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Authors: Clayton Emery

Tags: #Fantástico, Aventuras

El sacrificio final (8 page)

BOOK: El sacrificio final
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Mangas Verdes les tenía un gran cariño y se alegraba de que sintieran tal devoción por ella, pero lamentaba tener que necesitar protección. Su presencia sólo era otra señal de que el mundo le prestaba una atención excesiva.

Y sabía que Petalia, su capitana, tenía que enfrentarse a un trabajo muy difícil. Según la jerarquía del ejército, era la «inferior» de Mangas Verdes y en consecuencia no podía reñir abiertamente a su señora: lo único que podía hacer era «recordar» a Mangas Verdes que necesitaba protección. Incluso su manera de describir lo ocurrido resultaba un poco pintoresca y retorcida. La joven druida no se había ido «a dar un paseo», sino que había utilizado un hechizo de camuflaje para poder marcharse sin ser vista por nadie. Mangas Verdes prometió no volver a hacerlo, pero únicamente porque veía lo mucho que preocupaba a sus protectoras el que se esfumara de aquella manera.

Aun así, la archidruida no pudo evitar percibir la ironía existente en el hecho de que —cuando era la idiota del pueblo hubiera podido vagar libremente por el bosque, paseándose entre osos, lobos y elfos sin que nunca le ocurriese nada. Pero apenas hubo adquirido habilidades mágicas, Mangas Verdes se había convertido en un blanco para la envidia, el odio y las más oscuras conspiraciones.

El grupo inició el regreso al campamento, y apenas habían echado a andar cuando Mangas Verdes se sintió invadida por un presentimiento tan ominoso y repentino que alzó los ojos hacia el cielo para ver si se había nublado. Pero el cielo estaba despejado.

Esperaba que el futuro siguiera igual de despejado que en aquel momento..., tanto por su bien como por el de todos sus seguidores.

* * *

Los dos enamorados atravesaron el bosque veraniego flanqueados por sus cuatro guardias de rostro serio y sombrío, y Kwam intentó distraer a su amada con las últimas novedades acerca de sus estudios mágicos.

Como siempre, había docenas de cachivaches y artefactos que estudiar: botellas, herramientas, prendas, libros, pergaminos, frascos, cascos, rarezas varias... Algunos eran botín capturado a hechiceros, algunos habían sido traídos por viajeros y algunos habían sido comprados a joyeros, buhoneros y artesanos.

—Todavía estamos examinando lo que obtuvimos en nuestra última..., eh..., incursión —estaba diciendo Kwam.

El titubeo del joven se había debido a la gran cantidad de botín que sacaron del castillo de la malvada Chundachynnowyth antes de prenderle fuego.

Kwam siguió hablando y se fue animando poco a poco al tener la ocasión de poder abordar su otro gran amor, la magia. Sus ojos brillaban de una manera que Mangas Verdes encontraba adorable mientras iba contando con sus largos y ágiles dedos.

—Tenemos una especie de capullo que parece haber sido tejido por algún insecto, pero Daru colocó el perro de latón delante de él y el perro ladró, por lo que sabemos que hay magia dentro de él. Quizá se trate de una libélula enjoyada, o puede que sea una libélula de cristal... Los bibliotecarios han recopilado algunas historias sobre ellas, pero no saben qué hacen.

»Hemos abierto un paquete de piel embreada muy viejo que había sido sellado con cera, ¡y encontramos un pez mecánico dentro! Si le das cuerda empezará a aletear por toda la habitación, volando como si nadara en el aire.

»También tenemos una esfera de metal que un campesino sacó de un campo. La trajo hasta aquí en una carretilla, pues pesa tanto que cuatro hombres no pueden levantarla. El metal es tan duro que no podemos cortarlo con ninguna herramienta de acero, y ni siquiera el diamante puede arañarlo.

»Y tenemos un casco de coral de los océanos del sur, demasiado grande para la cabeza de un hombre normal. Podría ser el casco de un dios marino...

