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Authors: Clayton Emery

Tags: #Fantástico, Aventuras

El sacrificio final (14 page)

BOOK: El sacrificio final
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—¡A las armas! ¡A las armas! ¡Nos atacan!

Entrando al galope en el campamento sobre un caballo agotado, con el casco y la lanza perdidos en algún punto del trayecto y la sangre chorreando a lo largo de un brazo, acababa de aparecer un Escorpión de la Centuria Roja. El jinete detuvo su montura, bajó de la silla con sus oscuros cabellos agitándose a su alrededor, recobró el equilibrio después de haberse tambaleado y se volvió hacia Gaviota y sus oficiales.

—Saludos de la capitana Dionne, general, pero... ¡Estamos siendo atacados! Demonios, sombras..., ¡grandes gatos negros con alas! Hemos perdido veinte combatientes... en la primera oleada...

Antes de que Gaviota pudiera responder, dos centauros de la Centuria Dorada entraron en el campamento procedentes de la dirección opuesta. Uno llevaba una flecha clavada en el antebrazo.

—¡General! ¡El capitán Holleb le pide que venga! ¡Mamuts de guerra y bárbaros azules y arqueros se acercan por el este! ¡Es como si el infierno hubiera abierto sus puertas!

Mangas Verdes sorprendió a Gaviota llamándole desde un balcón en las alturas de la copa de un árbol.

—¡Los hechiceros están libres, hermano! —gritó la joven druida—. ¡Se han liberado de sus ataduras!

Y ella tenía la culpa.

Oficiales y ayudantes salieron corriendo en todas direcciones, montaron sobre sus caballos y gritaron órdenes. Gaviota dejó marchar a los capitanes. Antes necesitaba información.

—¡Ve al este, Verde! —le gritó a su hermana, que estaba bajando a toda prisa por la escalera con las faldas levantadas hasta media pierna—. ¡Tú puedes enfrentarte a los demonios y las sombras! Yo iré al este y me ocuparé de los mamuts de guerra! Después...

Gaviota se calló de repente, confuso y aturdido. Tenían que dividir sus fuerzas. Hasta entonces siempre se habían reunido y habían atacado juntos. El trabajo en equipo había sido su mejor arma, y esa ventaja acababa de esfumarse. Era una señal inequívoca de que se aproximaban peligros todavía más grandes.

Pero tenían que hacerlo de aquella manera.

—¡Enviaré un mensajero si necesitamos ayuda, o haré sonar todos los clarines! —siguió gritando Gaviota—. ¡Ten mucho cuidado! —añadió, no ocurriéndosele nada mejor que decir.

Después subió de un salto a la grupa de Cintas, su montura gris y marrón. Sus treinta Lanceros Verdes, diez de ellos bruscamente sacados del sueño, ya habían montado, y el contingente de jinetes se alejó con un retumbar de cascos en pos de los dos centauros que lucían brazales amarillos.

Mangas Verdes descendió para encontrarse con su montura ensillada y esperándole. Sus seis Guardianas del Bosque —pues incluso las dos guerreras del turno de noche, que mostraban grandes ojeras, habían sido despertadas— ya habían montado y estaban preparadas. Mangas Verdes tuvo la repentina premonición de que todos sus meticulosos preparativos estaban a punto de ser hechos añicos.

Pero no podía decírselo a nadie.

—¡Agarraos a las riendas, hermanas! ¡Vamos a ver en qué sitio podemos ser más útiles!

Mangas Verdes hizo girar una mano en el aire y pareció capturar un puñado de él. Los caballos relincharon cuando un estallido iridiscente de magia surgió a su alrededor, marrón en el fondo para representar la tierra, verde para la hierba y la vida, azul para el cielo, y amarillo solar envolviendo sus cabezas como una nube de halos.

Pero mientras se esfumaba, Mangas Verdes no pudo evitar murmurar: «¡Espíritu del Bosque, otra batalla!».

_____ 7 _____

Desplegada delante de ellos como un juego infantil repentinamente enloquecido, se estaba librando una encarnizada batalla.

Mangas Verdes y sus seis guardias personales habían surgido de la nada con una ondulación de colores en la cima de una pequeña colina que se alzaba justo delante de donde empezaba el Bosque de los Susurros.

Sus guardias volvieron grupas al instante para averiguar qué tenían a la espalda, y descubrieron a los seguidores del campamento acurrucados dentro del bosque. Las esposas, maridos e hijos de los combatientes aguardaban el desenlace de la batalla, y mientras tanto ayudaban como buenamente podían trayendo armas y agua, atendiendo a los heridos y registrando a los muertos en busca de botín. Algunos de los más fuertes ya estaban llevando heridos hacia el refugio del bosque.

Los capitanes de Gaviota podían levantar el campamento como les placiese, siempre que se observaran ciertas reglas sanitarias y de orden. Los campamentos de las Centurias Roja y Azul, que tenían a soldados profesionales al frente, estaban compuestos por tiendas impecablemente alineadas en una gran formación a lo largo del bosque, con centinelas apostados en los cuatro puntos cardinales y las tiendas de los oficiales en el centro.

