Conforme iban ascendiendo, el bosque de hayas se hacía más y más denso y apenas podían orientarse entre la espesura. Con lazos de telas de colores iban marcando la ruta seguida, para después tener claros los hitos de referencia a la hora del descenso. El sol brillaba en lo más alto cuando salieron del bosque de hayas a un enorme canchal de piedras cubiertas de líquenes verdosos, al final del cual se alzaba la cumbre. La tenían allá enfrente, apenas a mil pasos de distancia, pero parecía tan lejana como una quimera.
Unas amenazadoras nubes se cernían sobre el monte, como carroñeros cuervos sobre despojos. Decidieron hacer un alto para reparar fuerzas y consumieron carne ahumada, queso, almendras, nueces y galletas de mantequilla y miel. Reemprendieron la ascensión por el cantorral, trepando entre los peñascos con cuidado, a fin de evitar los desprendimientos que pudieran producirse. Mediada la tarde alcanzaron la cima. No era una cresta, como habían imaginado, sino una superficie de más de dos millas de longitud. Desde allíse divisaba un amplio panorama. Tenían a la vista casi todo el reino e incluso podían discernir al norte las cumbres nevadas de los Pirineos, donde radicaban los pamploneses y aragoneses. El aire era fresco pero agradable y las nubes pasaban veloces sobre sus cabezas. Hacia el oeste quedaban las tierras musulmanas de Soria, frontera occidental del reino de los Banu Hud, y más allá Castilla.
—Parecía más dura la subida —dijo Abú Amir.
—Este último tramo lo es —añadió Juan.
—Debemos regresar o se nos echará la noche encima.
—Creo que nos va a caer encima de cualquier modo.
Antes de comenzar el descenso se postraron en el suelo sobre sus mantas de viaje y vueltos hacia el sureste, hacia donde Juan indicó que estaba la ciudad santa de La Meca, rezaron en el nombre de Dios, el Clemente, el Misericordioso, el Altísimo. El sol había iniciado ya el declive hacia el ocaso y las sombras se prolongaban alargadas sobre el suelo rocoso.
El descenso por el canchal, aunque más rápido que el ascenso, fue mucho más peligroso. Uno de los soldados pisó en falso en una de las rocas que al desprenderse lo arrastró durante varios metros, sufriendo magulladuras y cortes superficiales, además de una torcedura de tobillo. Hubo que aplicarle un improvisado vendaje y asegurarle con firmeza el pie.
Apenas habían alcanzado los primeros árboles, a menos de media milla de distancia observaron una silueta maciza y peluda de color marrón oscuro, que se deslizaba entre las piedras bordeando el hayedo.
—¡Un demonio, un yin! —gritó uno de los soldados señalando hacia aquella forma peluda.
—¡Es un genio ífrit! —exclamó otro.
—Los demonios y los genios fueron creados por Alá de fuego de viento abrasador, y aquí no hay nada de ello. Es un oso —indicó Juan—, hay algunos ejemplares en esta montaña.
El animal desapareció en la espesura con una rapidez impropia de su volumen.
Siguiendo las señales dejadas alcanzaron el claro del bosque junto a la fuente. Jalid los recibió alborozado señalando a la cima y diciendo que les había visto ascender por la empinada pendiente. Se detuvieron unos momentos, sólo los necesarios para refrescarse, rezar y recoger los pertrechos. Subieron a lomos de las mulas e iniciaron el camino de regreso a Tarazona por la senda. Pasaba la media noche cuando entraron en la medina por la puerta de Hierro. En la zuda les aguardaba al-Muqtádir con cara de pocos amigos.
—¡Desaparecido! —clamó el rey—. El príncipe heredero desaparecido durante un día completo.
—Pero, padre, tú me diste permiso para ir —se excusó Abú Amir.
—Sí, te lo concedí, pero por vuestra tardanza creí que os había ocurrido algún percance. Estos malditos campesinos no hacían sino murmurar sobre no sé cuántos demonios prestos a devoraros en cuanto os adentraseis en el bosque. ¿Por qué no empleas tus energías en el noble arte de la cetrería en vez de malgastarlas subiendo a una montaña?
—Mi señor —repuso Juan—, lo único parecido a un demonio que vimos fue un oso.
—¡Un oso! ¿Era grande? —inquirió al-Muqtádir.
—Estaba lejos, a más de media milla. Pero sí, parecía muy grande —dijo Juan.
Los ojos del monarca, hasta entonces chispeantes por el enfado, se encendieron. Su rostro cambió de semblante y se tornó de enojado a interesado.
—Un oso. Dentro de dos días iremos a cazar osos —sentenció el rey—. Ahora marchaos a dormir, os hará falta.
Los dos amigos se fueron directos a la cocina, donde, fuera de todo protocolo, se prepararon con sus propias manos, y ante los ojos incrédulos de los cocineros, una copiosa pero modesta cena a base de huevos revueltos con ajos, espárragos silvestres, carne de venado y compota de manzanas.