Aunque Mangas Verdes estuviera preocupada por el futuro, al menos podía disfrutar la tranquila familiaridad del Bosque de Mangas Verdes, que era como habían acabado siendo conocidos los cuarteles generales del ejército. A pesar de las muchas personas que residían allí y de toda su actividad, el bosque continuaba siendo un lugar sagrado que siempre conseguía llenarla de alegría.

Fueron siguiendo el curso de un arroyo, un pequeño torrente que brotaba de las profundidades del Bosque de los Susurros y que gorgoteaba, gemía y reía, parloteando incesantemente con una charla vacía de todo significado y aun así tan curiosamente tranquilizadora como los ruiditos de un bebé. Acabaron llegando a una extensión de rocas que parecían escalones para gigantes y fueron subiendo por ellas, saltando y corriendo como niños hasta que hubieron llegado a un pequeño risco. Un estanque rocoso creado por la naturaleza se extendía debajo de ellos, formando una laguna lo suficientemente grande para que los niños pudieran ir por ella y perseguir a los pececillos. Después venían los árboles, viejos y sabios robles gigantescos cubiertos de musgo. Y en las alturas, entre las ramas de los árboles, había una aldea.

Mangas Verdes se detuvo encima de un pequeño promontorio rocoso y la contempló, con la mano de Kwam entre sus dedos y sintiéndose tan deleitada como siempre que la veía.

Casi todas las casas eran pequeñas cabañas, situadas a distancias del suelo que iban desde los dos metros hasta los quince. Había docenas de ellas, medio ocultas entre las ramas como nidos de pájaros gigantes. Algunas se alzaban en solitario sobre postes, mientras que a otras se podía llegar mediante una escalera. Otras, que se encontraban todavía más arriba, estaban unidas entre sí mediante puentes de cuerdas y tablones y, finalmente, por escaleras.

Una de las cabañas más alejadas del suelo, suspendida entre un par de ramas que oscilaban suavemente, pertenecía a Mangas Verdes y Kwam: era su santuario particular. A su alrededor, y encima y debajo de ella, había cabañas más pequeñas en las que dormía y vigilaba su guardia personal. En otro árbol, sostenida por largas vigas y ocupando todo el hueco de dos grandes ramas, estaba el hogar de Gaviota y Lirio, con sus chozas parecidas a colmenas para los lanceros de Gaviota. En lo más alto de los árboles y alejada de todas las demás, había una cabaña solitaria, la morada de los estudiantes de magia, que había sido colocada en aquel sitio por si se daba el caso de que un hechizo llegara a producir resultados inesperados. Además había otras chozas para los cocineros, las familias de la guardia personal, los suministros, y para otras funciones. Hechas de madera y cubiertas con tejados de corteza, las cabañas parecían nudosidades que hubieran brotado de los mismos árboles. En realidad muy bien hubiesen podido serlo, pues Mangas Verdes había supervisado toda su lenta y meticulosa construcción: no había ni un solo clavo de hierro en ninguna de las cabañas y los árboles, y todo se mantenía unido mediante clavijas, cuerdas trenzadas con fibras de corteza y soportes hábilmente tallados.

Aquel pueblecito suspendido en las copas de los árboles era el centro y el corazón del ejército de Gaviota y Mangas Verdes. El resto del ejército estaba esparcido por el bosque y en las tierras de los alrededores, con el contingente más alejado, la Centuria Roja, acampando fuera del Bosque de los Susurros a unas tres horas de trayecto a caballo. Con tanta gente, el ejército no podía mantenerse excesivamente junto por miedo a causar daños al terreno y difundir enfermedades, lo que les obligaba a mantener una cierta distancia entre las distintas fuerzas. En caso de necesidad, naturalmente, Mangas Verdes podía conjurar a centenares de combatientes con un gesto de su mano. La joven druida creía tener el poder suficiente para desenraizar todo aquel bosque y llevarlo volando hasta la Luna de las Neblinas..., suponiendo que hubiera sabido volar.

