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Authors: Carson Morton

Tags: #Intriga, #Histórico, #Policíaco

El robo de la Mona Lisa (21 page)

BOOK: El robo de la Mona Lisa
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—No, gracias,
monsieur
—dijo Julia, apretando el paso—. Ya tengo una.

Capítulo 26

M
ADAME
Charneau casi no había tenido tiempo de abrir la puerta de su casa, en la
cour
de Rohan, cuando Peruggia la empujó, entrando en el vestíbulo. Sacó la tabla de debajo del blusón y subió la escalera a toda velocidad, apretándola fuertemente contra su pecho. Los demás entraron en la casa a tiempo de oír la puerta de su habitación cerrándose tras él.

—¿Qué le ha entrado? —dijo Émile en voz baja—. No ha dicho una sola palabra desde que salimos del museo.

—Creí que tendríamos más tiempo para hacer el cambio —dijo
madame
Charneau.

—¿Dónde pusiste la copia? —preguntó Émile a Julia.

—En el ático —respondió ella—. Vamos a tener que trabajar rápido.

Julia condujo a Émile escaleras arriba. En el primer piso, se detuvieron ante la habitación de Peruggia. Émile hizo una seña con la cabeza a Julia, que llamó a la puerta. Pasado un momento, la puerta se abrió unos centímetros y Peruggia miró.

—¿Sí? ¿Qué queréis?

Julia creyó detectar un elemento de suspicacia en su tono.

—Entrar —dijo Émile lo más alegremente que pudo.

—¿Por qué?

—Para celebrarlo, claro —intervino Julia.

Peruggia dudó un momento antes de abrirles la puerta. Inmediatamente retrocedió hasta una maleta abierta que había sacado de debajo de su cama. La pintura estaba sobre el colchón boca arriba. Peruggia se arrodilló, levantó la tabla y la colocó en la maleta.

—Deberíamos pensar en un lugar seguro para esconderla —sugirió Julia.

—Quizá deberíamos guardarla en el ático —dijo Émile, como si se le acabara de ocurrir la idea.

Peruggia no dijo nada. Cubrió la tabla con unas camisas dobladas, bajó el cierre y cerró la maleta con llave.

—Aquí estará segura —dijo él, deslizando la maleta bajo la cama. Se levantó y guardó la llave en el bolsillo de su chaqueta—. No voy a salir de la habitación. Comeré aquí.

—No es necesario —dijo Émile—. Realmente, creo que en el ático…

Pero Peruggia lo detuvo con una mirada glacial.

—Le dije al marqués que esperaría y esperé. Pero no para siempre. La próxima vez que salga de esta habitación será para devolver
La Gioconda
a su hogar, adonde debe estar.

—Por supuesto, pero… —empezó a decir Émile, pero Julia le cortó.

—Estoy segura de que, si el
signore
Peruggia la vigila, estará perfectamente segura —dijo ella con una sutil mirada a Émile—. Después de todo, sin él, todavía estaría colgada en el museo. De hecho, todos le estamos muy agradecidos. —Y después, sin previa advertencia, se volvió y echó los brazos rodeando a Peruggia, cogiéndolo por sorpresa en un fuerte abrazo.

—Bueno, me parece que todos tenemos que estar cansados —dijo ella, retirándose, cogiendo a Émile y retrocediendo hasta la puerta—. Quizá debamos posponer nuestra celebración para otro momento. Gracias por todo lo que ha hecho,
signore
.

En cuanto la puerta se cerró tras ellos, Peruggia se sentó en la cama. Todavía con los zapatos puestos, levantó las piernas y se tumbó de espaldas, mirando al techo.

Émile apartó a Julia de la puerta y le susurró frenéticamente:

—¿Y ahora, qué?

Julia abrió la palma de la mano, dejando ver la llave de la maleta de Peruggia. Émile sonrió.

—Tendré que devolvérsela cuando le suba la comida —dijo ella—, así que sé rápido. Y asegúrate de hacerlo bien esta vez.

—No te preocupes —dijo Émile, confiado—. Esta será mi obra maestra.

CUARTA PARTE

¡Mal haya cuando los ladrones

no pueden fiarse el uno del otro!

SHAKESPEARE,
Enrique IV, I parte
.

Capítulo 27

P
ARA Louis Béroud, los martes nunca variaban. Se enorgullecía de ser el primero de la fila cuando el Louvre abría sus puertas y siempre pasaba el día sentado frente a esta o aquella obra maestra, tratando de emular las pinceladas del artista. Esta mañana, sin embargo, le retrasó un problema con su patrona. Iba a aumentarle la renta el primero del mes siguiente. Era este un anuncio con consecuencias potencialmente catastróficas.

