—Debemos responder con contundencia, Majestad. El ejército os es fiel y os seguirá en el combate —asentó el general Umar, que se había pasado con parte de sus tropas al bando de Mundir.
—No estoy seguro de poder derrotar a mi hermano. Nuestras fuerzas son inferiores a las suyas, además tiene de su parte a ese caballero castellano llamado Rodrigo Díaz con sus mesnadas. Antes de iniciar las hostilidades debemos asegurar nuestra retaguardia. Si iniciásemos la lucha sin cerrar un pacto con el conde de Barcelona estaríamos cogidos entre dos espadas y seríamos una presa fácil para cualquiera de los dos. Si logramos atraernos la amistad del conde y la del rey de Aragón tendremos las manos libres y será mi hermano quien se encuentre atrapado.
—Pero, señor, si damos el primer golpe gozaremos de una posición de privilegio. Muchos soldados ahora adictos a al-Mu'tamín, en cuanto vean que soy yo quien dirijo vuestro ejército, desertarán y se pasarán a nuestro lado. Vuestra Majestad es más querido entre los soldados, mucho más atraídos por un rey de hierro, de voluntad firme y ánimo decidido como vos, amante de la guerra y de la acción, que por vuestro hermano, más preocupado por los libros y los números que por la vida entre la milicia —expuso Umar.
—No menospreciéis a mi hermano, general. Quizá no sea un soldado, pero tiene una inteligencia fuera de lo común y si la emplea en el arte de la política y de la milicia las cosas no serán tan fáciles para nosotros. No os engañéis, no somos tan poderosos como para derrotarle con un solo golpe de mano —dijo Mundir.
—Tenemos más de dos mil hombres preparados para el combate y podemos reclutar otros tantos en menos de un mes —alegó el general Umar.
—Mi hermano podría reunir tres veces esa cantidad en una semana. Si no conseguimos la ayuda de Aragón y Barcelona, o al menos su compromiso de no atacarnos mientras luchamos entre nosotros, nunca podremos derrotar a al-Mu'tamín —acabó Mundir dando por zanjada la conversación.
En Zaragoza al-Mu'tamín se reunió con sus consejeros en el Palacio de la Alegría. Nada más acceder al trono había nombrado un consejo privado compuesto por el visir Ibn Hasday, Ibn Buklaris, Ibn Paquda y Juan ibn Yahya.
—Amigos —comenzó el rey—, mi hermano ha rechazado, como ya esperábamos, la entrega de sus posesiones a nuestro dominio. Se siente fuerte y seguro de su poder. Nuestra situación es difícil. Nos encontramos entre dos poderosos vecinos, castellanos y aragoneses, ambos codiciosos por incorporar estas tierras a sus señoríos. En esta tesitura la posición de mi hermano es muy cómoda. No dudo de sus intenciones; sé que está intentando forjar una alianza con Sancho Ramírez de Aragón y con el conde de Barcelona para presionarnos por todos los flancos y ahogarnos poco a poco. Nuestras posibilidades de maniobra no son muchas.
—Debemos emplear a Rodrigo y a sus caballeros como fuerza de choque —asentó Juan—, y debemos hacerlo antes de que Mundir logre organizarse.
—Antes hemos de reforzar la frontera; el general Umar tratará de convencer a Mundir para lanzar un ataque relámpago contra Zaragoza supuso Ibn Hasday.
—Quizá sea lo más prudente señaló al-Mu'tamín.
En ese momento se anunció a Rodrigo Díaz. El caballero castellano vestía una corta túnica de lino morado y una capa granate. Tenía unos cuarenta años. Era de baja estatura pero de complexión robusta. Sus manos, grandes y gruesas, no estaban proporcionadas con la altura de su cuerpo, pero sí con los brazos musculosos. Sus anchas espaldas y sus fuertes hombros indicaban claramente que realizaba abundante ejercicio físico. Su cabeza era grande y el cuello corto y grueso. En su rostro, cubierto por una espesa barba de pelo negro, como el de sus cabellos, destacaban unos aguileños ojos pardos de mirar profundo y altivo. La nariz y los labios, finos y delicados, contrastaban con el resto de su cuerpo hasta tal punto que si se contemplaban con detalle parecían pertenecer a otra persona. Su caminar era enérgico y decidido, y al andar apoyaba sus piernas, ligeramente arqueadas, asentando las plantas de los pies con firmeza, como si quisiera asegurar cada paso antes de iniciar el siguiente.
