El salón dorado (53 page)

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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

BOOK: El salón dorado
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—Pienso que sería conveniente respetar el trazo que diseñó ibn Yusuf —alegó Juan—. Este edificio fue concebido como un todo y se tuvieron en cuenta muchas variantes. Cambiar algo sería romper con las disposiciones originales y alterar la unidad del conjunto.

—Bueno, los cambios son menores. No suponen sino una adaptación al nuevo estilo. Por eso —continuó Said señalando los nuevos planos—, los cinco arcos del proyecto original del pórtico los he ampliado a seis, los cuatro centrales más grandes y los dos de los extremos menores, pero de la misma traza polilobulada. Las columnas geminadas irán separadas por unos pilares de sillares de alabastro, para dar una mayor fuerza al conjunto.

—No lo entiendo —interrumpió Juan—. Hace un momento decíais que vuestra pretensión era dotar de mayor agilidad y movimiento al pórtico y ahora presentáis unos soportes muy macizos, de una menor «movilidad y dinamismo», como vos mismo decís, que los alzados originales.

—Mi buen amigo, el movimiento y la gracilidad se traslada a la zona de los arcos. La parte inferior es maciza para resaltar el vano del arco. Ahí es donde radica toda la fuerza y la energía del pórtico. Fijaos en las filigranas de arquerías entrelazadas y de yesos decorados —indicó señalando el boceto—, comprobad el juego de macizos y vanos que se superponen al colocar sobre la vertical de los pesados pilares de alabastro unos vacíos a modo de ventanas geminadas que descongestionan la rotundidad y el abigarramiento de los compactos arcos.

—Pero el pilar central os queda justo de la puerta. Con los planos anteriores, al salir por esa puerta se encontraría el visitante el amplio vano del arco central de los cinco previstos, gozando así de un primer golpe de vista limpio y diáfano del patio, mientras que con los nuevos planos se dará de bruces con el pilar central de los seis —indicó Juan.

—De eso se trata —repuso el arquitecto—. Lo que pretendo es que el juego que se inicia en el laberinto, e incluso antes en el patio de la entrada, continúe hasta el final. Si se ejecutara el proyecto original la puerta daría casi directamente al patio, y el pórtico diseñado por Jalid ibn Yusuf se convertiría en un verdadero arco triunfal. ¿No pretenderéis que un embajador que venga a ver a nuestro rey penetre en el patio a través de un arco de triunfo como si se tratara de un emperador de la antigua Roma?

—No, pero…

—Esta nueva solución deja el pórtico sur como una nueva estancia, un espacio que vertebra la sala de espera con el patio y que contribuye a aumentar la ofuscación del obnubilado visitante. Así desembocará en el patio no como un conquistador triunfante sino como un sumiso súbdito de Su Majestad. Se verá obligado a doblar el cuello e inclinar la cabeza para ver qué tiene delante y dónde está. Con una entrada así nadie podrá irrumpir de manera altiva, con la cabeza erguida y la mirada frontal. Creo que entendéis lo que trato de hacer.

—Sin duda. Vuestra idea es aceptable, pero la armonía del edificio pierde mucho —apostilló Juan.

—No se trata de crear un espacio armónico, sino de asombrar, de amedrentar, de hacer del edificio un emblema vivo del poder de los Banu Hud —sentenció el arquitecto.

El monarca se mostró de acuerdo con las modificaciones del proyecto original. El malagueño realizó una encendida y brillante defensa de las variaciones que introducía en la obra y nadie osó replicar nada en contra. Sólo Juan repuso que a él le parecía más equilibrado el diseño del pórtico original, pero aceptó sin más alegaciones los cambios.

Varios meses después el pórtico sur y algunas obras menores en escaleras, jardines y estancias finalizaban. Al-Muqtádir podía disfrutar enteramente de su particular paraíso.