Monsieur
Béroud había planificado su vida para que fuese tan previsible como una ecuación matemática. Diez años atrás, un tío lejano había fallecido y le había legado una modesta herencia. Era suficiente para liberarlo de las limitaciones normales de un empleo fijo y permitirle el capricho de dedicarse a su pasatiempo favorito: pintar. Sin embargo, esto no ocurría sin sacrificio por su parte. Su herencia solo duraría si él vivía en las condiciones más espartanas. Tenía alquilado un ático de una sola habitación en el barrio de Montparnasse; su guardarropa constaba únicamente de seis artículos, y su comida era a base de sopa, pan, queso y el más barato de los vinos tintos baratos. Estas economías le compraban el tiempo necesario para pasar sus días deambulando por París, pintando lo que le apeteciera. Los martes los pasaba siempre en el Louvre. Aunque su talento era mínimo, su aprecio por los cuadros era prodigioso, y esto era suficiente para
monsieur
Béroud.

Se tomó el tiempo necesario para recordar a su patrona que había sido un inquilino leal durante ocho años y no tenía intención de pagar más de lo que ya le había causado llegar al museo diez minutos después de que abrieran las puertas. Cuando llegó al almacén de la sala Duchâtel, ya había formada una cola y se vio obligado a esperar a que los artistas que habían llegado antes recogieran sus instrumentos antes de poder recoger él los suyos. Bajo la mirada atenta de un vigilante del museo, el grupo de ocho o nueve hombres recogió sus caballetes, sus pinturas y sus pinceles del almacén. Cuando, por fin, le tocó el turno a Béroud, vio a un hombre cuyo nombre había olvidado que todavía estaba rebuscando entre los materiales.

—Béroud —dijo el hombre—, mis pinceles no están donde los dejé. ¿Te falta alguno de los tuyos?

—No, aquí están todos —dijo Béroud cuando reunió rápidamente sus trebejos y dejó al hombre que rezongaba para sí en el almacén.

Tratando de recuperar el tiempo perdido, Béroud entró a paso rápido en el salón Carré y le agradó notar que nadie más había optado por ponerse allí esa mañana. Se detuvo en su punto favorito, dejó sus cosas en el suelo y abrió una pequeña banqueta de lona. Desplegó su caballete, colocó en él una pequeña tabla de madera y preparó su paleta, sus pinturas y sus pinceles. Satisfecho, se sentó e hizo los ajustes finales. Solo entonces levantó la vista a la pared.

Su rostro se descompuso por la decepción. Entre el Correggio de la izquierda y el Tiziano de la derecha no había nada sino cuatro escarpias de hierro y una forma rectangular fantasmagórica en la que la pared estaba ligeramente más oscura.
La Joconde
no estaba.

Béroud buscó inmediatamente a un vigilante para quejarse. El vigilante informó a
monsieur
Montand. El director del museo lo comprobó por sí mismo, pero solo se irritó levemente al ver el espacio vacío en la pared. Mandó llamar a
monsieur
Picquet, el jefe de mantenimiento, y le pidió una explicación.

—No hay de qué preocuparse,
monsieur
—le dijo Picquet al director con aire confiado—. Ayer, los fotógrafos bajaron
La Joconde
a su estudio.

Al director, que, en general, no aprobaba la moderna ciencia de la fotografía, no le gustó oír esto.

—No hacía dos meses que lo habían bajado. ¿Cuántas más fotografías infernales necesita?

La pregunta no requería respuesta alguna, pero Picquet no estaba muy al tanto de las cuestiones más finas de la retórica.

—No lo sé,
monsieur le directeur
.

Aumentando por minutos su irritación, pasando por el entresuelo y la planta baja, Montand bajó al laberinto de catacumbas en el nivel más bajo del museo, lo que quedaba de la fortaleza medieval sobre la que el rey Felipe II había construido su palacio original. Al llegar al final de un pasillo de arenisca escasamente iluminado, irrumpió en el estudio de los fotógrafos e inmediatamente le impactó el fuerte olor de los productos químicos utilizados para revelar las placas de cristal.
Monsieur
Duval, el fotógrafo oficial del museo, estaba colocando una de las nuevas placas Autochrome, desarrolladas por los hermanos Lumière, en una gran cámara de fuelle. Un Rubens descansaba en un caballete situado frente a él. Un joven aprendiz estaba de pie, a un lado, preparado para hacer los ajustes precisos.

—Ya le había advertido previamente —empezó Montand con su voz más oficial— de que tenía que informarme al menos un día antes de retirar alguna de las obras principales.

Duval le dirigió a Montand una mirada desdeñosa antes de volver a su trabajo.

—Le hablé de esta la semana pasada —dijo, con una voz que sugería que no le gustaban las interrupciones sin motivo.

—No me refiero a esta —dijo Montand, cuya impaciencia aumentaba por momentos—.
La Joconde
.

—No estará en nuestra lista durante varios meses. Se lo haremos saber con tiempo suficiente.

—¡Necesito que vuelva a su sitio inmediatamente!

—Puede que sí, pero no puedo hacer nada al respecto.

La actitud despreocupada del hombre irritaba aún más a Montand.

—¿Se da cuenta de que hoy es martes? ¡La mitad de los estudiantes de arte de París estarán aquí antes de que finalice la mañana con la idea de copiarla!

