Authors: Matilde Asensi
—¿Pusiste el número de una de tus tarjetas de crédito como clave de seguridad? —pregunté incrédula. Era la cosa más simple y estúpida que había oído en mi vida.
—¡Bueno —protestó—, al fin y al cabo no los tengo apuntados en ninguna parte! ¡Los sé de memoria!
—¡Y tu hija también!
—Eso es verdad… Aunque entonces no caí en la cuenta. Ella sólo quería poder conectarse a Internet desde su habitación. Pero es una niña y, como todas las niñas, se puso a rebuscar en los ficheros de su padre. ¿Tú no hubieras hecho lo mismo?
En realidad, uno de mis grandes motivos de orgullo era el de haber conocido todos los escondrijos secretos que mi padre tenía en casa, aunque él, ingenuamente, creía conservar ciertas cosas a cubierto y alejadas de mi vista. Incluso la caja fuerte que mandó colocar en lo que ahora era mi despacho se abrió bajo mis manos infantiles como si fuera de juguete. La combinación, tan simple y estúpida como la clave de José, era la fecha de nacimiento de mi madre. —Está bien —murmuré dejándome caer en uno de los sofás—. Dame tiempo para asimilarlo. Pero con sinceridad te diré que no creo que pueda vivir tranquila a partir de ahora.
—Puedes vivir todo lo tranquila que tú quieras. Depende de ti. El mes pasado, Amalia también sabía todo sobre el Grupo de Ajedrez y tú dormías apaciblemente en tu cama. ¿Qué ha cambiado?
—¡Que ahora sé que estoy en peligro!
—¡Pero es que no estás en peligro, maldita sea! —tronó, dando un rabioso puñetazo sobre el respaldo del sofá en el que yo me encontraba.
—¡No se te ocurra gritarme —chillé— ni, mucho menos, dar golpes a los muebles!
Me miró sorprendido y se quedó paralizado un segundo… Pero sólo un segundo, porque antes de que me diera cuenta, había saltado sobre mí como un salvaje, soltando una estruendosa carcajada.
—¡Ana, Ana, Ana…! —repetía mientras nos besábamos.
—Papá… —La sangre se me heló en las venas. La condenada mocosa estaba allí.
José, de un brinco tan rápido que no me dio tiempo a verlo, se puso de pie y miró a su hija con zozobra y culpabilidad. Pero él aún tuvo suerte: yo estaba tumbada en el sofá en una posición muy poco digna y con el pelo y la ropa revueltos.
—Papá, tengo hambre. ¿Habéis cenado ya? Amalia nos miraba desde la puerta del salón con cara de fastidio.
—¿Dónde estabas? Creíamos que habías salido.
—En mi habitación. Hablando con Joan. Tenía la puerta cerrada.
—¿Con Joan? —pregunté aterrorizada. ¡Sólo faltaba que alguien más hubiera estado escuchando la conversación (y lo que no era conversación) entre José y yo!
—Por el IRC —me aclaró su padre, que me había leído el pensamiento—. Joan vive en Washington. Amalia practica el inglés con ella.
—Bueno, ¿habéis cenado? ¡Tengo hambre! No sabía si debía esperaros o no.
—¿Os apetece pizza? —propuse terminando de arreglar discretamente mi aspecto—. ¡Me comería una pizza enorme con mucho
peperoni!
Por los ojos de Amalia cruzó un rayo de esperanza.
—Papá no me deja comer pizza. Pero hoy, a lo mejor…
José frunció el ceño pero se dio cuenta de que estaba en una posición delicada.
—Bueno. Cenaremos pizza.
Amalia soltó una exclamación de alegría y, mirándome, sonrió. Quizá no fuera una niña tan terrible después de todo.