En aquella zona, el límite del Bosque de los Susurros avanzaba del norte hacia el sur. Mangas Verdes conocía muy bien aquel paisaje, pues a diez leguas en dirección sur se encontraban las ruinas de la aldea en la que había nacido. El nivel del suelo iba descendiendo desde donde terminaba el bosque, bajando mediante un risco de granito hasta un serpenteante cauce seco: la posición era fácil de defender, y ofrecía una clara ruta de huida hacia el interior del bosque. El terreno iba subiendo poco a poco al norte y el este para acabar convirtiéndose en unas colinas azuladas que se alzaban en la lejanía. Demasiado pedregosas para ser cultivadas y demasiado remotas para acoger a pastores, aquellas praderas nunca habían sido aradas y relucían con los diminutos brotes azules, rojos y amarillos de las flores silvestres.

Y el año próximo aquellas flores serían aún más luminosas y grandes, pues habrían sido regadas con sangre.

Las divisiones del este del ejército de Gaviota habían avanzado para enfrentarse al enemigo desde el promontorio que brotaba del suelo a un kilómetro de allí. Las tres unidades habían formado una cuña para proteger sus flancos y, en el caso de que llegara a ser necesario, mantener abierto un camino de retirada a través de las curvas del río. En un lado de la cuña estaba la Centuria Roja, los Escorpiones, con cota de malla y faldellines rojos y plumas rojas adornando sus cascos de acero, mandada por la capitana Dionne, una mujer de piel aceitunada y rizada cabellera negra. En el otro lado estaba la Centuria Azul, las Focas, túnicas azules y cota de malla y plumas azules, al mando del capitán Neith, moreno y con una frondosa barba negra. El muro trasero de la cuña y la fuerza flotante lo componían la Caballería Rosada, mitad centauros y mitad humanos a caballo bajo el mando de la capitana Helki. Los centauros destacaban por sus armaduras pintadas y adornadas con volutas, sus plumas y sus brazales rosados. El uniforme de los soldados de caballería se reducía a un brazal de color rosa. Eran una fuerza muy abigarrada que incluía jinetes del desierto vestidos con túnicas azules, que en tiempos no muy lejanos habían estado bajo el yugo mágico de Karli, un antiguo Caballero Negro de Jerges, un trío de hermanas cubiertas de pieles que montaban ponys peludos del lejano norte, y demás combatientes que sólo tenían en común con el resto su sobradamente probada maestría como jinetes. Dispersas por el campo, en hondonadas y entre los tallos de hierba más altos, estaban las siluetas sombrías de los exploradores vestidos de gris y marrón con la pluma de cuervo que era su sello particular, sus arcos largos subiendo y bajando mientras disparaban una y otra vez para eliminar a los jinetes de las avanzadillas y a sus oficiales. Alzándose por encima de las tropas se divisaban las lanzas adornadas con cintas rojas, azules y rosadas que chasqueaban valerosamente bajo la brisa veraniega.

Y aquel día iban a necesitar mucho valor, pues se enfrentaban a una fuerza impresionante.

Cuando Mangas Verdes vio quién la mandaba, quedó boquiabierta de estupor.

—Oh, no... ¡Por los Pináculos de Puerto Oscuro, no!

En la lejanía, dirigiendo el ataque desde lo alto de otro promontorio, Mangas Verdes vio a Haakón, Rey de las Malas Tierras; Ludoc, con su lobo y su águila llameante; y Sanguijuelo, un hechicero troll.

Tres magos, cada uno de ellos vencido por el ejército de Gaviota y Mangas Verdes. Habían sido derrotados por separado, pero allí estaban..., juntos.

—¿Cómo? —Mangas Verdes estaba tan perpleja que habló en voz alta—. ¿Cómo se han puesto en contacto entre ellos? ¡Estaban separados por centenares de leguas de distancia! ¡Y vivían para competir, no para cooperar! ¿Cómo...? ¡Oh, no!

Por fin lo había entendido. Sólo había una cosa que aquellos hechiceros tuvieran en común.

Y esa cosa era ella.

—¿Atacamos, mi señora? —preguntó Petalia, la jefe de su guardia personal.

—¿Qué? —Mangas Verdes meneó la cabeza y se llevó una mano a la frente—. ¡Yo he tenido la culpa! ¡No sé cómo, pero yo he tenido la culpa de que ocurriera todo esto! Pero no sé cómo...

—¿Mi señora?

Las Guardianas del Bosque intercambiaron miradas llenas de confusión.

Mangas Verdes decidió que no era el momento más adecuado para reprocharse sus descuidos a sí misma. Lo menos que podía hacer era concentrarse en atacar, y deshacer el daño que había causado.

—¡Vamos! —gritó, haciendo chasquear las riendas de Vara de Oro.

* * *

Las filas del ejército de Gaviota y Mangas Verdes estaban siendo devastadas.

