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Authors: Horacio Quiroga

Tags: #Clásico, Cuento, Drama, Fantástico, Romántico

El salvaje y otros cuentos (7 page)

BOOK: El salvaje y otros cuentos
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La esplendidez de la nueva mañana auguraba novedades en el colmenar, y en efecto, a las diez menos cuarto Kean, que leía a la expectativa junto a su mandarino, vio salir el enjambre que zumbando en frenética espiral comenzó a alejarse. Bien que seguro del diámetro de sus perforaciones, Kean empezaba a dudar un poco de su mecánica, cuando las abejas del enjambre se dieron cuenta —¿cómo?— de que la reina no estaba con ellas. Las espiras se dilataron en loco zumbido de consternación, y el enjambre entero se precipitó de nuevo en la colmena, que era precisamente lo que había provocado Kean, no permitiendo salir a la reina.

Llevado, sin embargo, por un último escrúpulo, Kean abrió esa tarde la colmena para cerciorarse una vez más de que su población no era excesiva. No lo era, no, y si en los marcos había quince celdas de reina, y sus asociadas se disponían a un enjambre secundario, era debido a esa delirante fiebre de colonización que lanza a veces a las abejas fuera de la colmena madre en cuatro, seis y hasta doce enjambres sucesivos, tan bien que el último está formado únicamente por reinas vírgenes, regia aventura de princesas sin trono que al caer la tarde volverán consternadas al palacio materno, a cuya entrada serán acribilladas por sus mismas nodrizas.

Kean sufrió la tentación de extirpar las celdas de aquellas infantas inútiles, ya destronadas antes de nacer. Pero como gracias al guarda entrada —que impidiendo nuevos enjambres, evitaría por lo tanto nueva eclosión de reinas—, la reina madre debía sacrificar a sus posibles rivales, Kean se abstuvo. Además, en la sien derecha y en el cuello tenía dos manchas lívidas. Y pensó que si por abrir la colmena había merecido dos picaduras, algo peor pasaría al poner en las sacras celdas sus manos regicidas. El resto del día nada anormal se notó. Kean podó sus cocoteros, cepilló algún eucalipto y respiró por fin la frescura de su noche subtropical.

A la mañana siguiente, y lo mismo que veinticuatro horas atrás, las abejas fueron proyectadas de la colmena en violento chorro. Su tenaz espíritu de expansión las lanzaba a enjambrar de nuevo, y el vertiginoso globo volteó otra vez, inútilmente, sin poder alejarse por faltarle la reina.

Kean pretendió levantar la tapa de la colmena para echar una ojeada, y una nube de abejas se lanzó contra él. Alejose unos pasos, y desde allí tornó a recordar a sus asociadas que no tenían el derecho de desertar de ese modo. Las abejas zumbaron que la miel pertenecía una y mil veces a Kean; pero que ahí concluían sus derechos.

Y fue así como se apagó y entró en la noche la última fase de una sociedad extraña que pudo haber sido un encanto.

III

A las doce en punto, poco después de almorzar, sobrevino la catástrofe. Las abejas, exasperadas por aquella chapa agujereada que impedía salir a la reina, la habían matado. Kean la había visto muerta en la piquera, traspasada a aguijonazos. Aunque hubiera deseado quedarse, Kean tuvo que salir un momento a pie, y ató su caballo a un poste del tejido de alambre, sin tiempo para observar lo que pasaba en las colmenas.

Hasta ese instante no se había notado el menor indicio de ataque. Por esto cuando la mujer de Kean vio entre las palmeras, al lado del corredor, algunas abejas que zumbaban con aguda cólera, no se preocupó mayormente, contentándose con llamar a su hijo mayor, que dialogaba con las semillas de los eucaliptos, y con entrar bajo el corredor el cochecito en que dormía su pequeña.

De repente el chico lanzó un grito:

—¡Ay, mamá!