Media hora después, los tres nos sentábamos en torno a una enorme pizza familiar de
peperoni,
rezumante de grasa, que regaríamos con unos cuantos botes de coca-cola. No era exactamente lo que yo llamaría una cena romántica con el hombre con el que acabas de empezar una aventura, pero, dadas las circunstancias, era lo mejor que se podía pedir. Al día siguiente volvería a casa y ¿quién sabe cómo terminaría todo aquello? Me dije que, al menos, en Weimar estaríamos solos.
José estuvo hablándonos de un reloj que estaban a punto de traerle para reparar y cuyo proyecto le entusiasmaba. Se trataba de un reloj de autor desconocido, probablemente de finales del siglo XVI, realizado en Amberes.
—¡Es una joya, Amalia! ¡Ya lo verás! —explicaba a su hija, entusiasmado—. Tiene forma de león y los ojos, de rubí, se mueven con las horas. La maquinaria dispone de cuerda para tres días, sonería para los cuartos y despertador. ¡Una maravilla! A finales de los años cincuenta se rompió el doble sistema de transmisión de las esferas, la horaria y la que marca las fases de la luna, pero creo que podré arreglarlo.
—¿Dónde tiene las esferas? —pregunté para no quedarme fuera de la conversación.
—En los lomos, ¿dónde si no? —se sorprendió José, mientras Amalia miraba a su padre y asentía con la cabeza.
—Me gustaría ver tu taller, José.
—Después de cenar. Aunque deberíamos empezar a pensar en Weimar, Ana.
Hundí un enorme pedazo de pizza dentro de mi boca para disimular el disgusto. Tendría que acostumbrarme a hablar delante de la niña de lo que hasta ahora había considerado el secreto mejor guardado del mundo.
—No tenéis… mucho tiempo… —articuló Amalia, engullendo su bocado con ayuda de un trago de refresco. El avión que me llevaría de vuelta a Madrid salía a las cinco y media de la tarde del día siguiente.
—En realidad —aclaró José—, Ana es la experta. Yo sólo soy un ayudante.
—Es poca cosa —atajé, intentado quitarle importancia—. Organizar el viaje, hacer listas de cosas necesarias, decidir lo que hay que comprar…
—¿Tendréis ayuda exterior? —preguntó Amalia corno si la cosa no fuera con ella, cogiendo otro pedazo de pizza de la caja.
—¿Ayuda exterior? —se sorprendió su padre.
—Alguien tiene que estar fuera mientras vosotros estáis dentro, ¿no? Por si os pasa algo, por si necesitáis algo…
Y dio una gran dentellada a la blanda porción. José y yo nos miramos extrañados y, tras unos instantes, se hizo la luz, simultáneamente, en nuestras cabezas:
—¡No! Ni se te ocurra pensarlo siquiera —declaró él.
—¡Tu hija, José, tiene unas ideas realmente peregrinas!
—Mi hija va a dejar de tener ideas de cualquier clase como siga diciendo tonterías.
Amalia nos miró candorosamente. Me recordó a Ezequiela cuando ponía la cara de dulce anciana incomprendida.
—¡Pero si no he dicho nada! —puntualizó con indignación.
—¡No ha hecho falta! —replicó su padre con tono de pocos amigos—. ¡Te hemos leído el pensamiento!
—¡Vaya! ¡Ahora resulta que ya no eres tú solo! ¿Es que ya no sabes hablar en singular, papá? —exclamó ella, poniéndose de pie y encarándose a su padre.
José la contempló largamente.
—Vete a tu habitación —le ordenó con calma. —¿Por qué? —quiso saber ella, desafiante.
—Por la mala intención que has puesto en tus palabras, por gritarme a mí y por ofender a nuestra invitada. Creo que son razones suficientes para castigarte —le pasó la mano varias veces por el brazo con un gesto conciliador y, luego, añadió—: Ahora vete.
—Podría pensar que sólo quieres quitarme de en medio...
¡Mocosa chantajista!, pensé.
—Pero no lo harás porque sabes que no es ése el motivo de mandarte a tu cuarto. Si hubiera querido estar a solas con Ana, no habríamos venido a cenar contigo.
