El salvaje y otros cuentos (12 page)

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Authors: Horacio Quiroga

Tags: #Clásico, Cuento, Drama, Fantástico, Romántico

BOOK: El salvaje y otros cuentos
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Comenzó bruscamente:

Yo estaba entonces en París… Y tenía veintinueve años. Baudelaire me dijo una noche:

—Tengo que recomendarle un salón… La señora de L. S. tiene locura por usted. Y un famosísimo piano. Iremos una noche de éstas.

Fuimos allá. El piano era en realidad muy bueno. Pocas veces oí ejecutado con voces tales algo mío.

La segunda noche, al concluir de tocar un trozo de mi primera ópera, alcancé a ver un minúsculo auditor que ya la primera vez se había inmovilizado en un rincón, casi a mi espalda.

Volví la cabeza, y una criatura huyó corriendo a través de la sala.

—¡Berenice, locuela! —llamó la señora de L. S.

—¡Ah! —exclamó Baudelaire—. Es la pequeña. ¿Usted cree tener un admirador más febril que ella? No lo va a hallar nunca.

—¡Tiene locura por la música! —apoyó la dueña de casa—. ¡Vamos, Berenice! ¿Tendré que ir a buscarte?

Y trajo, en efecto, violentándola casi, a la pequeña, que se detuvo ante mí, jadeando y ensombrecida de emoción.

Era una criatura de nueve o diez años, evidentemente bella, aunque hasta ese momento su hermosura no superara en un grado a la de las criaturas de su edad.

—¡Ahí lo tienes, a tu amor! —exclamó la madre—. ¡Míralo bien!

—¡A ver, veamos! —le dije, cogiéndola del mentón levantándole la cara. Sus ojos, hasta ese momento huyentes, se volvieron por fin, y desde el rostro echado atrás, su honda mirada se fijó en mí.

Hay miradas que uno siente en los ojos, y nada más; que se detienen allí y no miran sino nuestra pupila. La de aquella criatura iba más allá, llegaba hasta mis sienes, me abarcaba totalmente.

Bajé la mano, y Berenice huyó corriendo.

—La música es buena; el hombre, no —comentó Baudelaire, mientras levantaba un ancho lazo desprendido de la cintura de Berenice—. ¿Lo quiere? —agregó tendiéndomelo—. No es una corona de laurel, pero no vale menos.

—¡Oh! —exclamó la dueña de casa, emocionada—. ¡Si este lazo pudiera un día de gloria hacerle recordar esta casa… y a mi pequeña Berenice!

Guardé el lazo. A la velada siguiente (íbamos muy a menudo) la criatura no apareció. Cuando nos retirábamos, la señora de L. S. me dijo sonriendo:

—Tengo un encargo para usted. Mi hija quiere hablarle a solas. No ha querido acostarse… Lo espera en el vestíbulo.

En la penumbra, una sombra blanca me aguardaba.

Me acerqué, y esperé un instante; la criatura no levantaba los ojos.

—¿Y bien? —le dije.

Continuó inmóvil.

—¿Qué quieres de mí, pequeña?

Igual inmovilidad e igual silencio.

—¡Entonces, me voy! —agregué.

—Váyase —me respondió secamente.

Pero cuando yo me había alejado ya tres pasos, me llamó.

—Mi lazo… —me dijo con voz sorda.

—¡Ah, el lazo! —respondí palpándome—. Es que creo no tenerlo… Sí, aquí está. Y buenas noches, señorita Berenice.

A la noche siguiente volví a verla en el vestíbulo, acechándome.

—¡Aquí está su lazo! —me dijo con voz entrecortada, tendiéndomelo. Y huyó corriendo.

Baudelaire, a quien conté el cúmulo de pasión y bizarría que había en la pequeña, me informó de que Berenice sufría de crisis nerviosas muy fuertes, y muy raras sobre todo. Sobre todo, muy raras. Algo de catalepsia, o cosa así.

Le observé que no era la música la llamada a calmar su sistema nervioso.