Haakón, con sus brazos acorazados alzados hacia el cielo, había invocado una horda de demonios, unos monstruos de relucientes ojos rojizos y largos colmillos blancos que parecían hechos de cuero reseco y medían la mitad de la estatura de un hombre adulto. Centenares de ellos caían sobre los combatientes de Mangas Verdes, pero montones de cadáveres de demonios que llegaban hasta las rodillas de las primeras filas yacían esparcidos a lo largo de ellas. Soldados rojos o azules trabajaban en parejas, tal como les había enseñado a luchar su antigua comandante, Rakel de Benalia. Un soldado ensartaba demonios, atravesándoles las tripas con una larga lanza. Su pareja usaba una espada o un hacha para hacer retroceder a más demonios, alternando el matar con el evitar ser muerta. Pero muchas de sus lanzas se habían roto o habían quedado inutilizadas por la pura y simple abundancia de demonios, y casi todas las parejas se estaban viendo reducidas a asestar mandobles y tajos con las armas de mano. Desde la grupa de su montura lanzada al galope, Mangas Verdes tuvo fugaces atisbos de demonios con la cabeza partida por la mitad o cercenada y los brazos que intentaban aferrar presas separados del cuerpo. Pero muchos soldados estaban saliendo gravemente malparados, mordidos hasta el hueso en los brazos, los muslos y las pantorrillas por largos dientes blancos, o con el rostro desgarrado por sucias uñas que semejaban dagas. Había tantos demonios que parecía como si una ola negra hubiese surgido de la nada y estuviera decidida a sumergir a sus tropas, y los monstruos de la retaguardia trepaban por encima de sus camaradas para castigar a los humanos.

Entre los demonios se agitaban montones de harapos deshilachados que tenían un aspecto vagamente nebuloso bajo la brillante claridad solar. Mangas Verdes supuso que serían sombras, criaturas espectrales que obtenían su sustento del miedo. Aunque causaban escasos daños físicos —aparte de dejar helado hasta la médula de los huesos a algún que otro combatiente—, suponían una aterradora distracción que obligaba a las filas del ejército a removerse y esquivar continuamente, como si estuvieran siendo atacadas por mosquitos gigantes. El miedo era el arma de las sombras, y hasta los soldados más valientes y experimentados podían huir a la carrera si el terror rompía la formación.

En la parte de atrás de la cuña y en otros lugares del promontorio, la caballería se enfrentaba a una docena de gatos alados, enormes seres de largos cuerpos y peludas orejas cuya piel era tan oscura y reluciente como el carbón recién sacado de la mina. Los gatos saltaban como si se estuvieran lanzando sobre un ratón, y de repente movían sus alas y salían disparados hacia el pecho de un jinete. Cuando lograban dejar atrás la punta de una lanza o el mandoble de una espada, desgarraban la carne y aplastaban los huesos. Sus lustrosos flancos negros desviaban la mayoría de las hojas, e incluso los poderosos centauros tenían que empuñar sus espadas de bronce con las dos manos para conseguir que sus golpes hicieran brotar una sangre negra que parecía hervir. Ya habían caído tres centauros, así como también dos soldados de caballería, uno de ellos decapitado de un solo mordisco. Mientras Mangas Verdes contemplaba aquella carnicería sin saber qué hacer, un gato-diablo posó dos garras sobre la espalda de un centauro como si quisiera rodearlo con ellas y le atacó con sus patas traseras por debajo de sus costillas. El centauro fue abierto en canal desde las costillas hasta la ingle.

El viejo Ludoc agitó las manos entre el cónclave de hechiceros, detrás de la batalla. Iba vestido con pieles de cabra y una capa de armiño, y Mangas Verdes sabía que era un hechicero de las montañas. Ludoc estaba conjurando diablos tan altos como manzanos, y los dirigía contra las filas del ejército de Mangas Verdes. Cuatro tornados en miniatura giraron locamente de un lado a otro, penetrando los flancos de la caballería y derribando a centauros y caballos.

Mangas Verdes perdió de vista a los hechiceros cuando Petalia guió a sus monturas cuesta abajo por la pendiente de caliza y a través de la gorgoteante corriente del arroyo. Gotas de agua volaron por los aires a su alrededor, dibujando un sinfín de arco iris por encima de sus cabezas. Los caballos empezaron a subir por la cuesta de enfrente para llevarles hasta un tiro de arco de la batalla, y Mangas Verdes se apartó mechones de cabellos mojados de la cara mientras se esforzaban por trepar la pendiente. ¿Había visto...?

Sí. Mangas Verdes empezó a maldecir con los juramentos más selectos de su hermano. Estar más cerca le permitió ver un círculo dorado que subía y bajaba sobre el pecho de Ludoc: era el pentáculo nova. Ludoc llevaba su pentáculo, el que le había sido entregado por Chaney hacía años a fin de que Mangas Verdes pudiera vencer su miedo a la locura y a no ser capaz de dominar la magia, y por fin consiguiera aprender a desplazarse por entre los planos del mundo.

Así que Ludoc se lo había robado... No.

Mangas Verdes parpadeó y se alzó sobre sus estribos para ver con más claridad. Sanguijuelo, aquel troll repugnante, estaba encogido detrás de un peñasco, ¡y también llevaba un pentáculo nova! Y también lo llevaba Haakón, aunque en su caso resultaba difícil verlo encima de su armadura de placas rojas y doradas.

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