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Authors: Clayton Emery

Tags: #Fantástico, Aventuras

El sacrificio final (7 page)

BOOK: El sacrificio final
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Y Gaviota el leñador entró en la habitación un instante después, con su gran hacha de doble hoja goteando sangre y las ropas manchadas. Gaviota subió el visor de su casco y se limpió la frente.

—¡Uf! Esos bastardos son duros...

Y se interrumpió cuando sus ojos recorrieron la habitación sumida en la penumbra y se fueron posando en la vieja arpía caída a sus pies, su hermana tan pálida como el marfil, su esposa con una herida en la mano, de la que manaba sangre, y el muro destrozado. Pero lo que retuvo más tiempo su mirada fue la hilera de prisioneros encadenados con grandes agujeros abiertos en sus cuerpos mediante la cirugía, aquellos experimentos vivos que sufrían. Cuando Gaviota volvió a ser capaz de hablar, descubrió que su voz se había convertido en un graznido.

—Tendríamos que haber venido más pronto...

Las siluetas de algunos Lanceros Verdes, su guardia personal, cruzaron el umbral detrás de él. El pelotón estaba a las órdenes de «Muli», una mujer robusta y no muy alta cuyos labios siempre estaban fruncidos en una mueca sombría y que iba armada con dos espadas cortas. Otros combatientes verdes aparecieron un instante después: una mujer con coletas rojas asomando por debajo de su casco, un ex pescador que producía una impresión de gordura sin estar gordo. Muli dio una patada al guardia caído, descubrió que no estaba muerto y terminó el trabajo rajándole la garganta.

—¡Legionarios de Akron! —resopló—. ¡Bah!

Gaviota contuvo el aliento y empujó el cuerpo inmóvil de la vieja arpía con la punta de una bota.

—Le ha fallado el corazón. Lo he visto ocurrir las veces suficientes con los caballos para poder reconocerlo.

—Quería vivir eternamente —dijo Mangas Verdes.

Y un instante después estaba llorando. Los prisioneros condenados y torturados cuyas vidas había tenido que extinguir con sus manos, el horror que venía hacia ella, la espantosa e implacable determinación de la anciana hechicera, su temor por lo que hubiera podido ocurrirles a Gaviota y Lirio, la destrucción de su hermoso árbol... Todo eso cayó de repente sobre ella con un peso casi insoportable. Lirio y Gaviota fueron hacia Mangas Verdes, moviéndose cautelosamente sobre aquel suelo inestable, y la rodearon con los brazos.

—Vamos, Verde, vamos... —dijo Gaviota—. Todo va bien. Ya no corremos ningún peligro.

—Hemos salvado a esas personas —le dijo Lirio, intentando consolarla—. Bueno, en realidad no hemos conseguido salvarlas, pero hemos puesto fin a sus sufrimientos... O lo haremos.

—Hacemos cuanto podemos, y lo hacemos por una buena causa —añadió su hermano—. Estamos cambiando las cosas, Verde. Estamos haciendo progresos.

Mangas Verdes sollozaba y sorbía aire por la nariz.

—Lo sé, lo sé. Pero a veces es tan... Nos esforzamos tanto, y... No hay nadie más que pueda hacerlo, pero... ¡Oh, a veces desearía no haber oído hablar nunca de la magia!

_____ 4 _____

—Oh, Kwam, estoy tan harta de luchar...

—Nosotros nunca luchamos —intentó bromear su enamorado.

Mangas Verdes y Kwam, cogidos de la mano, estaban dando un paseo por el bosque. La joven druida disfrutaba sintiendo el calor del sol veraniego en su rostro y el roce de la brisa en sus cabellos, oliendo la suculenta frescura de la tierra y respirando su perfume mientras escuchaba el chip-chip-chip de los cardenales y el graznido de los cuervos. Pero los dos procuraban no hacer mucho ruido, pues habían salido del campamento sin ser vistos en un intento de robar una pequeña porción de libertad..., y Mangas Verdes estaba triste y cansada.

