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Authors: Clayton Emery

Tags: #Fantástico, Aventuras

El sacrificio final (3 page)

BOOK: El sacrificio final
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Pero lo que más le preocupaba era qué le ocurriría después de que Mangas Verdes se hubiera marchado.

Mangas Verdes acabó despidiéndose de ellos, fue hacia Gurias y le puso una mano en el pecho, rozándoselo con tanta delicadeza como una hoja caída del árbol. Después le contempló con sus ojos verdes muy abiertos y meneó la cabeza, visiblemente apenada. ¿Por qué? ¿Porque le compadecía? Gurias se preguntó si iba a morir.

Y entonces el mundo onduló en un estallido de colores: verde, marrón, azul, amarillo...

En un momento dado, Gurias estaba yaciendo sobre una mesa en una sala asfixiante y repleta de humo, y al siguiente se encontraba encima de un suelo de tablones en una pequeña choza redonda iluminada por docenas de velas.

Las paredes quedaban medio escondidas por mesas repletas de parafernalia mágica: había retortas, ollas, jarras, frascos, cráneos, capullos, diminutos animales de relojería, estatuas, coronas, y muchas cosas más. Encima de las mesas había estantes igualmente repletos de libros de todos los tamaños y colores, y más cachivaches colgaban de las vigas.

Trabajando en una mesa había un hombre alto vestido con ropas oscuras y un hombre más bajo que tenía una nariz enorme y unas grandes patillas, y que bien podría haber sido medio elfo. Su atuendo incluía todos los colores del arco iris, y hacía pensar en un payaso.

—Bienvenida —dijo el hombre que vestía de oscuro.

Mangas Verdes sonrió y se puso de puntillas para besarle. El hombre de la nariz enorme desvió discretamente la mirada.

La archidruida señaló a Gurias, maniatado y sumido en un semiestupor.

—Éste es nuestro delincuente, el que fue identificado por vuestro palantir. Posee un hechizo de relámpago y puede paralizar. También controla unos cuantos hechizos menores, y el garrote puede dar una paliza moviéndose por sí solo.

El narizotas asintió.

—Será divertido experimentar con él.

—Recuerda lo que ocurrió con uno de tus experimentos, Tybalt —le advirtió Mangas Verdes.

Tybalt se estremeció.

—Lo recuerdo. ¿Le ponemos el casco?

Mangas Verdes asintió.

—Si es necesario, sí. Era el matón de la aldea. No me extraña que le trataran con tanta ferocidad.

La joven druida contempló al infortunado y apaleado muchacho que yacía en el suelo.

—Si quieres aprender magia, joven hechicero, aprende esto: hasta que aprendas a ser tu propio dueño, tendrás muchos señores.

—Tiene suerte de estar vivo para poder oírlo —murmuró Tybalt.

Se mantuvo vuelto de espaldas mientras Mangas Verdes volvía a besar al joven vestido con ropas oscuras y se iba. Mangas Verdes salió por la puerta y se fue por la derecha. La noche era muy negra, pero no llovía.

Tybalt hizo una señal con la cabeza al joven alto y silencioso, pero ocultó una sonrisa.

—¿Tendrías la bondad de soltarle, Kwam?

El otro estudiante de magia también ocultó una sonrisa mientras utilizaba un cuchillo de mesa para cortar las ligaduras de Gurias.

El maltrecho hechicero se incorporó lentamente y se frotó las muñecas mientras calculaba la distancia que le separaba de la puerta. Gurias fue recuperando las fuerzas poco a poco. Ninguno de los dos estudiantes pareció darse cuenta de ello. Kwam y Tybalt estaban muy ocupados examinando su garrote mágico.

Gurias se levantó de un salto, moviéndose tan silenciosamente como un gato, y corrió hacia la puerta. En tiempos no muy lejanos había sido el campeón de carreras de su aldea, y si podía conseguir una ventaja inicial lo bastante...

Salió disparado por la puerta, pisó el diminuto escalón de madera del exterior y saltó hacia el suelo, invisible en la oscuridad.

Y entonces se dio cuenta de que se encontraba en la copa de un árbol enorme.

Las ramas le azotaron la cara y las hojas se le fueron quedando entre los dedos mientras caía y caía y caía, gritando durante todo el trayecto..., hasta que chocó con una red colgada entre dos ramas seis metros más abajo. Una pierna y un brazo se deslizaron a través de un agujero de la malla, por lo que Gurias aterrizó de bruces sobre las ásperas fibras de cáñamo. Su corazón volvió a palpitar, latiendo con un pulso lento y errático. ¡Estaba vivo!

Y humillado.

A seis metros por encima de su cabeza, Tybalt y Kwam reían, chillaban y lloraban de pura hilaridad. El rostro de Gurias se puso tan rojo como una llama por debajo de sus morados mientras su cuerpo subía y bajaba lentamente dentro de la red.

—¡Oh, me encanta cuando hacen eso! —aulló Tybalt.