—Desde luego —me respondió—. La madre lo sabe, pero está loca de orgullo con la sensibilidad de su hija. Y, realmente, es extraordinaria… Pero no va a vivir mucho.

—¿Berenice? ¿Por qué? —le pregunté extrañado.

—No sé; con esa emotividad, y con música como la de usted, no se va lejos…

Después de aquel singular comienzo, nuestras relaciones no tropezaron más. Berenice no faltaba jamás a la sala, ni dejaba nunca de sentarse oblicuamente a mi espalda, casi arrinconada. Rara vez llegaba a descubrir su mirada sobre mí, porque la apartaba vertiginosamente apenas me volvía a ella.

Había momentos de tregua, sin duda, durante los cuales la criatura recobraba la frescura de sus años, y sus risas vivificaban nuestras violentas discusiones sobre arte.

Una noche, cansado de discutir, me retiré al piano, mientras los otros proseguían con un acaloramiento que duraba hacía dos horas. Rompí sobre el teclado no sé cuántas melodías italianas, y calmado al fin, tecleé aquí y allá; recordé un motivo, sentí otro nuevo, y poco a poco fui olvidándome de todo. Viví en el piano un cuarto de hora de completo abandono, y cuando levanté la cabeza, Berenice, demudada, toda la palidez del rostro absorbida por la insensata dilatación de los ojos, estaba a mi lado. Tendí la mano hacia ella, pero se apartó bruscamente, casi horrorizada. Creí que iba a caer; mas la exhausta criatura, reclinada en un jarrón, sollozaba con los ojos cerrados y las manos pendidas a lo largo del cuerpo.

La madre corrió, y recién entonces me di cuenta del silencio de la sala.

—¡Berenice, mi hija! ¡Te estás matando, mi criatura! —clamó la señora.

Berenice, rendida entre los brazos de su madre, sollozaba siempre sin abrir los ojos. La señora de L. S. la llevó adentro, y volvió enseguida, dirigiéndose a mí.

—¿Qué tocaba usted hace un momento? —me preguntó anhelante.

—No sé… —le respondí, bastante contrariado—. Motivos que se me ocurrieron…

La señora de L. S. volvió los ojos a todos.

—¡Pero es grandioso, eso! —exclamó.

Baudelaire, las manos cruzadas sobre las rodillas y los ojos en el techo, murmuró:

—Si es grandioso, no sé… Pero jamás han salido de hombre alguno cosas como las que acabamos de oír… La pequeña tiene razón.

Berenice tuvo al día siguiente uno de sus extraños ataques y ante mis serios temores por esa sensibilidad profundamente enfermiza, la madre sacudió la cabeza:

—¿Y qué quiere usted que haga? —me dijo—. No podría mi hija vivir sin eso… Es su destino.

—¿Y siempre ha sido así? —le pregunté.

—¿Es decir —me respondió— si otras músicas le hacen esa impresión? ¡Oh, no! El mérito de esta crisis, del vértigo que se apodera de ella en cuanto oye música suya, es de usted, puramente de usted. Antes sentía como todos; ahora se enloquece…

Este nuevo incidente, el recuerdo tenaz de la criatura y sus ojos de insensato sufrimiento y goce, grabaron profundamente aquel cuarto de hora de improvisación en el piano, y en una semana le di forma. Era algo bastante extenso; creo que muy poco congruente; pero había puesto en ello cuanto sentía.

Hablé de ello con Baudelaire, que oyó un trozo. Y como no se podía hallar mejor ambiente que aquel salón en que batallábamos sin tregua, se decidió ejecutar allí mi partitura.

Mi inquietud era extrema. Sentía oscuramente que había puesto allí toda mi alma en todo mi arte, y que se jugaba mi destino. Berenice llegó tarde, cuando ya la orquesta comenzaba el preludio. Un rato antes la señora L. S. me había dicho gravemente:

—Berenice está mal; no sé si permitirle que oiga… Está como loca desde que ha sabido… ¿Qué opina usted, sinceramente?