Y había momentos en los que se preguntaba si no debería hacerlo, pues el susurrar del bosque había empezado a debilitarse poco a poco.

Mangas Verdes podía recordar sin ninguna dificultad que cuando era más joven y recorría las arboledas en sus solitarios vagabundeos el bosque burbujeaba y silbaba con un murmullo incesante, como si mil personas estuvieran hablando en un tono de voz demasiado bajo para poder ser oído, como si los mismos árboles estuvieran conversando y compartieran sus secretos unos con otros. El viento parecía agarrarse a las ramas, trayendo noticias con cada ráfaga. El ruido había asustado a las personas normales, por lo que sólo una retrasada y un leñador que tuviese la cabeza tan dura como un martillo osaban aventurarse por el bosque. Pero durante los tres últimos años, el murmullo se había reducido a un simple trino casi perdido en las alturas que parecía tan débil como la canción de las cigarras a finales del verano. Mangas Verdes no sabía por qué se habían desvanecido los susurros, y tampoco sabía si volverían cuando se fueran del bosque algún día..., o si morirían del todo, y si algo misterioso y maravilloso desaparecería del mundo con su muerte.

Y ésa sería otra culpa que añadir a las muchas que ya soportaba. Pues Mangas Verdes sabía que habían dañado el bosque de numerosas maneras. Por mucho que mirasen dónde ponían los pies y procurasen no hacerse notar, la presencia de tantos seres humanos había supuesto un impacto terrible para el bosque. La joven druida, que percibía y comprendía de una manera instintiva la naturaleza de cuanto la rodeaba, podía sentir el lento compactamiento de la tierra, oler el hedor de los desperdicios que se iban infiltrando en las aguas del subsuelo y sentir la mordedura de las hachas y las sierras que se hundían en los árboles tan claramente como si lo hicieran en su propia carne. Mangas Verdes había remediado una parte de los daños mediante la magia, conjurando gusanos, curando la corteza y animando a las plantas a que creciesen, pero no podía disipar todos los daños.

Mangas Verdes sabía que no podían vivir eternamente en aquel bosque..., no si querían que siguiera siendo el mismo bosque de siempre.

—Y si no hablo en nombre de los árboles, ¿quién lo hará?

—¿Qué has dicho, cariño?

Kwam había estado esperando pacientemente, al igual que sus guardias personales, mientras Mangas Verdes permanecía absorta en sus pensamientos. La joven druida se dio cuenta de que había empezado a lamentarse en voz alta, y se sintió un poco avergonzada.

Kwam apretó suavemente su manecita de piel endurecida por toda una vida al aire libre.

—Ya sabes que puedes olvidarte de la cruzada cuando lo desees, ¿no? Podríamos vivir en cualquier sitio, tú y yo solos... O podrías vivir sola, si lo prefieres, y yo vendría a visitarte. Puedes hacer lo que quieras, porque mereces ser feliz y porque eres dulce, maravillosa e inapreciable.

La archidruida, una de las hechiceras más poderosas que jamás hubieran caminado por los Dominios, sollozó como una niña pequeña mientras le estrechaba entre sus brazos.

—Oh, Kwam... Ojalá supiera lo que quiero...

Un grito, una carcajada y un chillido atrajeron la atención de Mangas Verdes.

Una niña que aún no tenía dos años y que iba vestida con una camisita andaba descalza por el bosque, persiguiendo algo alrededor del tronco de un árbol. De repente su padre salió de detrás del árbol gritando «¡Buuu!», y la niña chilló. Un gemido ahogado brotó de sus labios como preparación para el llanto, pero Gaviota la tomó en sus brazos y provocó nuevos chillidos de cerdito.

Jacinta, llamada así por una flor, como era costumbre entre muchas mujeres de la perdida aldea de Risco Blanco y de su madre en sus días de bailarina, tenía la piel muy blanca y las mejillas sonrosadas, igual que Gaviota y Mangas Verdes en sus días infantiles. Pero su cabellera era tan negra como el ala de un cuervo, igual que la de Lirio.