—Ese no es mi problema,
monsieur
—dijo Duval mientras ajustaba la lente en su cámara.

—¡Ah!, pero en eso se equivoca. Es mi problema, y lo que es mi problema es su problema.

Duval se encogió de hombros.

—Aun así, no puedo ayudarlo.

—¿Y por qué no?

—Por la evidente razón de que no está aquí.

—¿Qué quiere decir con que no está aquí?

—Es una simple afirmación,
monsieur
, aunque no tengo inconveniente en repetírsela: no está aquí.

Montand empezó a respirar en cortas y rápidas boqueadas.

—Entonces, si no está aquí —dijo, tratando en vano de suprimir su creciente ansiedad—, ¿dónde está?

Una hora después, el inspector Alphonse Carnot de la Sûreté irrumpía en el salón Carré con cuatro agentes elegantemente vestidos a la zaga.
Monsieur
Montand, flanqueado por los vigilantes jefe del museo, lo esperaba en el centro de la sala.

—Inspector —comenzó Montand, pero Carnot le cortó.


Monsieur le directeur
—empezó a decir el inspector con dureza—, ¿por qué veo todavía a gente que pulula por las otras galerías? Tenía que haber cerrado el museo ya.

—Eso habría sido completamente inútil —dijo Montand, un poco nervioso—. Hemos cerrado el ala Denon, por supuesto, pero no veía razón alguna para causar una alarma indebida.

—Hay que cerrar todo el museo a la vez —continuó Carnot—. El comisario de policía en persona se reunirá con nosotros en una hora. No le gustará nada si no está cerrado.

A Montand no le satisfacía en absoluto este giro de los acontecimientos. Todavía era posible que el cuadro estuviese mal colocado en alguna parte del museo. Hacer salir ahora a todos los visitantes del museo podría ser una reacción excesiva.

—Bien —dijo Carnot—, ¿a qué espera?

A regañadientes, Montand se volvió a su vigilante jefe.

—Haga lo que dice.

—Pero,
monsieur le directeur
… —comenzó el vigilante.

—¡Ahora mismo! —ordenó Montand.

El vigilante se cuadró, dio media vuelta y se ausentó rápidamente.

—Ahora —dijo Carnot, satisfecho y con aire de suficiencia—, ¿procedemos?

Cuando los últimos contrariados visitantes salieron escoltados del museo, el mismísimo comisario de la Sûreté, Jean Lépine, acompañado por un pequeño séquito de ayudantes vestidos de paisano, hizo su entrada en el ala Denon. No le llevó mucho tiempo localizar al inspector Carnot en el salón Carré. Con un metro ochenta centímetros de estatura, la cabeza afeitada y, en compensación, un mostacho en forma de U invertida, Lépine sobrepasaba al inspector en más de una cosa.

—¡Inspector Carnot —bramó, prescindiendo de formalidades—, su informe, por favor!

—Señor comisario —empezó Carnot—, el jefe de mantenimiento, Picquet, informa que vio un grupo de tres hombres vestidos de porteros que llevaban el cuadro ayer por la mañana. El museo está cerrado siempre los lunes para…

—Sí, sí —lo interrumpió el comisario—, ¡continúe con su informe!

Carnot se aclaró la garganta.

—Estos hombres informaron a Picquet que lo estaban transportando al estudio de los fotógrafos escaleras abajo, un movimiento rutinario. Nunca llegaron a entregarlo. En mi opinión, señor comisario, este fue un trabajo hecho desde dentro.

El comisario dirigió a Montand una mirada desdeñosa antes de volverse hacia Carnot.

—Resolver este delito lo más rápidamente posible y recuperar
La Joconde
es de máxima importancia. No toleraré errores en esta investigación.

—Naturalmente que no, señor comisario.

Con un perfecto sentido de la oportunidad, un joven agente uniformado se detuvo, se cuadró y saludó al comisario.

—Inspector —comenzó, dirigiéndose a Carnot—, algunos de los copistas informan que sus utensilios han sido desplazados en el almacén.

—Los ladrones deben de haberlo utilizado como escondite antes del robo —observó Carnot.

—También hemos localizado el marco vacío y su vitrina en el hueco de una escalera —continuó el agente—. Y además, hemos encontrado una huella dactilar en el cristal.

—¡Excelente! —exclamó Carnot—. Ahora los tenemos.

—¿Una qué? —preguntó, impaciente, el comisario.

—Una huella dactilar, señor comisario —explicó Carnot, regodeándose en la evidencia de que él sabía algo que desconocía su superior—. Es una nueva ciencia. Las líneas de las huellas de los dedos de cada hombre son diferentes de las de todos los demás y…

—¿Pero cómo nos ayudará eso? —preguntó el comisario.

—Previendo esta eventualidad, el año pasado tomé las huellas de todos y cada uno de los empleados del museo. Si, como sospecho, este es un trabajo realizado desde dentro, tendremos a nuestro hombre en un día, se lo prometo.

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