La mujer de Kean corrió, y antes de darse cuenta de lo que pasaba, oyó otro alarido de su hijo, a tiempo que se sentía terriblemente picada. El aire estaba ensombrecido de abejas furiosas. Con las manos en la cara, acribillada de saetazos, corrió hacia su hijo, que llegaba ya hasta ella gritando de terror. La mujer de Kean lo hundió desesperada entre sus faldas, y sintió entonces un brusco vagido.

—¡Ay, la nena! ¡Dios mío! ¡Corre al comedor, mi hijo!

Y empujando violentamente al chico, se lanzó a la cuna.

La cara de la pequeña desaparecía bajo la nube de abejas. La madre, gritando de horror, limpió del rostro aquella horrible cosa pegada, y arrancando a la criatura del cochecito entró a su vez en el comedor. Pero las abejas, enloquecidas de furia, entraban tras ella, y tuvo que encerrarse en su cuarto, y clamando a gritos con su hijo. Entonces oyó, distante aún, la voz alterada de su marido:

—¡Julia, óyeme bien! ¡No salgas! ¿Los chicos están contigo?

—¡Sí, en mi cuarto! ¡Pero ven enseguida! ¡Julita se muere, Kean!

Kean, acribillado a su vez de picaduras, alcanzó a ver, mientras corría el tejido de alambre deshecho, a su caballo por tierra. Vio el patio oscurecido de abejas, y cuatro negros chorros que continuaban saliendo de las colmenas.

Vio asimismo que su hijo varón, aunque con cara y manos fuertemente picadas, no ofrecía peligro alguno. Su hija…

—¡Mira, mira! —le gritó su mujer consternada—. ¡Se nos va a morir, Kean!

No había allí sino un cuerpecillo de bebé con una monstruosa bola de carne por cara, en que boca, nariz y ojos desaparecían en una vejiga lívida. Kean abrió la puerta del comedor, y una nube de abejas se lanzó a su encuentro, acribillándolo de nuevo a aguijonazos.

—¡En la cuna, bajo el mosquitero! ¡Los dos! ¡Ponte el velo! —gritó Kean, cogiendo el suyo y saliendo de nuevo.

En cinco minutos Kean dispuso grandes vendajes de agua caliente, y envolvió a la criatura de pies a cabeza. Renovó las compresas a los diez minutos, y durante cuatro horas los vendajes continuaron sin interrupción, hasta que al cabo de ellas Kean y su mujer pudieron respirar. El pulso se levantaba y la fiebre e hinchazón cedían por fin.

Julia, quebrantada, se echó entonces a llorar quedamente.

—¡Figúrate que pensaba dejarla en pañales por el calor! —sonreía a su marido con los ojos llenos de lágrimas—. ¡Cuando pienso…!

—Sí, para estos casos son útiles las mantillas —repuso él bromeando, a fin de levantar el ánimo.

Y al mirarse por primera vez en la cara, se echaron a reír sin querer. Kean no veía con el ojo izquierdo, y su mujer lo hacía medianamente con los dos.

—Ahora, nosotros. Ponte compresas y ponle también algunas a Eduardo, aunque el hombrecito es fuerte. Yo voy a seguir con Julita.

Muy tarde ya, cuando el sol caía, Kean pudo salir un momento a ver a su caballo. Estaba muerto desde hacía varias horas atrás, monstruosamente hinchado. Echó una ojeada a las colmenas, una fría mirada de transeúnte. Una tras otra, las híbridas enloquecidas volvían a recogerse con la caída de la noche, mutiladas, hartas de pillaje y locura asesina. En un poste del tejido de alambre vio aún veinte o treinta abejas aguijoneando la madera inerte.

Kean se estremeció entonces libremente. Lo que no había querido decir a su mujer es que posiblemente los ojos de la criatura estaban tocados.

—Si Dios no hace un milagro… —murmuró.

La sombra crecía, y en la súbita frescura Kean, sacándose el sombrero con el velo, arrojó en un brusco suspiro crepuscular la fúnebre opresión de toda esa tarde que se llevaba, en girante pesadilla de abejas, la vida de su caballo y la belleza de su hija.