Kwam y Mangas Verdes ya llevaban tres años siendo amantes y la intimidad había hecho que acabaran conociéndose muy bien y se acostumbraran a estar siempre el uno con el otro, pero en momentos como aquél el hecho de no estar sola todavía hacía que la joven druida se sintiera extraña e indefiniblemente incómoda. Mangas Verdes había pasado la mayor parte de su vida sola, vagabundeando por aquel bosque. Por aquel entonces era una idiota, naturalmente, pero era una idiota muy feliz. La inteligencia podía ser una maldición. Aun así, Mangas Verdes amaba a Kwam y necesitaba el silencioso consuelo de su presencia. Le necesitaba porque Kwam llenaba su mente de paz, como el mismo Bosque de los Susurros.

Pero cuando se detuvieron delante de un gran agujero que parecía bostezar en el suelo, Mangas Verdes tuvo que hacer un gran esfuerzo para no echarse a llorar.

—Lo siento —dijo—. No quería hacerlo, y no me di cuenta de lo que estaba haciendo.

El agujero tenía una forma irregular, y medía unos treinta metros de diámetro y unos nueve metros de profundidad. Las puntas de las raíces sobresalían de él como gusanos que inspeccionaran el aire. Alrededor del agujero no había nada salvo las hojas caídas del año pasado y unas cuantas pinas que estaban empezando a reblandecerse.

Su árbol favorito se había alzado en aquel lugar. No sólo era su favorito sino que también lo era de Kwam, pues solían apoyarse en él y hacer el amor bajo el oscuro verdor de su sombra. Pero Mangas Verdes lo había matado. Había pedido protección contra un horror que reptaba y se tambaleaba y había invocado algo, cualquier cosa, mientras deseaba huir a la carrera y esconderse en las profundidades del bosque, y había obtenido esa protección bajo la forma de su árbol..., y lo había perdido. El gigantesco roble rojo le había salvado la vida —y probablemente también el alma—, pero en aquel momento yacía en un pantano lejano al lado de un castillo ennegrecido, pues los aventureros habían prendido fuego a la torre y el castillo de los horribles encantamientos. Mangas Verdes podría haber devuelto el árbol a aquel lugar mediante un conjuro, pero de haberlo hecho sólo hubiese conseguido que los leñadores y los forrajeadores lo convirtiesen en madera para el fuego, y Mangas Verdes no quería que eso ocurriera.

—E incluso eso es un acto de egoísmo que ocasionará una destrucción innecesaria —dijo—, porque ahora tendrán que cortar otros árboles que están vivos.

Kwam no dijo nada, y se limitó a escuchar pacientemente mientras Mangas Verdes seguía dejando que su melancolía se expresara mediante palabras.

—No puedo soportar todos estos combates. No puedo... Desde que aprendí magia no he tenido ni un momento de paz. Vamos de un lado a otro y «ablandamos hechiceros», para usar la expresión de mi hermano, y luego volvemos aquí y nos encontramos con docenas de enviados que nos piden, ¡no, que nos exigen!, que volvamos a recorrer los Dominios para seguir haciéndolo. Si en vez de una sola Mangas Verdes hubiera tres o un centenar, podría pasar el resto de mi vida ablandando hechiceros durante todo el día y toda la noche. Y esa última hechicera, esa elfo, y las cosas que conjuró... ¡Aaaj!

Se estremeció, y Kwam la rodeó con los brazos. Kwam dormía con ella y sabía que sus sueños se disolvían en pesadillas llenas de horrores con la llegada de cada amanecer.

—¿Te ayudaría en algo el que te dijera que salvaste media docena de vidas? —murmuró el joven alto y moreno.

—¡Pero es que no les salvamos! —murmuró Mangas Verdes con el rostro pegado a su camisa negra, volviendo a sentirse como una jovencita—. No los salvamos... Lo único que hice fue matarlos, y extinguí sus vidas como si fueran velas chisporroteantes. ¡Oh, fue horrible! ¡No soporto tener que cargar con toda esta responsabilidad y tener que responder ante todos! ¡No tengo ni un minuto de paz!

Kwam besó suavemente su coronilla.

—Ahora puedes disfrutar de unos cuantos minutos de paz. Deberías aprovecharlos al máximo en vez de lamentarte y estar triste.