Gaviota dejó a la niña en el suelo y echó a correr con su hija persiguiéndole, y Lirio se puso una mano en los riñones y siguió a su hija en sus exploraciones. Gaviota había ordenado que sus hijos debían ser orgullosamente independientes y que todos tenían que permitir que fuesen donde quisieran..., dentro de los límites de la seguridad. Después de todo, siempre había veinte o treinta Lanceros Verdes cerca.

Kwam besó a Mangas Verdes y se excusó, diciéndole que tenía que volver a su trabajo. Seguida por sus Guardianas del Bosque, la joven druida llegó a tiempo de oír cómo Jacinta volvía a chillar. La niña había descubierto el escondite de su padre, y agarró a Gaviota del faldellín cuando éste intentaba echar a correr. Apenas sintió el diminuto tirón, Gaviota soltó un ruidoso oooof y se derrumbó sobre el suelo del bosque, y su hija empezó a bailar sobre su estómago de puro deleite. Lirio dijo que se iba a echar una siesta, y sonrió a su cuñada al pasar junto a ella. Mangas Verdes tuvo que reaccionar rápidamente cuando Gaviota le lanzó a su aullante hijita.

—¡Cógela, tía!

—¡Gaviota!

Pero Mangas Verdes se las arregló para no dejar caer el bultito que se retorcía entre sus manos y que suplicaba volver a ser lanzado por los aires. Mangas Verdes prefirió sostener a la niña cabeza abajo hasta que se le puso la cara roja, y después le dio la vuelta y la dejó en el suelo para que fuese a perseguir gorriones.

Gaviota, que conocía a su hermana mejor que ninguna otra persona, alargó una mano hacia ella y le revolvió los cabellos.

—¿A qué viene esa cara tan larga, mi enfurruñada hermana?

La joven druida se peinó los cabellos con los dedos.

—¿Se me nota? Estaba intentando parecer lo más alegre posible...

Los dos hablaban como si estuvieran solos, pues habían aprendido a ignorar la proximidad de sus omnipresentes centinelas. Debían hacerlo, o de lo contrario jamás hubieran abierto la boca.

—¿Nunca te cansas de luchar, Gaviota?

Un fruncimiento de ceño ensombreció el moreno rostro del leñador, pero un rápido encogimiento de hombros volvió a alisar su frente. Gaviota metió las dos manos bajo su ancho cinturón marrón. Mangas Verdes volvió a fijarse en su mano izquierda, la mano mutilada a la que le faltaban los últimos tres dedos. Podría haberlos regenerado sin ninguna dificultad, tal como la anciana Chaney había regenerado la rodilla lesionada de Gaviota. Pero su hermano nunca le había pedido que lo hiciese, y Mangas Verdes no había querido entrometerse ofreciéndose a ello. Se preguntó si la razón de que no se lo hubiera pedido había que buscarla en esa repulsión aparentemente innata que Gaviota sentía hacia la magia, o si prefería seguir careciendo de aquellos dedos como un símbolo de los tiempos en que había sido un simple leñador alejado de la magia y de las preocupaciones del mundo.

—Sí, hay momentos en que me siento harto de luchar —le dijo a su hermana—. Seguir el rastro de los hechiceros y dar una buena paliza a sus esbirros, monstruos y tormentas puede llegar a ser una labor realmente agotadora. A veces me siento como si estuviera intentando hacer retroceder a la marea con un cubo... Pero es el destino que nos han asignado los dioses. Hubo un tiempo en el que derribaba árboles, y ahora derribo hechiceros. Por lo menos se me da bastante bien, ¿no? Aunque me habría encantado envejecer en Risco Blanco, cuidar de la familia cuando papá y mamá ya no estuvieran allí para hacerlo, enseñar nuestro oficio a Gavilán y los demás y contarles nuestras historias y leyendas... Claro que entonces nunca habría conocido a Lirio.

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