José era un buen padre, de eso no cabía duda, y Amalia lo sabía, por eso se volvió hacia mí con cara seria y dijo:
—Lo siento.
—Está bien —acepté con una ligera sonrisa—. No pasa nada.
—Buenas noches.
—Buenas noches —contestamos al unísono su padre y yo.
En cuanto la oímos cerrar la puerta de su habitación, José me cogió la mano por encima de la mesa.
—Yo también quiero disculparme.
—No tienes por qué —pero en sus ojos había verdadero pesar. Le arreglé el pelo con los dedos de mi mano libre y me acerqué para darle un beso rápido en los labios—. Escucha, José, nadie dijo que fuera fácil. No somos dos jovencitos libres de responsabilidades. Cada uno tiene su vida, su casa, su trabajo… ¡Tú tienes incluso una hija adolescente! —y ambos nos reímos—. ¿Qué quieres de mí, de esta relación? ¿Te lo has llegado a plantear? Me miró y se inclinó a besarme.
—¿Sonaría terriblemente convencional decir que te quiero, que quiero casarme contigo y tener más hijos?
—Sí, creo que sí.
—Entonces ¿qué quieres tú?
—Quiero... —me detuve, pensativa—. Creo que quiero seguir como hasta ahora, aunque, por supuesto, viéndote más a menudo.
—¿Quieres que gastemos nuestro dinero en aviones?
—Sí —murmuré—. Cualquier otra cosa sería demasiado complicada.
—Pero podría ser peligroso para el Grupo. Roi se opondrá rotundamente.
Bajé la cabeza y dejé que el pelo me ocultara la cara, pero José me lo apartó, sujetándomelo detrás de la oreja.
—Hay muchas cosas que Roi no sabe ni tiene por qué saber —afirmé, y me refería no sólo a nuestra relación, sino también a lo que Amalia conocía sobre el Grupo de Ajedrez.
José tomó aire y miró al techo. Yo también me quedé en silencio. Supongo que ambos barajábamos los pros y los contras de mi propuesta, que era, sin duda, la más sensata. ¿Acaso podría él dejar Oporto, su
ourivesaria
y vivir lejos de su hija? ¿Y yo, podría yo dejar Ávila, mi hermosa tienda de antigüedades, mi vieja casa y arrastrar a Ezequiela a otro país, lejos de su mundo? Y todo ese esfuerzo ¿por qué?, ¿por una relación que acababa de empezar? Prefería vivir cinco días de la semana añorándole y dos a su lado que la semana completa pensando que nos habíamos equivocado. Además, ¿qué era eso de que quería tener más hijos…? ¿Quién quería hijos? Desde luego, yo no.
—Está bien... —accedió—. Pero sólo como solución temporal. Quiero que sepas que haré todo lo posible por convencerte.
—¿Todo lo posible...? —Sonreí.
—Todo lo posible y también lo imposible. Y voy a empezar ahora mismo...
Aquella noche, por supuesto, tampoco trabajamos.
La luz que entraba por la ventana me despertó. Yo dormía siempre con la persiana completamente bajada, pero José no, así que, aunque sólo habían transcurrido dos horas desde que nos dormimos —el despertador de la mesilla de noche marcaba las nueve y diez minutos—, abrí los ojos y parpadeé aturdida en aquella habitación llena de juguetes mecánicos.
A esas tempranas horas de aquel domingo, Oporto descansaba todavía, pues la ruidosa avenida estaba silenciosa y podía oírse con claridad el canto de los pájaros. Miré a José, que, con los ojos cerrados y el pelo revuelto, dormía profundamente a mi lado. Su respiración era tranquila y su brazo derecho descansaba rodeando mi cintura. Intenté moverme despacito para observarle mejor pero apretó el abrazo, como si, en mitad del sueño, temiera que me separara de él. Quizá me había enamorado de un tipo posesivo, me dije preocupada, y una sonrisa luminosa se dibujó rápidamente en mis labios: era ya demasiado mayor para no saber apreciar los gestos del amor. Así que cerré los ojos, pegué mi cuerpo al suyo —que, sin despertarse, me recibió encantado— y me dejé mecer por el letargo. Unos pasos firmes se oyeron, de pronto, en el pasillo, acercándose a gran velocidad. Abrí los ojos de par en par, notando cómo mi pulso se disparaba y cómo mi alarma interior empezaba a descargar altas dosis de adrenalina en sangre. Un par de golpes retumbaron sobre la madera de la puerta.