Mangas Verdes salió del círculo de sus brazos con un encogimiento de hombros y retrocedió un par de pasos.

—¡No lo entiendes! —exclamó—. ¡Ah, ojalá pudiera irme lejos, a cualquier sitio perdido en las profundidades del Bosque de los Susurros y limitarme a vivir allí sola, contigo, y estudiar la naturaleza y encontrar curas y hablar con mis amigos los animales, y vivir en paz! ¿Y bien? —resopló Mangas Verdes al ver que Kwam no decía nada.

Kwam la contempló en silencio durante unos momentos más y acabó meneando la cabeza.

—En la vida no hay respuestas simples. Algunos dirían que si puedes disfrutar de unos cuantos minutos de paz en un día ya es más que suficiente, pues son muchos los que trabajan duramente día y noche y además sufren, y apenas consiguen mantenerse con vida. Tú deseas vivir sola pero conmigo: dos ideas contradictorias. Y quieres encontrar curas. Pero ¿para quién? ¿Para los animales? ¿Para las personas? No tardarías en ver cómo una interminable procesión de inválidos se presentaba delante de tu puerta para pedir ayuda.

—¡Ahora ya la tengo!

—Exactamente. Las personas acuden a ti porque posees el poder de ayudar. Sólo hubo un momento de tu vida en el que no lo hicieron, y fue cuando eras...

—La idiota del pueblo. Una retrasada. Una imbécil. Adelante, dilo. ¡Sé muy bien lo que era!

—Fuiste bendecida. Los dioses te rozaron con su mano, y te dieron el don de la segunda visión. Si niegas todo eso y lo arrojas a los cuatro vientos, entonces estás rehuyendo tu responsabilidad e ignorando tu don.

Mangas Verdes le dio la espalda y contempló el bosque, con una película de lágrimas nublándole la vista. Que tuviera responsabilidades y que no pudiera rehuirlas no era lo que deseaba oír. Quería simpatía, no sentido común. Y sin embargo sabía que en realidad lo único que hacía era gimotear y quejarse, y se odiaba a sí misma por ello. Se sentía como hubiera podido sentirse uno de los juguetes mecánicos de Kwam si le hubiesen dado demasiada cuerda y estuviera a punto de estallar.

El alto y moreno estudiante de magia contempló a su amada con el rostro lleno de pena por haber tenido que reñirla de aquella manera, pero todo lo que había dicho era verdad.

—Vamos, cariño... No quiero verte triste ni preocupada, pero cuando posees un inmenso poder es natural que la gente espere cosas de ti. Si fueses reina, te pedirían que juzgaras litigios y resolvieras disputas sobre fronteras. Si fueses cirujana, te suplicarían que los curases. Y si fueses un molino, te conectarían a una sierra, a un fuelle de fragua o a una piedra para moler grano.

—Así que soy una máquina que produce milagros.

Kwam se limitó a extender las manos hacia ella.

—Incluso los dioses tienen que soportar el continuo acoso de quienes les piden ayuda. Cada oración lleva una solicitud oculta dentro. Los marineros rezan pidiendo mares tranquilos, los granjeros piden lluvia y los jugadores piden tener suerte. No debería sorprenderte que las personas que carecen de poderes mágicos, las que llamamos personas normales y corrientes, pidan auxilio y soluciones a sus problemas.

—¡Pero es que yo soy tan normal y corriente como ellas! —gimió la joven.

Kwam meneó la cabeza.

—No, amor mío, eso no es verdad. No ha sido verdad desde la primera vez que conjuraste un... ¿Qué era? ¿Un tejón? Sí, desde la primera vez que conjuraste un tejón para salvar tu vida. Eres una hechicera, esa persona entre diez mil que puede hacer magia.

Y en su voz había una sombra de amargura, porque Kwam estudiaba la magia y la amaba con una profunda pasión, pero era incapaz de manipularla. La única razón por la que él, Tybalt, Ertha y Daru estudiaban los artefactos, hechizos, pergaminos y artilugios mágicos era precisamente que albergaban la esperanza de que algún día pudieran aprender a hacer conjuros.

Mangas Verdes suspiró.