—Eres muy hábil, Juan. Sabes como nadie desviar la atención hacia lo que te interesa. Al comentar el asunto del oso, has evitado el enfado de mi padre y la regañina que tenía preparada —dijo Abú Amir en tanto daba buena cuenta de una sabrosa costilla.
—Tu padre estaba preocupado por tu tardanza. Eres el heredero del trono, el garante de la continuidad de la dinastía de los Banu Hud alegó Juan.
—No soy ningún niño. A mi edad mi padre ya era rey, y si yo muero todavía queda mi hijo Ahmad, o alguno de los demás hijos de mi padre —protestó el príncipe.
—Muchos príncipes no han vivido lo suficiente para ser reyes, no lo olvides —repuso Juan.
Pese a que al-Muqtádir ya había entrado en la cincuentena, trepaba entre las piedras con tanta agilidad como los soldados más jóvenes. Habían pasado toda la noche cabalgando desde Tarazona hasta alcanzar un valle en cuyo tramo superior aseguraban los lugareños que había varias guaridas de osos. El amanecer a esas alturas era frío y los cazadores, en torno a una veintena, caminaban ateridos entre las rocas y los matorrales. Un mozárabe de un poblado del valle alto del río Huecha guiaba la partida.
—Esta es la senda de los osos, Majestad —aseguró el montero—. Si encontramos algunas huellas tendremos la pista que nos conduzca hasta una osera.
Rastrearon durante horas hasta que por fin encontraron unos excrementos recientes y unas huellas de garras que el mozárabe aseguró que pertenecían a un oso. Los cazadores se desplegaron en semicírculo en derredor de una cueva a la que se dirigían las pisadas. Se mantuvieron apostados en espera de que sucediese algo. Juan y el príncipe compartían el mismo puesto y ambos portaban sendas lanzas, que les servían a la vez de cayado, y espadas cortas.
—Ese maldito oso no va a salir —se quejó al-Muqtádir impaciente.
—Seguramente nos habrá olfateado, Majestad —dijo el guía—, y se siente seguro en su cueva.
—Entonces habrá que obligarle —ordenó el rey.
Varios soldados encendieron unas ramas y recogieron hierba y ramas verdes en abundancia que acumularon a la entrada de la cueva, arrimándola en un lateral.
—Es preciso que se produzca humo, pero no llamas. Si el oso ve que hay fuego no saldrá señaló el mozárabe.
Minutos después un denso humo blanquecino ocultaba la entrada de la cueva. Los cazadores esperaron excitados durante un tiempo. Los arcos tensos, las lanzas dispuestas, los ojos fijos en la entrada de la gruta, los músculos prestos a la acción, la respiración contenida, los tendones hinchados al máximo, los labios prietos, el corazón acelerado y la sangre palpitando a borbotones en las sienes; tal era el estado en que se encontraban en aquellos instantes.
De pronto se oyó un bramido y una enorme masa de piel taheña surgió entre la humareda agitando las zarpas delanteras al aire. El oso se alzó desafiante entre la densa cortina de humo. Movía su colosal cabeza de un lado a otro y abría sus enormes fauces anunciando que no iba a rendirse sin combatir. Al-Muqtádir salió de su escondrijo entre las rocas y se colocó ante la bestia, apenas a medio centenar de pasos. El capitán que mandaba los soldados, al observar la acción de su rey, acudió presto junto a él con la espada en la mano. El monarca indicó con un gesto que se apartara. Todos los soldados apuntaron con sus arcos hacia la fiera pero al-Muqtádir ordenó gritando que nadie disparara una sola saeta. El rey avanzó un poco más hacia la cueva, cogió una flecha de su aljaba, tensó su arco y fijó el punto de mira en el cuello del animal. No podía fallar. Si la flecha no daba en el blanco o lo hacía en un lugar no letal, el oso se abalanzaría sobre él y a esa distancia no podría esquivar la acometida. El mortífero proyectil recorrió la treintena de pasos en menos de un pestañeo y se clavó en la garganta del oso, atravesándole el cuello. El oso rugió herido de muerte e inició un amago de carrera hacia su verdugo. Pero sólo pudo dar unas zancadas. Antes de que alcanzara siquiera la mitad del trecho que lo separaba de al-Muqtádir, cayó rodando por la ladera.
Todos vitorearon el nombre del rey, que de pie en medio de aquel paisaje alzó su arco sonriendo. Sólo Juan se dio cuenta entonces de que en la entrada de la cueva dos cachorros se movían inquietos. Todos los cazadores habían acudido a contemplar aquel enorme cuerpo peludo que todavía se convulsionaba entre estertores de muerte. Juan cogió a un osito debajo de cada uno de sus poderosos brazos y los apartó de aquella escena. Por un momento pasó por su cabeza la imagen del escudo que tantas veces había visto en su casa de Bogusiav, el blasón de los Tir con un oso gris rampante sobre un brillante fondo azul. Era claro que la madre había muerto por defender a las crías, que se había autoinmolado sabedora de que no tenía ninguna oportunidad, pero esperanzada en que su sacrificio quizá pudiera servir para salvar a su prole.