Sentí una impresión extraña de despecho y celos. Yo tenía veintinueve años, y la pequeña diez apenas… Pero no se trataba de eso.

—Ignoro —le respondí con sonrisa forzada—. No podría juzgar yo mismo…

La madre me miró serena y seriamente un momento, y se alejó.

Berenice… Apenas sonaron los primeros acordes, sentí su figura blanca a mi lado. Estaba de pie, apoyada con las dos manos en el brazo de mi sillón, y me miraba en silencio, muy pálida.

—Quiero estar aquí… cerca de usted… —murmuró en voz sumamente lenta.

—¿Quieres sentarte? —le dije—. Voy a traer una silla…

—No, no… —repuso.

La partitura comenzaba, avanzaba. Pasión, locura de pasión gritada, delirada, se ha dicho a veces, demasiadas veces, que sobra en esa partitura…

Cerré los ojos un momento, y sentí enseguida la cabeza de Berenice que cedía, cedía hasta recostarse en la mía. Estaba blanca, y tenía por primera vez sus espléndidos ojos fijos en la luz. No parecía notar mi inquietud. Su cuerpo cedía más, y oí su voz, lenta y perdida:

—Quiero estar con usted…

—¿A mi lado? ¡Ven! —le dije.

—No; con usted… —murmuró.

Comprendí entonces, y la senté, como una criatura que era, en la falda.

—¿Estás bien así? —le dije.

Buscó un instante sobre mi pecho posición cómoda a su cabeza, y alzó entonces sus ojos hasta mí.

Mientras avanzó, se desarrolló y concluyó mi partitura, sus ojos no se apartaron de los míos, ni los míos se apartaron muchas veces de su mirada; ni hizo movimiento alguno, ni mi mano abandonó un instante la suya. Pero yo vi perfectamente, perturbado a mi vez por mi propia obra de fiebre, que la mirada de Berenice se encendía en la misma pasión que me había inundado a mí mismo al crear esa partitura. Sentí en mi brazo el calor de su tierna cintura, y vi que en el crepúsculo de sus ojos entornados no quedaban ni rastros de un alma de niña. Aquellos veinte minutos de huracanada pasión acababan de convertir a una criatura en una mujer radiante de juventud, de ojos ensombrecidos en demente fatiga.

Pero la partitura avanzaba siempre; sus gritos delirantes de pasión repercutían dolorosamente en mis propios nervios —todos a flor de piel—, y en ese galope cada vez más precipitado de locura de amor aullada en alaridos salvajes, sentí cómo el cuerpo de Berenice temblaba sin cesar; vi que la sombra de sus ojos bajaba ahora del párpado desmenuzándose en una redecilla de arrugas, y sentí que en su mirada no quedaban ya ni rastros de la mujer de veinte años, evaporada, quemada en un cuarto de hora de aquel vértigo de pasión.

Y la partitura seguía, subía. Yo mismo sentía mi propio cuerpo molido, destrozado, golpeado sin piedad. Y entre mis brazos, también sacudida en una remoción sin fondo y sin piedad, Berenice temblaba aún de rato en rato, con bruscas sacudidas que le hacían abrir un momento los ojos y mirarme, para cerrarlos de nuevo. Vi que la redecilla de arrugas invadía ahora todo el rostro, que su frente estaba ajada, y noté de golpe que ya no quedaban ni rastros de la mujer de cuarenta años, agotada por una vida entera de pasión, calcinada en treinta minutos por la explosión de alaridos salvajes que había cerrado la partitura.

Todo estaba concluido: en mis brazos, inerte, desmayada, en catalepsia, o no sé qué, tenía ahora una lamentable criatura decrépita, llena de arrugas.