La voluntad

Yo conocí una vez a un hombre que valía más que su obra. Emerson anota que esto es bastante común en los individuos de carácter. Lo que hizo mi hombre, aquello que él consideraba su obra definitiva, no valía cinco centavos; pero el resto, el material y los medios para obtener eso fácilmente no lo volverá a hacer nadie.

Los protagonistas son un hombre y su mujer. Pero intervienen un caballo, en primer término; un maestro de escuela rural; un palacio encantado en el bosque, y mi propia persona, como lazo de unión.

Hela aquí, la historia.

Hace seis años —a mediados de 1913— llegó hasta casa, en el monte de Misiones, un sujeto joven y rubio, alto y extremadamente flaco. Tipo eslavo, sin confusión posible. Hacía posiblemente mucho tiempo que no se afeitaba; pero como no tenía casi pelo en la cara, toda su barba consistía en una estrecha y corta pelusa en el mentón —una barbicha, en fin—. Iba vestido de trabajo; botas y pantalón rojizo, de género de maletas, con un vasto desgarrón cosido a largas puntadas por mano de hombre. Su camisa blanca tenía rasgaduras semejantes, pero sin coser.

Ahora bien: nunca he visto un avance más firme —altanero casi— que el de aquel sujeto por entre los naranjos de casa. Venía a comprarme un papel sellado de diez pesos que yo había adquirido para una solicitud de tierra, y que no llegué a usar.

Esperó, bien plantado y mirándome, sin el menor rastro de afabilidad. Apenas le entregué su papel, saludó brevemente y salió, con igual aire altivo. Por atrás le colgaba una tira de camisa desde el hombro. Abrió el portoncito y se fue a pie, como había venido, en un país donde solamente un tipo en la miseria no tiene un caballo para hacer visitas de tres leguas. ¿Quién era? Algún tiempo después lo supe, de un modo bastante indirecto. El almacenero del que nos surtíamos en casa me mandó una mañana ofrecer un anteojo prismático de guerra —algo extraordinario—. No me interesaba. Días después me llegó por igual conducto la oferta de un Parabellum con 600 balas, por 60 pesos, que adquirí. Y algo más tarde, siempre por intermedio del mismo almacén, me ofrecían varias condecoraciones extranjeras, rusas, según la muestra que el muchacho de casa traía en la maleta. Me informé bien, entonces, y supe lo que quería. El poseedor de las condecoraciones y el hombre del papel sellado eran el mismo sujeto. Y ambos se resumían en la persona de Nicolás Dmitrovich Bibikoff, capitán ruso de artillería, que vivía en San Ignacio desde dos años atrás, y en el estado de última pobreza que aquello daba a suponer.

Me expliqué bien, así, el aire altanero de mi hombre, con su tira colgante de camisa: se defendía contra la idea de que pudieran creer que iba a solicitar ayuda, a pedir limosna. ¡Él! Y aunque yo no soy capitán de ejército alguno ni poseo condecoraciones otorgadas por una augusta mano, aprecio muy bien el grado de miseria, la necesidad de comer algo del tipo de la barbicha, cuando enviaba a subastar sus colgajos aristocráticos a un boliche de mensús.

Supe algo más. Vivía en el fondo de la colonia, contra las barrancas pedregosas del Yabebirí. Había comprado veinticinco hectáreas, y no definitivamente, a juzgar por el sellado de diez pesos para reposición. Todo allí: chacra, Yabebirí y cantiles de piedra, queda bajo bosque absoluto. El monte cerrado da buenas cosechas, pero torna la vida un poco dura a fuerza de barigüís, tábanos, mosquitos, uras y demás. Es muy posible dormir la siesta alguna vez bajo el monte, y despertarse con el cuerpo blanco de garrapatas. Muy pequeñas y anémicas, si se quiere; pero garrapatas al fin. Como medios de comunicación a San Ignacio, sólo hay dos formales: el vado del Horqueta y el puente sobre el mismo arroyo. Cuando llueve en forma, el puente no da paso en tres días, y el vado, en toda la estación. De modo que para los pobladores del fondo —aun los nativos— la vida se complica duramente en las grandes lluvias de invierno, por poco que falte en la casa una caja de fósforos.

