solo hacía falta visitar cada uno de ellos. Tuve suerte. Solo tardé tres días en encontrarlo.

—Estoy impresionado por su perseverancia —dijo Valfierno—, aunque le confieso que estoy algo confundido en cuanto a sus motivos.

Eso la hizo ruborizarse ligeramente, volviéndose para mirar a otro lado, con evidente turbación.

—Me entristeció mucho la noticia de la muerte de su madre —añadió Valfierno.

—Muchas gracias —dijo ella, volviéndose y recuperando la compostura—. Por fortuna, falleció mientras dormía. En cierto sentido, fue como si ella no se hubiese despertado después de un pacífico sueño en el que cayera hace muchos años, como si para ella, en realidad para nosotras dos, todo hubiese sido un largo sueño final. —Se detuvo e hizo una profunda aspiración—. Me estoy poniendo muy tonta. Perdóneme.

—En absoluto —dijo Valfierno con una cariñosa sonrisa.

—¿Cuánto tiempo piensa quedarse en Nueva York? —preguntó ella.

—En realidad, mañana parto para Francia.

—Comprendo.

Él tomó un sorbo de vino. El silencio quedaba interrumpido por el distante sonido de platos que llegaba de la cocina del hotel.

—En una ocasión me preguntó —dijo finalmente Ellen— por qué me había casado con mi esposo.

Valfierno elevó las cejas.

—¿Lo hice? Toda una impertinencia por mi parte.

—Sí, fue impertinente. Sin embargo, en aquel momento, parte de mí deseaba responder a la pregunta.

—Desde luego, no era de mi incumbencia.

—Y sigue sin serlo —dijo ella—. Pero ahora me gustaría decírselo.

Valfierno se irguió en su silla, indicando su disposición a escuchar.

Ella bajó la vista hacia la mesa.

—Mi padre dejó muchas deudas cuando murió. —Dejó las palabras suspendidas en el aire durante un momento, antes de levantar la vista hacia Valfierno—. Supongo que hubo un tiempo en el que fuimos muy ricos. Pero, al final, nuestra prosperidad se convirtió en una ilusión.

Valfierno escuchaba con atención, haciendo a veces pequeños comentarios de aclaración pero cuidando de no interrumpir el curso de la historia. Aunque el tema era obviamente delicado, se dio cuenta de que, a medida que ella profundizaba en él, las palabras empezaban a surgir mientras sus hombros descendían y su cuerpo aparecía físicamente relajado, como si hubiera estado conteniendo la respiración durante mucho, mucho tiempo.

Ellen Edwina Beach había vivido con su padre y con su madre en un gran piso con vistas a Central Park en Nueva York. Su padre era inversionista. Su humor se elevaba y se hundía con sus éxitos y fracasos, pero, en su mayor parte, sus inversiones eran sólidas y su disposición, alegre. Los ferrocarriles habían resultado particularmente lucrativos. De hecho, por medio de sus negocios con los ferrocarriles, la familia conoció a
mister
Joshua Hart.

Ellen Beach se crio en medio de un cuento de hadas. Tenía una niñera y pasaba mucho tiempo jugando en el parque, con aros en verano y patinando sobre hielo en invierno. Era muy simpática con los porteros, que hacían la vista gorda cuando ella patinaba sobre ruedas en el vestíbulo de su bloque de pisos.

Cuando se hizo mayor, le resultaba cada vez más difícil pasar tanto tiempo como hubiera deseado con su padre; siempre estaba fuera por negocios y, cuando regresaba, se dedicaba la mayoría de las noches a acompañar a su madre a una serie de reuniones sociales. Eso era cuando los negocios marchaban bien. Cuando no iban bien, se pasaba horas solo, sentado, inabordable, meditando en la biblioteca. En estas ocasiones, por mucho que lo deseara, nunca lo molestaba, aunque le resultara difícil resistir el impulso de ir y sentarse en su regazo como había hecho tantas veces cuando era muy pequeña. No obstante, durante la mayor parte de su infancia disfrutó de una vida de privilegio y satisfacciones.