—¿Estáis despiertos?
—¡No! —grité, tirando hacia arriba del edredón para cubrirnos a José y a mí.
—¡Vale! Son las nueve y cuarto. He hecho café y tostadas.
—¡Queremos dormir! —gritó José sin abrir los ojos y atrayéndome más hacia sí.
—Bueno, pero no habéis preparado el trabajo de Weimar —la voz se alejaba por el pasillo—. ¡Luego, papá, dime que yo tengo que ser responsable!
—Odio a esa niña... —balbució su padre, besándome, y luego, levantando la voz, exclamó:— ¡Podrías traernos el desayuno a la cama!
—¡Ni se te ocurra! —mascullé angustiada.
—¡Soy demasiado joven para ver ciertas cosas! —rezongó Amalia desde lejos.
—¡Menos mal!
Tardamos un rato en salir de la habitación —por la ducha y esas cosas—, pero al fin entramos en la cocina con un aspecto limpio y presentable. Olía estupendamente a café recién hecho. Amalia estaba sentada junto a la mesa comiendo una tostada con mantequilla y leyendo un libro. Vestía de nuevo con vaqueros y deportivas, pero lucía un largo y viejo jersey desbocado de un horrible color verde aceituna. Con su pelo tan negro le hubiera quedado mucho mejor otro color más alegre. Su padre se inclinó para darle un beso y ella puso la mejilla.
—¿Vais a trabajar en el taller o aquí arriba? —quiso saber sin despegar los ojos del libro.
—En el taller. Así se lo enseño a Ana y no te molestamos. Tú también tienes cosas que hacer, ¿no es cierto?
Amalia arrugó el ceño y asintió con la cabeza.
—Mañana tengo dos exámenes. Inglés y matemáticas.
Me llevé una taza de café al taller de José, que estaba situado en la trastienda de la elegante
ourivesaria
y al que accedimos por una angosta escalera de caracol desde la propia vivienda. La
ourivesaria
era amplia, distinguida, con grandes expositores llenos de joyas de todas clases, que brillaban, incluso, con la pobre luz que entraba a través de los intersticios de la persiana metálica. Pisé con cuidado la impoluta moqueta. Tenía la sensación de encontrarme en el salón del trono de algún palacio real.
—Tendrás un buen sistema de seguridad… —comenté admirada.
—¡Y un buen seguro contra robos! —exclamó, y ambos nos echamos a reír.
Pero si la joyería me había deslumbrado, el taller me fascinó. Hubiera podido jurar que acababa de ver a Isaac Newton saliendo por la puerta trasera de la mano de Leonardo da Vinci: mezcla de moderno laboratorio y viejo estudio medieval, aquella amplia sala llena de mesas sobre las que descansaban los más extraños artilugios, me encantó. Fui de un banco a otro, de un autómata a otro, de un microscopio a otro como una bola de billar contra las bandas. No me cansaba de examinar los bruñidores, las lamparillas de alcohol, las incontables cajas de engranajes, de manecillas, de muelles, las delicadas y finas cuerdas de seda… Había relojes antiguos por todas partes y juguetes mecánicos. Las estanterías de las vitrinas se pandeaban bajo el peso de las piezas que tenía acumuladas José, algunas de las cuales debían valer una fortuna. Si hubiera podido sacarle una fotografía a aquel taller, la habría hecho ampliar y la habría enmarcado para colgarla en la pared de mi estudio.