_____ 2 _____

Immugio avanzaba a través del ejército como las montañas que lo habían engendrado. La tierra temblaba bajo sus enormes pies, y a cada paso que daba éstos se hundían sus buenos quince centímetros en el barro, los despojos, la basura y las cenizas que rodeaban a la ciudad amurallada. Su mano empuñaba un látigo confeccionado con toda una piel de buey y provisto de nueve largas trallas. Originalmente Immugio había incluido garfios de hierro en las puntas, pero el látigo mató a los cuatro primeros soldados que había castigado con él. Immugio necesitaba soldados para que le hicieran el trabajo sucio y para poder azotarlos. Un señor de la guerra necesitaba tener a su alrededor alguien a quien dar órdenes.

Ya llevaba una semana dando órdenes, y disfrutando enormemente con ello. Immugio azotaba a sus tropas mientras aullaba órdenes, y le gustaba ver cómo se retorcían y trabajaban más deprisa..., para asegurar su triunfo.

El ejército estaba formado por centenares de combatientes, la mayor parte de ellos orcos y trasgos que había sacado de las colinas, pero también incluía a un numeroso contingente de hombres a los que había esclavizado y que consistía en una repugnante banda de treinta rebanadores de cuellos con los que se había encontrado mientras desempeñaban los feos oficios de salteadores de caminos y ladrones, siempre dispuestos a atacar una caravana de comerciantes o caer sobre una granja aislada, auténtica escoria que gozaba con la tortura, la violación, el saqueo y el incendio. Immugio utilizaba su látigo con ellos tan frecuentemente como lo hacía con sus orcos. Mientras le obedecieran, no le importaba en lo más mínimo que le odiasen.

Y pronto gobernaría toda una ciudad. En aquella llanura de las tierras altas, en el centro de aquellos campos devastados y oprimida por el oscuro cielo otoñal, se alzaba Myrion, una pequeña ciudad amurallada y muy bien defendida por sus habitantes. Los myrionitas luchaban valerosamente y habían hecho retroceder al abigarrado ejército de Immugio cuatro veces en seis días. Pero Immugio estaba aniquilando poco a poco a sus fuerzas, desgastándolas como la lluvia desgasta a una montaña. El hambre y la fatiga no tardarían en imponer su ley inexorable, y entonces los orcos y los renegados se abrirían paso a través de los muros y la puerta, y disfrutarían profanando la ciudad.

Por eso Immugio azotaba a sus hordas de orcos para que usaran las catapultas, ballestas gigantes e ingenios de zapa construidos a toda prisa. En la retaguardia los renegados se esforzaban entre el barro, sudando a pesar del frío viento para construir una torre de asedio con un gran ariete en el vientre. Esa máquina de guerra por fin cambiaría el curso del asedio y permitiría que el ejército de Immugio estuviera dentro de la ciudad al mediodía del día siguiente.

Pero no destruirían la ciudad, o al menos no del todo, pues Immugio planeaba esclavizar a algunos supervivientes para convertirse en su dueño y señor y ser respetado.

Hijo de una ogresa de la tribu de la Mano Corta, él mismo era un producto de la violación, pues la tribu de los ogros había padecido una incursión de gigantes pétreos llegados del oeste. El físico de Immugio indicaba con toda claridad esa herencia mixta. Poseía la altura de un gigante, pero tenía la espalda encorvada de un ogro. Su larga cabellera negra era tan áspera como la cola de un caballo y tenía una abundante barba, junto con los colmillos de un ogro. Su atuendo consistía únicamente en un par de pieles de oso sin curtir colgadas alrededor de las caderas, pero suspendido de su grueso cuello y bajando sobre su pecho había la máscara de muerte del gigante que fue su padre, el violador que lo había engendrado. Immugio había seguido las huellas del gigante, emboscándose y matándolo a traición. Después había separado su rostro de su cráneo mientras moría y lo había secado encima de una hoguera de rescoldos, por lo que cuando el ogro-gigante bastardo avanzaba con paso atronador a través de aquel terreno lleno de inmundicias parecía haber no uno, sino dos rostros hoscos y amenazadores.

Immugio usaba su látigo, su astucia y su magia para hacer que otros se sometieran y sufriesen, porque no conocía nada más aparte de eso. En toda su vida jamás había conocido la paz o una palabra amable. Al ser mestizo y crecer en la tribu de su madre, sus rasgos de gigante le acarrearon el ridículo, quemaduras, huesos rotos y más de una piedra lanzada contra él. Cuando por fin adquirió toda su talla de gigante, Immugio rompió muchas cabezas para devolver todos aquellos malos tratos y se vio obligado a huir de su hogar. Cuando se encontró con la tribu de su padre, su parte de ogro hizo que recibiese el mismo tratamiento. En consecuencia, y después de haber matado a su padre como gesto de despedida, Immugio se fue hacia el sur.

Y descubrió algo nuevo.

Quizá hubiera sido alimentado por el odio o quizá hubiera sido engendrado por la extraña mezcla de las dos sangres, pero Immugio descubrió que tenía el poder de afectar a la tierra que le rodeaba y al cielo que se extendía sobre su cabeza. Con sólo un gesto y un pensamiento, el ogro-gigante podía hacer caer rocas desde los picachos, o hacer venir nubes por encima del horizonte y conseguir que derramaran lluvia y nieve. Podía desenraizar árboles y derrumbar cavernas, desviar ríos y encontrar el oro, la plata, el plomo y el cobre mediante el olfato.