Con la piel de la osa sobre una mula, la carne despedazada en sacos y los dos oseznos en dos capazos, uno con Juan y otro con el príncipe, los cazadores descendieron de la montaña e hicieron noche en un castillo, aguas abajo del valle. Al día siguiente, mediada la tarde, regresaron a Tarazona.
—Tu trabajo aquí ha sido magnífico, Juan. He decidido que ya has estado demasiado tiempo fuera y que debes retornar. Dispón lo necesario para que alguien te suceda como jefe de la Escuela y regresa a Zaragoza. Tómate el tiempo que necesites y comunícame el nombre de tu elegido para que reciba el nombramiento oficial. Mañana partiremos hacia la corte. El invierno no tardará en aparecer y para entonces quiero estar en Palacio. El gobernador de la ciudad me envió dos muchachas para que calentaran mi cama durante mi estancia aquí. Quédatelas si quieres hasta que regreses; son hermosas y expertas amantes.
La comitiva real partió en una ventosa mañana otoñal. Los habitantes de la ciudad se congregaron para despedir a su rey. Extendida sobre una mula parda destacaba la piel de la osa y en una carreta, dentro de una jaula de barrotes de madera, gruñían los dos ositos, asustados ante tanto gentío; en otra aleteaban los halcones.
Juan devolvió al gobernador a las dos muchachas. Realmente eran bellas y dignas de un rey, pero tenía suficiente con Asma. En los días que siguieron a la partida de al-Muqtádir, resolvió los asuntos pendientes, organizó el trabajo de los próximos meses de los traductores y dio consejos a quien había designado como nuevo jefe de la Escuela, el más aventajado de sus alumnos, un brillante joven llamado Yusuf ibn Hawsab, que había sido pionero en la Escuela y había venido con Juan desde Zaragoza para su fundación.
En cuanto se recibió la confirmación del nombramiento de su sucesor, Juan se dispuso a regresar a la capital. Ordenó a Jalid que recogiera sus pertenencias personales de la casita y la entregó al gobernador en el mismo estado, y aún mejorado, que la había recibido. Se despidió de Asma con ternura y le regaló el huerto de frutales y olivos, a cuya sombra habían pasado tantas plácidas tardes de verano, un valioso alquicel de piel de marta y una bolsa con treinta dinares. Asma lloró desconsolada y le pidió que la llevara con él, que así podría servirle siempre, que sería su esclava fiel hasta la muerte. Juan le dijo que no era posible y se despidió con un beso. Había decidido hacer caso de la recomendación que Abú Yafar le hizo en Toledo: «Disfruta del cuerpo de esa joven, tómala cuantas veces quieras, pero después olvídala».
Los criados encargados del mantenimiento de la casa de Juan la habían cuidado con esmero y parecía que por ella no había pasado el tiempo. El jardín estaba triste por la proximidad del invierno, pero ese detalle carecía en aquellos momentos de importancia. La primera noche durmió con la serenidad que produce el deber cumplido y el cálido ambiente que sólo proporciona el fuego de la chimenea del propio hogar al regreso de una larga ausencia.
Como era preceptivo, Juan solicitó audiencia real y fue recibido de inmediato. Al-Muqtádir lo confirmó en sus cargos de subdirector del observatorio y director de la biblioteca de Palacio, y le comunicó que desde entonces su salario sería de dos dinares diarios, lo que constituía una verdadera fortuna.
En los días siguientes visitó a Ibn Paquda e Ibn Buklaris, con quienes retornó las tertulias y los paseos por la alameda, y se reincorporó al trabajo en el observatorio con Abú Yafar. También acudió a casa de Yahya, a quien regaló un par de libros traducidos en Tarazona para que siguiera enriqueciendo su biblioteca. Se interesó por Abú Bakr, a quien Ibn Paquda había educado durante los dos años de ausencia de Juan, y por el pequeño Ismail, que seguía correteando por la casa con espadas de madera en la mano, soñando con emular a su hermano mayor en los campos de combate contra los cristianos. Pero no logró ver a Shams.
Al-Muqtádir se reunió repetidas veces con sus consejeros durante aquel invierno. El reino hudí era poderoso pero necesitaba más y más dinero para afrontar los crecientes gastos. Además, los comerciantes ya no ocultaban su descontento con la política del Estado, que exigía tributos sin ofrecer ninguna compensación.
—Necesitamos conquistar nuevas tierras y abrir nuestro reino hacia Levante —expuso al-Muqtádir en una reunión en el salón del trono del Palacio de la Alegría ante media docena de consejeros, entre los que estaban el príncipe Abú Amir y Juan—. Denia y Valencia son dos reinos ricos pero de escaso poderío militar. La incorporación de esas dos taifas al reino de los Banu Hud calmaría la inquietud de los mercaderes, proporcionaría cuantiosos ingresos a las arcas del tesoro y nos convertiría en el más extenso de los reinos andalusíes. Si dominamos toda la costa, desde las tierras del conde de Barcelona hasta las del rey de Murcia, podremos negociar con los cristianos en igualdad de condiciones.