Rodrigo se postró con la rodilla en tierra ante el rey y lo saludó:
—Majestad, acabo de recibir vuestra nota —habló el de Vivar en un aceptable árabe.
—Sed bienvenido —dijo al-Mu'tamín a la vez que con un ademán de sus manos lo invitaba a incorporarse—. Creo que ya conocéis a mis consejeros.
Rodrigo los saludó con una leve inclinación de cabeza.
—Estábamos discutiendo sobre cuál ha de ser nuestra táctica con respecto a la rebeldía de mi hermano Mundir —continuó el rey—. Sabemos que está fraguando una alianza con Aragón y con Barcelona e incluso que ha enviado agentes a los condes de Cerdaña y Urgel. No me cabe la menor duda de que está intentando encabezar una gran coalición contra Zaragoza.
—En ese caso, Majestad, deberíamos actuar deprisa añadió Rodrigo.
—¿En cuánto tiempo podríais tener listos a vuestros hombres para acudir a defender la frontera de Lérida? —preguntó Juan.
—Creo que en siete días, cinco si nos apresuramos.
—Hacedlo. La próxima semana saldréis hacia Lérida y defenderéis nuestras posiciones hasta que acudamos con el grueso del ejército —ordenó al-Mu'tamín.
El rey Sancho Ramírez de Aragón, que había acordado un pacto con el de Lérida, fue informado por sus agentes de las intenciones de al-Mu'tamín. El monarca cristiano montó en cólera cuando supo que Rodrigo Díaz encabezaba la vanguardia del ejército que se dirigía hacia la frontera de Lérida con intención de fortificarla. Aseguró que el castellano no se atrevería a avanzar hacia los cristianos y que incluso no saldría de Zaragoza. Pero Rodrigo, como estaba previsto, progresó hacia el este y fortificó el castillo de Almenar.
Sancho Ramírez marchó con su ejército hacia Monzón, cuyo gobernador era adicto a al-Mu'tamín, y acampó a unas cuantas millas de este poderoso castillo, jurando que no dejaría que Rodrigo entrase en la villa. El caballero castellano, con el ejército aragonés a la vista, entró en Monzón, cuya población lo acogió con entusiasmo. Sancho Ramírez, a quien se acababa de sumar el conde Berenguer II de Barcelona, contempló en la distancia y sin hacer nada por evitarlo cómo el de Vivar se asentaba en la villa.
Mundir, desde Lérida, llamó en su ayuda a varios señores cristianos. Ante la promesa de fuertes sumas de plata y oro acudieron el conde de Cerdaña, el hermano del conde de Urgel y varios señores de Besalú, Ampurdán, Rosellón y Carcasona, todos ellos con decenas de caballeros y centenares de infantes. El ejército de Mundir, reforzado por los mercenarios cristianos, salió de Lérida y sitió el castillo de Almenar, donde Rodrigo había dejado a un grupo de su hueste.
El de Vivar había ganado el castillo de Escarp, al suroeste de Lérida, siguiendo el plan trazado para la fortificación de la frontera. Allí se enteró por un mensajero que Mundir había sitiado a los de Almenar. De inmediato envió una misiva a al-Mu'tamín poniéndole al corriente de la situación y comunicándole la gravedad del cerco de Almenar, añadiendo que si se perdía este castillo todo el plan se vendría abajo.