Y fue entonces cuando decidió que haría pagar muy caro al mundo todos los sufrimientos y dolores que le había infligido. Immugio empezó en el sur, en las tierras altas, allí donde moraban los humanos, aquellas criaturas débiles y frágiles que ponían su fe en el suelo. Se convertiría en su rey —lo cual no sería nada difícil—, y después regresaría al norte desde un nuevo reino, provisto de nuevas armas y nuevos poderes, y mataría a todo el Pueblo Alto. Entonces sería el único gigante existente en todos los Dominios y los hombres no sabrían que era un mestizo bastardo, sino que le considerarían un ser poderoso y cuasidivino.

Y aquella ciudad iba a ser la primera piedra sobre la que avanzaría en su camino. Pero Immugio había descubierto que los humanos, aunque pequeños e indefensos en solitario o en parejas, podían ser condenadamente tozudos y llenos de recursos cuando se agrupaban. También eran lo suficientemente listos para enviar piedras y flechas contra un gigante, como averiguó cuando dirigió el primer ataque lanzado sobre los muros, y ésa era la razón por la que Immugio había pasado a dirigir su ejército desde la retaguardia y hacía avanzar a los hombres y los orcos impulsándolos con su látigo. También se hallaban impulsados por la codicia y además los renegados anhelaban venganza, pues muchos de ellos eran criminales que habían sido expulsados de la ciudad y que se reían mientras planeaban qué casas visitarían y cuáles serían los primeros ciudadanos a los que torturarían.

Immugio pensó con satisfacción que ya no deberían esperar mucho tiempo. Un día más y dejarían atrás la pestilencia metálica de sus propias basuras, entrarían a la carga en la ciudad...

Immugio se dio la vuelta. Los hombres que deberían haber estado construyendo la torre de asedio gritaban en la retaguardia, y sus voces estaban llenas de miedo.

El semigigante enseguida vio por qué.

Una hilera de soldados y jinetes surgida repentinamente de la nada se extendía a lo largo de un risco a un kilómetro por detrás de su ejército.

La hilera era tan larga como la serpiente gigante de las leyendas: había hombres, mujeres, caballos, centauros y una enorme estructura de madera, e incluso un gigante de dos cabezas. En su centro, rodeado por un anillo de lanceros, cabalgaba un hombre muy alto y robusto que mantenía apoyada sobre su hombro un hacha de doble hoja.

Immugio masculló una maldición. Se colgó el látigo del cinturón y se restregó los ojos con ambas manos, pero la aparición no se desvaneció. Sus orcos y renegados ya habían visto al ejército que se disponía a enfrentarse a ellos, y empezaron a lanzar alaridos de pánico. El nuevo enemigo no estaba formado por ciudadanos indefensos y unos cuantos soldados y guardias de la ciudad: estaban contemplando un ejército como el suyo, sólo que cien veces más potente. El ejército de Immugio rompió la formación como un solo hombre y echó a correr hacia las colinas, cavernas y cañadas que rodeaban aquella llanura de las tierras altas.

El jinete inmóvil en el centro del ejército alzó su hacha de doble hoja por encima de su cabeza y los clarines resonaron. Los tambores retumbaron y los soldados dejaron escapar un grito ensordecedor..., y atacaron.

La persecución había empezado, como sabuesos de guerra lanzados en pos de conejos lisiados. La primera y aterrorizada oleada de orcos verdigrises estaba llegando al comienzo de la meseta, cuando una larga y ondulante hilera de arqueras vestidas de negro alzó sus arcos hacia el cielo y dejó en libertad una línea de muerte siseante. En el extremo opuesto de la rosa de los vientos surgió una nueva fuerza de arquería, esta vez formada por elfos de cabellos negros y rostros solemnes vestidos con túnicas verdes tan relucientes y lustrosas como la piel de una serpiente. Brazos de piel pálida recubierta de tatuajes apoyaron las flechas en las cuerdas, y más orcos murieron.

Los renegados de la retaguardia, que hacía tan sólo unos momentos estaban tan sedientos de sangre humana, corrían hacia Immugio. Pisándoles los talones avanzaban falanges de infantería con plumas rojas, negras, azules o blancas en sus cascos. Sus pies hicieron temblar la tierra mientras progresaban en un implacable y rápido caminar, tan inexorables como un glaciar o como la muerte.

Immugio no tenía tiempo para ocuparse de sus aterrorizados soldados. Un gran contingente del ejército venía directamente hacia él.

El hombre alto y corpulento —el general del ejército que montaba un caballo gris y estaba rodeado por arqueros a caballo— gritó una orden. Su fuerza avanzó al galope, desplegándose alrededor de los soldados que iban a pie. Delante de ellos, en una oleada ondulante, atronaban cincuenta centauros con armaduras pintadas que empuñaban largas lanzas adornadas con plumas. Detrás del contingente del general avanzaban cincuenta hombres-caballo más.

BOOK: El sacrificio final
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