Allí, pues, se había establecido Bibikoff en compañía de su esposa. Plantaban tabaco, a lo que parece, sin más ayuda que la de sus cuatro brazos. Y tampoco esto, porque él, siendo enfermo, tenía que dejar por días enteros toda la tarea a su mujer. Dinero, no lo habían tenido nunca. Y en el momento actual, el desprendimiento de algo tan entrañable para un oficial europeo como sus condecoraciones de guerra, probaba la total miseria de la pareja.

Casi todos estos datos los obtuve de mi verdulero, llamado Machinchux. Era éste un viejo maestro ruso, de la Besarabia, que había conseguido a su vejez hacerse desterrar por sus ideas liberales. Tenía los ojos más tiernos que haya visto en mi vida. Conversando con él, parecíame siempre estar delante de una criatura: tal era la pureza lúcida de su mirada. Vivía con gran dificultad, vendiendo verduras que obtenía no sé cómo, defendiéndolas para sus cuatro o cinco clientes de las hormigas, el sol y la seca. Iba dos veces por semana a casa. Conocía a Bibikoff, aunque no lo estimaba mayormente: el capitán de artillería era francamente reaccionario, y él, Machinchux, estaba desterrado por ser liberal.

—Bibikoff no tiene sino orgullo —me decía—. Su mujer vale más que él.

Era lo que yo deseaba comprobar, y fui a verlos.

Una hectárea rozada en el monte, enclavada entre cuatro muros negros, con su fúnebre alfombra de árboles quemados a medio tumbar; constantemente amenazada por el rebrote del monte y la maleza, ardida a mediodía de sol y de silencio, no es una visión agradable para quien no tiene el pulso fortificado por la lucha. En el centro del páramo, surgía apenas de la monstruosa maleza el rancho de los esposos Bibikoff. Vi primero a la mujer, que salía en ese momento. Era una muchacha descalza, vestida de hombre, y de tipo marcadamente eslavo. Tenía los ojos azules con párpados demasiado globosos. No era bella, pero sí muy joven.

Al verme, tuvo una brusca ojeada para su pantalón, pero se contuvo al ver mi propia ropa de trabajo, y me tendió la mano sonriendo. Entramos. El interior del mísero rancho estaba muy oscuro, como todos los ranchos del mundo. En un catre estaba tendido el dueño de la casa —vestido con la misma ropa que yo le conocía—, jadeando con las manos detrás de la cabeza. Sufría del corazón y a veces pasaba semanas enteras sin poder levantarse. Su mujer debía entonces hacerlo todo, incluso proseguir la plantación del tabaco.

Ahora bien, si hay una cosa pesada que exija cintura de hierro y excepcional resistencia al sol, es el cultivo del tabaco. La mujer debía levantarse cuando aún estaba oscuro; debía regar los almácigos, trasplantar las matas, regar de nuevo; debía carpir a azada la mandioca, y concluir la tarde hacheando en el monte, para regresar por fin al crepúsculo con tres o cuatro troncos al hombro, tan pesados que imprimen al paso un balanceo elástico, rebote de un profundo esfuerzo que no se ve.

De noche, las caderas de una mujer de veinte años sometida a esta tarea duelen un poco, y el dolor mantiene abiertos los ojos en la cama. Se sueña entonces. Pero en los últimos tiempos, habiéndose agravado el estado de su marido, la mujer, de noche, en vez de acostarse, tejía cestas de tacuapí, que un vecino iba a vender a los boliches de San Ignacio, o a cambiar por medio kilo de grasa quemada e infecta. Pero ¿qué hacer?

En la media hora que estuve con ellos, Bibikoff se mantuvo en una reserva casi hostil. He sabido después que era muy celoso. Mal hecho, porque su mujercita, con aquel pantalón y aquellas manos ennegrecidas de barigüís y más callosas que las mías, no despertaba otra cosa que gran admiración.

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