Tenía antes diez años. En el espacio de hora y media había quemado su vida entera como una pluma en aquel incendio de pasión, que ella misma…

Mi vecino se detuvo, y miró largo rato a través de la ventana oscurecida. Luego concluyó, en voz más lenta y baja:

—Poco más tengo que decirle. La madre se llevó adentro aquel resto de calcinada gloria, y nunca más los he visto, ni lo he querido… Sé que ella, Berenice, continúa como aquella noche, muerta en vida… Y ahora, óigame: cuanto se ha dicho de esa obra mía: música de sensaciones; la pasión desbordada; locura de amor gritada sobre la carne; insistencia enfermiza y enfermante de golpear el mismo punto dolorido; obstinación salvaje en percutir sobre los nervios a flor de piel, hasta enloquecerlos; todo esto es o no cierto. Pero lo que puedo asegurarle —concluyó mi vecino señalando con la cabeza el retrato— es que jamás se ha hecho en mi contra un argumento de ese valor… Ahí, en ese cajón, hay una copia. Llévela, si quiere…

—Y esa partitura, maestro —le dije con voz trémula—, ¿es…?

—Sí —me respondió con la voz aún más sorda—. Después arreglé eso… Es
Tristán e Isolda

Mi viejo amigo el violinista sacudió la cabeza.

—Era en 1882 —murmuró—. Al año siguiente murió allí mismo, en Venecia… Y creo ahora —concluyó bajando la voz y contemplando el retrato— que el grande hombre tenía razón… La vida de esa criatura es el más terrible argumento en contra de su obra…

—¡Maestro! —le dije yo a mi vez con la voz trémula—. ¡Deme ese retrato!

El viejo violinista me miró un instante con triste y pensativa ternura, y sus ojos se humedecieron.

—Tómelo —me respondió—. Si hay fetiche alguno, él lo será para usted.

Salí temblando de emoción. ¡Isolda!… Del creador de esa partitura, yo no veía sino el ardiente genio vivificado, hecho carne en aquella criatura extraña que fue su arte mismo, y que en una hora se abrasó como el incienso sobre el pecho del héroe.

¡Berenice!… Y llevando el retrato a mi boca besé locamente, hondamente aquellos ojos tristísimos, que se habían cerrado en vida llevando al infinito del Amor, el Dolor y la Gloria, la sombra augusta de Wagner.

Fanny

Antes de cumplir doce años, Fanny se enamoró de un muchacho trigueño con quien se encontraba todas las mañanas al ir a la escuela.

Su madre sorprendiolos conversando una mañana, y tras agria reprimenda, el idilio concluyó. Pero ello no obstó para que un mes más tarde Fanny conociera a su modo las ásperas dulzuras del amor prohibido, en casa de su hermana que esa noche contraía matrimonio; pues al ver al recién casado sonriente y ufano, se había quedado mirándolo largo rato sin pestañear, como si él fuera el último novio en este mundo. De modo que un tiempo después la joven casada dijo a su madre:

—¿Sabes lo que creo? Que Fanny está enamorada de mi marido. Corrígela, porque él se ha dado cuenta.

En consecuencia, Fanny recibió una nueva reprensión.

Nada había, sin embargo, de tormentoso en los amores de Fanny, ni sobrada literatura. Era sólo extraordinariamente sensible al amor. Entregábase a cada nueva pasión sin tumulto, en una sabrosa pereza de su ser entero, el de la voluntad, sobre todo. Sus inmovilidades pensativas, soñando con los ojos entrecerrados, tenían para ella misma la elocuencia de casi un dúo de amor. Como su corazón no conocía defensa y estaba siempre henchido de dulzura y credulidad, pocas conquistas eran más felices que la suya. El río de su ternura corría sin cesar; deteníase un día, un mes acaso, pero reanudaba enseguida su curso inagotable hacia un nuevo amor, con igual desborde de profunda y dichosa languidez.

Así llegó a los quince años, y como hasta ese momento sus cariños habían sido pueriles en lo posible, bien que no escasos, su madre creyó era entonces forzoso hablarle seriamente, como lo hizo.

—Ya estás en la edad de comprender —concluyó la madre—, que lo que has hecho hasta ahora es vergonzoso para una mujer. Eres libre de enamorarte; pero te ruego tengas un poco más de dignidad, no encaprichándote a cada rato como una sirvienta. Puedes irte.

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