Al-Mu'tamín actuó entonces con el valor y el arrojo que se le suponían al heredero de los Banu Hud. En apenas cuatro días organizó el ejército y él mismo salió en vanguardia hacia el este. Juan, por primera vez en su vida, se vistió con la cota de malla y empuñó una espada, cabalgando en cabeza de la columna de caballería, inmediatamente detrás del rey. La imponente figura del eslavo destacaba por su altura. Montaba un caballo de los que solían usar los cristianos, más grande y pesado que los ligeros y veloces corceles árabes, pues quedaba un tanto ridículo sobre el pequeño alazán que en principio le habían asignado. En su interior sentía bullir la sangre guerrera del linaje de los Tir.
En la villa de Tamarite los esperaba Rodrigo. El encuentro de los dos amigos fue alegre, pese a la gravedad de la situación. En la fortaleza de esta villa diseñaron los planes a seguir.
—Majestad —dijo Rodrigo—, nuestra situación es difícil, muy difícil. Vuestro hermano asedia Almenar con un poderoso ejército compuesto por sus propias tropas y las de varios señores catalanes. En el castillo resiste un grupo de nuestros soldados, y cerca de Monzón están acampados los ejércitos del rey de Aragón y del conde de Barcelona.
—Atacaremos a Mundir y levantaremos el sitio de Almenar; hay que socorrer a esos hombres —aseveró con firmeza el rey de Zaragoza.
—Las fuerzas enemigas son muy superiores a las nuestras. En estas condiciones creo que no podemos enfrentarnos a ellas se lamentó Rodrigo.
—Atacaremos —se reafirmó al-Mu'tamín.
—Señor —intervino Juan—, don Rodrigo tiene razón. Nos superan en número y además están asentados sobre el terreno desde hace días. Gozan de demasiadas ventajas.
—Yo siempre he sido partidario del combate y nunca he rechazado la batalla, pero en este caso las condiciones son desiguales; debemos actuar con prudencia —añadió Rodrigo.
—Si no combatimos, ¿qué otra cosa podemos hacer?
—Creo no ofenderos si os propongo que ofrezcáis a vuestro hermano un tributo para que levante el cerco de Almenar. Opino que aceptará. Con ese dinero podrá pagar a los señores cristianos que lo apoyan y se retirará a Lérida. Si ocurre así, tendremos más tiempo para organizarnos —razonó Rodrigo.
Al-Mu'tamín se dirigió hacia la ventana y apoyó su mano en el alféizar. Ante él se extendían los ocres tejados de Tamarite y más allá los amarillos campos de rastrojos recién segados. Se mantuvo en silencio, fijos los ojos en el horizonte, y transcurrido un largo intervalo de tiempo giró hacia Rodrigo y Juan que se mantenían expectantes.
—De acuerdo. Le ofreceremos diez mil monedas de oro, creo que será suficiente.
—¡Es un triunfo, es un triunfo! —gritaba Mundir alborozado—. Me ofrece diez mil dinares si levanto el sitio de Almenar. Mi hermano humillado, pagándome tributo. ¡Cuánto tiempo he deseado que llegara este momento!
—Majestad —intervino el general Umar—, creo que no deberíais aceptar el oro. Tenemos Almenar en nuestras manos; su conquista es sólo cuestión de días. Si aceptáis el tributo no habremos logrado nada y vuestro hermano, tan sólo por diez mil dinares, habrá fortificado la frontera como era su propósito. Si ahora permitimos que lo logre, será muy difícil desbancarle después.
—El general Umar tiene razón —intervino el conde de Cerdaña—. Además, ¿por qué conformarnos con una miseria cuando tenemos todas las riquezas del reino de Zaragoza a nuestro alcance?
El resto de los señores cristianos asintieron codiciosos y aprobaron las palabras del de Cerdaña.
—Si estáis todos de acuerdo, señores, no tengo ninguna objeción. Comunicaré a mi hermano que rechazamos su propuesta —finalizó Mundir.
La negativa a levantar el sitio de Almenar a cambio del tributo desconcertó a Rodrigo.