Cuando Ellen tenía quince años, su madre cayó sin previo aviso en la situación en la que pasó el resto de sus días. Al principio, su padre se pasaba horas sentado a la cabecera de su madre en el soleado dormitorio que daba al parque, pero pronto empezó a desaparecer durante largos períodos de tiempo. Ellen solo lo veía a altas horas de la noche; ella miraba a hurtadillas desde la puerta de su dormitorio cuando él entraba tambaleándose, a menudo despeinado y dando traspiés, desprendiendo ligeros olores de cigarros, alcohol y perfumes.

Su madre pasaba todo el día tumbada en la cama, mirando al cielo y sin responder a nada ni a nadie. Posteriormente, mejoró lo suficiente para levantarse y una enfermera interna la vestía, le daba de comer y le enseñaba de nuevo lo más básico del cuidado personal. Pero ella pasaba la mayor parte del tiempo sentada al lado de la ventana, mirando al parque. El médico informó a Ellen de que lo más probable era que la enfermedad de su madre no mejorara más. No se podía hacer nada.

Ellen tenía dieciséis años cuando se enteró de que su padre había muerto. Había estado de viaje de negocios de larga duración en California y ella no lo había visto durante varios meses. Su reacción a la noticia había sido imprevisible: se irritó enormemente. «¿Por qué había estado tanto tiempo lejos de ella cuando murió? ¿Por qué la había dejado sola?».

La tía soltera de Ellen, Sylvia —hermana de su madre— se trasladó para llevar la casa. Ellen nunca se había llevado bien con las mujeres tristes y autoritarias, y su presencia constante solo servía para recordarle a Ellen la pérdida —a todos los efectos prácticos— de su madre. Un día,
mister
Joshua Hart, un socio de negocios de su padre al que había visitado en diversas ocasiones desde la muerte de su padre, hizo que se sentara para explicarle que su padre había dejado muchas deudas y ya no había dinero para mantener el piso, la enfermera y las dos sirvientas que tenían. La tía Sylvia no tenía muchos recursos propios, pero Joshua Hart le aseguró a Ellen que no tenía que preocuparse. Él se encargaría personalmente de arreglar las cosas para que todo siguiera como estaba, permitiéndoles vivir en el piso, como siempre.

En el decimoctavo cumpleaños de Ellen, Hart le propuso matrimonio y ella aceptó. Aunque era treinta años mayor que ella, había sido generoso, bondadoso incluso. Además, ella sentía que no tenía elección. Estaba, ciertamente, muy agradecida por todo lo que Hart había hecho por su familia, aunque no sintiera apego hacia él. Pero los sentimientos no habían desempeñado ningún papel en su decisión. Haría lo que fuera necesario para asegurar el bienestar de su madre, aunque eso significara casarse con un hombre al que sabía que nunca podría amar.

Finalmente, apartando la vista de Valfierno, dijo:

—Yo no estaba en condiciones de rechazar aquella oferta.

—Desde luego —le aseguró él.

—Al principio, fue bastante agradable —continuó ella—, pero, con el paso del tiempo, fue apartándose cada vez más por sus muchos asuntos de negocios. Yo empecé a sentirme como uno de sus cuadros, como una parte de su colección, con la única diferencia de que, en vez de estar colgada en una pared, siempre tenía que servirle para presumir.

Ella tomó su primer sorbo de vino.

—Creo que nunca le había contado a nadie esta historia.

—Es un honor para mí —dijo amablemente Valfierno.

—Y ahora —añadió ella— parece que mi marido ha adquirido su máxima posesión.

—Sí, supongo que sí.

—¿Y le ha pagado bien?

—Muy bien.

—Estoy segura de que se lo ha ganado.

—Admito que no ha sido un objeto fácil de obtener.

—Imagino que no. —Ellen sonrió débilmente mientras bajaba la vista y cogía suavemente el pie de su copa de vino entre el índice y el pulgar. De la cocina llegaba un lejano sonido de voces.

Finalmente, dijo:

—Me pregunto si podría pedirle un favor.

Valfierno se inclinó ligeramente hacia delante y cruzó su vista con la de ella cuando la levantaba.

—Naturalmente. Cualquier cosa que esté en mi mano hacer.

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