3

El trabajo en el observatorio del gran torreón cuadrangular del Palacio de la Alegría ocupaba ahora casi todo el tiempo de Juan. Como subdirector del mismo era el encargado del mantenimiento de los aparatos y de la anotación de las variaciones astronómicas. Vivía más de noche que de día. Cada tarde, después de la oración del magrib, subía a la azotea con el instrumental científico, buena parte traído de Toledo, y observaba incansable el cielo. Su jornada de trabajo era la contraria a la de la mayoría de los hombres de la ciudad. Se acostaba a la salida del sol y dormía hasta después de mediodía. Su fiel Jalid le servía la comida en el jardín de casa y tras leer algo de poesía o de filosofía se trasladaba hasta el Palacio de la Alegría. Además, un par de tardes cada semana recibía al jovencito Abú Bakr ibn Bajja, su discípulo, el hijo de su antiguo amo Yahya ibn al Sa'igh. El muchacho, cuya brillantez intelectual crecía día a día, había cumplido ya los once años y seguía las lecciones con los niños de su edad en la escuela de la mezquita de Abú Yalid, pero todas las tardes, por indicación de Juan a Yahya, complementaba su educación con lecciones de profesores especializados. Juan le explicaba filosofía, Tabit ibn 'Abd Allah al-Awfí lo introducía en la aritmética y el jovencísimo Alí ibn Mas'ud al Jawlaní le explicaba los fundamentos del derecho islámico.

El ascenso de Juan continuaba. Hacía unas pocas semanas que el príncipe Abú Amir le había propuesto como director de la biblioteca palatina y al-Muqtádir lo había ratificado. De nuevo ejercía dos cargos y de nuevo la tarea se multiplicaba.

Su nuevo puesto la biblioteca le permitió pasar mucho tiempo junto al príncipe heredero. El joven hayib estaba más preocupado por su formación intelectual que por su futuro destino como rey de la taifa, por lo que pasaba muchas horas entre los libros y en compañía de Juan. El príncipe Abú Amir se inclinaba de manera notoria hacia las matemáticas. Estaba realmente obsesionado por los números y por las fórmulas numéricas. Le apasionaban el cálculo y la aritmética y sostenía que el conocimiento de las leyes por las que se rigen los números es sin duda el camino para lograr la armonía en el universo. Discutía con Juan durante horas y horas sobre las leyes que dirigen el movimiento de los planetas y de las estrellas y mantenía que estaban sujetos a leyes matemáticas. Sostenía que la combinación de los números de manera exacta era el mejor indicador de la perfección.

Muchas tardes solían cenar juntos y en no pocas ocasiones se añadían Ibn Paquda, Ibn Hasday, el visir hebreo, y el hakim Ibn Buklaris. Todos habían sido discípulos de al-Kirmani, el viejo maestro cuyo recuerdo siempre estaba presente en sus tertulias. Transcurrían tiempos de paz y sosiego.

Pero un acontecimiento penoso vino a alterar la calma de la corte en aquellos sosegados meses. Al-Muqtádir había designado hacía una década a su hijo, el príncipe y hayib Abú Amir, como heredero en sus reinos. Este príncipe era de carácter pacífico y amable, enamorado del estudio y del cultivo de la ciencia. Juan estaba convencido de que si no hubiera sido porque su padre deseaba que él lo sucediera, no hubiera movido ni un solo dedo por alcanzar el trono de Zaragoza. Era hijo de una de las esposas cristianas de al-Muqtádir, una dulce y bella princesa navarra de cabello de oro que se había convertido al islam al quedarse embarazada del monarca. Abú Amir era el hijo primogénito de al-Muqtádir, pero sólo unos cuantos meses mayor que su hermano Mundir, hijo de otra esposa, una sevillana de cabello negro azabache y fuerte carácter. Mundir era altanero y violento. La orgullosa sevillana, la segunda esposa en orden de prelación después de la navarra, había educado a su hijo en la intolerancia y el resquemor. Desde muy niño le había inculcado el sentimiento del odio hacia su hermano mayor y le repetía sin cesar que él era mucho mejor que su hermano y que estaba más preparado para ejercer como rey que el hijo de aquella melindrosa infiel. La sevillana aseveraba que por sus venas corría la sangre del Profeta, pues, según aseguraba, sus antepasados habían pertenecido a la familia de Mahoma. Los caracteres opuestos de los dos hermanos habían chocado desde pequeños, y a pesar de los amagos de enfrentamiento que Mundir realizaba de vez en cuando, la prudencia y la serenidad de Abú Amir habían logrado hasta entonces evitar la pelea abierta.