—No me ha servido de mucho, ¿verdad? No pude usarla para salvar a mi familia. No consigo encontrar a Gavilán, que está perdido para siempre... —Mangas Verdes estaba tan harta de todo que incluso empezaba a hartarse de oír sus propias quejas—. Tanta charla, y sigo sin estar más cerca de una solución que antes.

Kwam fue hacia ella y la rodeó con sus brazos, y esta vez no la soltó.

—Tener una meta clara te ayudaría bastante. ¿Qué es lo que quieres obtener de la vida?

—Quiero... No sé lo que quiero.

—¿Más tiempo para dedicarlo a ti misma? ¿Qué te dejen en paz y a solas? ¿Más tiempo para estar conmigo? ¿Menos responsabilidades?

—Sí, todo eso. Y algo más: quiero que haya paz en mi interior.

Kwam volvió a besarle la coronilla y acarició su lustrosa cabellera castaña.

—No sé mucho sobre esas cosas, pero sí sé que la paz sólo puede surgir del interior de uno mismo.

Mangas Verdes suspiró.

—Así que aparte de todo lo demás también tengo la culpa de que no pueda encontrar la paz, ¿eh?

Kwam no tenía respuesta para esas palabras, y se limitó a abrazarla con más fuerza.

—¡Allí está! —gritó una voz, y los dos enamorados dieron un salto.

Cuatro robustas guerreras fueron hacia ellos, con el tintineo de sus arneses y armas añadiéndose al ruido de sus decididas pisadas. Eran la guardia personal de Mangas Verdes, que se habían dado a sí mismas el nombre de Guardianas del Bosque, y su líder era Petalia, una mujer de cabellos oscuros, grandes ojos azules y carácter bastante seco.

Kwam dio un paso hacia atrás y Mangas Verdes casi sonrió, pues podía predecir palabra por palabra lo que iba a decir Petalia.

—¡Os ruego que no vayáis a dar un paseo sin nosotras, mi señora! ¡Sabéis que hay muchos enemigos que desean haceros daño, y debo rogaros que nos permitáis estar a vuestro lado en todo momento!

La druida asintió mansamente. No podía condenar la intrusión de su guardia personal, pues siempre la protegían con tal devoción que Mangas Verdes se avergonzó al pensar que las había engañado y se había escapado sin que la vieran.

Cada guardiana llevaba los cabellos bastante largos, y sus mechones fluían por debajo del casco y descendían a lo largo de su espalda. Cada una iba armada con un escudo rectangular de madera de serbal ribeteada de hierro, una espada larga en la cadera y una jabalina de mango grueso cuya punta tenía treinta centímetros de longitud y un aspecto amenazadoramente afilado, con un pincho horizontal debajo de ella. Petalia había ordenado que todas las Guardianas del Bosque se vistieran igual, y todas llevaban camisas y faldellines verdes, petos acolchados y cascos de piel de buey blanco. Pintada encima de cada escudo había una manga verde con un adorno de encajes verdes en el puño. Mangas Verdes sabía que sus uniformes imitaban su atuendo, algo que le hacía mucha gracia aunque lo ocultara cuidadosamente.

Lo que resultaba mucho menos divertido era que su guardia personal siempre estuviera siguiéndola de un lado a otro, con la consecuencia de que Mangas Verdes ni siquiera podía visitar el excusado o ir a dar un paseo o hacer el amor sin que hubiera un mínimo de dos Guardianas del Bosque presentes. Su fuerza de protección estaba compuesta por seis mujeres, con las dos «lechuzas» durmiendo en aquel momento. La guardia personal se pegaba a Mangas Verdes obedeciendo la insistencia de Gaviota, pues durante el año pasado hubo tres incursiones de asesinos que intentaron acuchillar, envenenar o secuestrar a Mangas Verdes. Sólo la suerte le había permitido salir ilesa de aquellos intentos, y Gaviota había acabado examinando a todo el ejército y había elegido a Petalia, quien había elegido a las otras Guardianas seleccionándolas entre las mujeres más robustas del ejército. Todas se tomaban la tarea de proteger a su señora con una dedicación tan feroz que era frecuente que las llamaran «perras de presa» cuando estaban lo bastante lejos para no poder oírlo.

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