—¡Se niegan a aceptar el dinero! Esto no lo esperaba —lamentó.
—En cuyo caso, no nos queda otro remedio que atacar —observó al-Mu'tamín.
—Habrá que trazar un plan. Son superiores a nosotros; si nos enfrentamos en campo abierto y en una batalla pactada no tendremos ninguna posibilidad —indicó Rodrigo.
—El rey de Aragón y el conde de Barcelona han sido avisados de que Mundir ha rechazado el tributo y se dirigen hacia Almenar para compartir la victoria que creen segura. Si atacamos el mismo día de su llegada tendremos la sorpresa de nuestro lado. Nadie pensará que nuestra carga se vaya a producir cuando se agrupen todas sus fuerzas; creo que en ese momento el enemigo será más vulnerable porque se relajará en la vigilancia ante la inminencia del éxito —dijo Juan.
—¡Vaya! —se sorprendió Rodrigo—. Conocía vuestra habilidad como diplomático, pues os mostrasteis brillante para convencerme en la entrevista que sostuvimos en Atienza, pero ignoraba vuestra capacidad para la táctica militar. Aunque vuestro cuerpo es formidable, vuestras manos son finas y suaves, no parecen las de un soldado sino las de un hombre de letras o las de un clérigo. Un ulema como vos no suele entender de guerras.
—He estudiado el desarrollo de decenas de batallas en las obras clásicas. Conozco bien los movimientos que Alejandro Magno, Aníbal, Julio César o Belisario realizaron en cada una de sus grandes victorias. Vos deberíais leer algunos tratados sobre el arte de la guerra. En muchas batallas la táctica fue el factor decisivo, en otras el valor y el arrojo de los soldados y de sus generales, pero en no pocas intervino la sorpresa de manera determinante, en especial en aquellas en las que los vencedores partían en clara inferioridad numérica, como es nuestro caso.
—Rodrigo —señaló al-Mu'tamín—, dirigid el ejército hacia Almenar y sorprended a nuestros enemigos.
—Lo haré, Majestad —afirmó el de Vivar con el convencimiento del que está seguro de la victoria.
Los soldados de Rodrigo Díaz cayeron sobre el campamento de los confiados sitiadores de Almenar al amanecer. La mayor parte dormía en sus tiendas agotada por los festejos del día anterior. Armados con espadas cortas y con cuchillos largos, los zaragozanos de Ibn Hud y los castellanos del de Vivar embistieron a catalanes, aragoneses y leridanos con rapidez y fiereza, sin darles apenas tiempo a defenderse; muchos fueron degollados al lado de sus lechos sin que hubieran podido empuñar sus espadas.
En apenas unos minutos el campamento se convirtió en una turbamulta en la que hombres semidesnudos corrían alocadamente de un lado a otro incapaces de organizar la defensa. A la primera carga de los soldados de a pie armados con puñales, siguió una de caballería encabezada por el propio Rodrigo. Los jinetes, equipados con lanzas y largas espadas, arremetieron contra los que corrían entre las tiendas, causando una enorme matanza.
Los supervivientes huyeron dejando abandonado un rico botín. En la refriega fue capturado el conde Ramón Berenguer II de Barcelona, que Rodrigo condujo en persona hasta Tamarite, donde esperaba al-Mu'tamín.
—Majestad, hemos vencido —anunció Rodrigo orgulloso.
—Sabía que lo lograríais —asentó al-Mu'tamín.
—Os traigo a Ramón Berenguer de Barcelona, lo apresamos en pleno combate —Rodrigo hizo una seña para que acercaran al conde.
Ramón Berenguer II apareció escoltado por Muño Gustioz, cuñado de Rodrigo, y Álvar Fáñez y Pedro Vermúdez, sus sobrinos. Vestía una camisa de lino y unas calzas de cuero marrón; le habían dejado una capa bermeja para cubrir sus hombros. Estaba claro que el conde había sido sorprendido en pleno lecho, sin tiempo para equiparse con la cota de malla.