A media tarde paseaban por los jardines exteriores del Palacio de la Alegría el príncipe Abú Amir y Juan. Discutían sobre los cálculos efectuados por Aristarco contenidos en la obra ilustrada adquirida en Toledo. Juan, entusiasta seguidor del astrónomo griego desde que en Constantinopla leyera su libro prohibido, sostenía que los cálculos del sabio de Samos eran correctos. Según Aristarco, la Luna tenía un diámetro en torno a un tercio del de la Tierra y la distancia entre ambas era ligeramente inferior a diez diámetros terrestres. En cuanto al Sol, su diámetro era casi siete veces mayor que el terrestre y la distancia entre ambos unos ciento ochenta diámetros. El príncipe se mostraba de acuerdo con la medida de la Luna, pues los cálculos realizados mediante trigonometría parecían exactos, pero no en cuanto al tamaño del Sol y a las distancias entre la Tierra y los otros dos astros. Si el tamaño de la Luna era el que se obtenía mediante los cálculos trigonométricos, la distancia tenía que ser necesariamente mayor, al menos tres veces mayor, es decir, unos treinta diámetros. Sobre el Sol, Abú Amir afirmaba que era mucho mayor, quizá más de cien veces mayor que el diámetro terrestre y, desde luego, en ese caso la distancia entre ambos estaría por encima de los diez diámetros. Estaban acordando dedicarse juntos a resolver estos problemas cuando apareció el príncipe Mundir sobre un caballo alazano. Vestía ropa de montería y en su mano izquierda, con un grueso guante de cuero, portaba un halcón.

—Vaya, vaya. He aquí a los dos inseparables tortolitos —comentó irónico Mundir, altanero desde su corcel.

—Buenas tardes, Alteza —contestó deprisa Juan.

—¿Has ido de caza, hermano? —preguntó amable Abú Amir.

—Sí. Y por lo que veo también tú —aseveró burlón Mundir.

¿Qué quieres decir? —inquirió Abú Amir que comenzaba a mostrar un semblante serio ante semejantes chanzas.

—¿No es acaso tu trofeo ese pichón? —preguntó señalando con la cabeza a Juan.

—Ten cuidado con lo que dices, hermano. No olvides que estás hablando con el hayib de la ciudad y príncipe heredero —asentó con firmeza Abú Amir.

—Lo eres, pero no vales para ese puesto. Los débiles deberíais refugiaros entre faldas de las mujeres. Tal vez tú lo hagas entre las piernas de este garañón eslavo.

—Retira inmediatamente lo que has dicho y pide perdón o me veré obligado a…

—¿A qué? —cortó tajante Mundir—. ¿A denunciarme ante nuestro padre? Acaso crees que esa puta navarra a cuya entrepierna debes tu designación va a seguir protegiéndote…

En ese momento la paciencia de Abú Amir desbordó su límite y se lanzó sobre su hermano desmontándolo del caballo. Los dos príncipes rodaron por el suelo enzarzados en un combate de puñetazos, patadas y empellones. El halcón encapuchado, ajeno a cuanto se le venía encima, había caído debajo de las patas del rocín, que encabritado por los gritos de los dos hermanos corcoveó y piafó, pisoteando a la rapaz y aplastándola contra el suelo. Juan intentaba separar a los dos enconados combatientes y enseguida se formó un amasijo de brazos, piernas, cuerpos y cabezas. El eslavo, pese a su tamaño y corpulencia, apenas podía mantener separados a los hermanos y ante la tesitura que se planteaba optó por la vía expeditiva. En un momento en el que Mundir mostró descubierto su rostro, Juan le lanzó un puñetazo directo a la mandíbula con toda la fuerza de que fue capaz. El golpe lo fulminó y cayó como un pelele al suelo ante la contundencia del puño del eslavo.

—No sabía que pegaras tan fuerte —dijo Abú Amir.

—Yo tampoco —contestó Juan.

—Habrá que llevarlo a Palacio y dar cuenta de este incidente a mi padre.

Al decir esto, el príncipe heredero señaló a varias decenas de personas que se habían acercado a una distancia prudencial para contemplar la riña de los dos hermanos.

—Sabía que iba a ocurrir esto, lo sabía —gritaba al-Muqtádir entre grandes zancadas en el salón de recepciones del Palacio de la Alegría—. Mis dos hijos revolcándose en el fango como mujerzuelas.

Delante de él estaban en pie los dos hermanos y Juan, todavía con las ropas rotas, llenas de polvo y con restos de la sangre que Mundir había vertido por la nariz tras el contundente golpe.

—Y tú —gritó dirigiéndose al eslavo—, ¿no pudiste hacer nada por evitarlo?

—Fue todo demasiado rápido, Majestad.

—¿Y cómo fue? —inquirió al-Muqtádir.

—Permitidme, Majestad, que guarde silencio —dijo Juan.

—¿Qué dices?, que te permita guardar silencio. Con quién te crees que estás hablando, desagradecido. Te ordeno que cuentes lo que tus ojos vieron tal y como ocurrió —clamó al-Muqtádir cada vez más irritado.

—Padre —intervino Abú Amir—, dejadme que sea yo quien…

—No —cortó tajante el rey—. Habla, Juan.

A Juan no le quedó otro remedio que contar lo que había visto y oído, aunque omitió el insulto proferido por Mundir hacia la esposa del soberano.

—No podéis estar juntos. Sois como el agua y el fuego —reflexionó unos instantes y prosiguió—. Mundir, prepárate para partir. Te nombro virrey de Tortosa. La próxima semana marcharás con un destacamento del ejército hacia esa ciudad que gobernarás en mi nombre. No quiero que os matéis el uno al otro, al menos hasta que yo muera.

—Pero, padre —protestó Mundir—, yo no deseo abandonar la corte.

—No me importa nada lo que tú desees. Haz lo que te digo o no vivirás para contarlo —sentenció al-Muqtádir—. Lo que más siento es la muerte del halcón, era uno de los mejores. Y ahora retiraos.

Tal y como había ordenado el rey, el príncipe Mundir partió hacia Tortosa con el nombramiento de virrey bajo el brazo, pero con el odio hacia su hermano enraizado en lo más hondo de su corazón.

Superado el episodio del enfrentamiento entre los dos hermanos, la corte recuperó la tranquilidad al-Muqtádir gozaba de su palacio y de las fiestas que en él se celebraban. Envejecía lentamente, como un viejo león que se recuesta a la sombra de una palmera después de haber cazado una buena presa. En el Palacio de la Alegría se mezclaban oportunamente el placer y la ciencia. Pacificado el reino y aseguradas las fronteras, al-Muqtádir se dedicó con intensidad a saborear los frutos de su política.

La corte rezumaba sabiduría y ciencia por doquier. Todos los días, después de la oración de mediodía, la salat al-zurh, el rey departía en los patios, salones y jardines del Palacio de la Alegría con decenas de filósofos, astrónomos, matemáticos, poetas y hombres de toda clase de ciencias, muchos de los cuales recibían favores y dádivas del monarca. Tampoco faltaban los aduladores y los que atraídos por la magnanimidad del soberano mecenas pululaban a su alrededor en busca de una prebenda o de unas monedas. Todos los días, a primeras horas de la mañana, despachaba con los altos funcionarios los asuntos del reino y después sentenciaba los casos que le llegaban tras haber pasado por los cadíes, y siempre que hubiera habido alguna reclamación.

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