El salvaje y otros cuentos (8 page)

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Authors: Horacio Quiroga

Tags: #Clásico, Cuento, Drama, Fantástico, Romántico

BOOK: El salvaje y otros cuentos
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Así, hasta agosto de 1914. Jamás hubiera imaginado yo que un cardiaco con la asistolia de mi hombre pudiera haber tenido veleidades guerreras, cuando mucho más fácil y corto le habría sido quedarse a morir allí. No pasó esto, sin embargo, y con la sorpresa consiguiente, supe a fines de agosto que el capitán de artillería se había embarcado para Buenos Aires, rumbo a su patria. ¿Y el dinero? ¿Y su mujer? Ambas cosas las supe por Machinchux, que desde el comienzo de la guerra venía cada dos días a casa a comentar mapas y estrategias conmigo. El caso es que Bibikoff necesitaba dinero para irse, y no lo tenía. Entonces Machinchux había vendido su caballo —¡lo único que tenía!— y le había dado su importe a Bibikoff, a quien no estimaba, pero al que ayudaba a cumplir con lo que el otro creía su deber.

—¿Y usted, Machinchux? —le dije—. ¿Cómo va a hacer para traer la verdura?

Por toda respuesta el viejo maestro democrático se sonrió, mirándome por largo rato. Yo me sonreí a mi vez, pero tenía un buen nudo en la garganta.

Desde la ausencia de su marido la mujer estaba en casa de Allain, pues por veinte motivos a que no era ajena la juventud de la señora, no podía ésta quedar sola en el monte.

Allain es un gentilhombre de campo, de una vasta cultura literaria, que se ha empeñado desde su juventud en empresas de agricultura. Tuvo en su mocedad correspondencia filosófica con Maurice Barrès. Ahora dirige en San Ignacio una vasta empresa de yerba mate, cuyo cultivo ha iniciado en el país. Tiene como pocos el sentido del
savoir-faire
y posee una bella casa, con gran hall iluminado, y sillones entre macetas exuberantes. Esto, a quince metros del bosque virgen.

Las peculiaridades de la vida de allá me llevaban a veces a verdaderos
dîners en ville
a casa de Allain. Fue una de esas noches cuando saludé en el hall resplandeciente a una joven y muy elegante dama reclinada en una
chaise-longue
.

—Madame Bibikoff —me dijo la señora de Allain.

¡Cierto! Era ella. Pero de los pies descalzos de la dama, del pantalón y demás, no quedaba nada, a excepción de los párpados demasiado globosos. Era un verdadero golpe de vara mágica. Eché una ojeada a sus manos: qué esfuerzos —como a machete— debió hacer la dama en un mes para estirar, suavizar y blanquear aquella piel, lo ignoro. Pero la mano pendía inmaculada en un abandono admirable.

¡Pobre Bibikoff! No era de su mujer deschalando maíz de quien debiera haber estado celoso, sino de aquella damita que quedaba tras él, y que miraba todo con una beata sonrisa primitiva de inefable descanso.

En total, la señora esperaba ir enseguida a reunirse con su marido, cosa que pudo realizar poco después. Mas no por eso dejó durante su estada en lo de Allain, de preocuparse vivamente y atender su plantación de tabaco.

Ésta es la historia. Algunos meses más tarde, supe por Allain que madame Bibikoff le había confiado un manuscrito —el diario de su marido—, en que éste contaba su vida y el porqué de su destierro al fondo del Horqueta. La consigna era ésta: no leer el diario, hasta pasado un año sin noticias de los Bibikoff.

Pasó ese año, y leí el manuscrito. La causa, el único motivo de la aventura, había sido probar a los oficiales de San Petersburgo que un hombre es libre de su alma y de su vida, donde él quiere, y dondequiera que esté. De todos modos, lo había demostrado. El diario ese, escrito con gran énfasis filosófico-literario, no servía para nada, aunque se veía bien claro que el autor había puesto su alma en él. Para probar su tesis había hecho en Misiones lo que hizo. Y éste fue su error, empleando un noble material para la finalidad de una pobre retórica. Pero el material mismo, los puños de la pareja, su feroz voluntad para no hundirse del todo, esto vale mucho más que ellos mismos —incluyendo la damita y su
chaise-longue
.

Cuadrivio laico
Navidad

Los Reyes Magos, después de consultar a Herodes, partieron de Jerusalén. La estrella divina que antes les había guiado y que habían perdido reapareció hacia el sur, descendiendo al fin sobre el techo de una humilde posada, donde acababa de nacer Jesús.

Los viejos monarcas lo adoraron parte de la noche, retirándose temprano, pues al alba debían partir para Jerusalén a avisar a Herodes; pero en un nuevo sueño unánime fueron advertidos de que no lo hicieran así.

Cambiaron en consecuencia de dirección y nunca se volvió a saber de ellos.

Cuando después de muchos días de espera Herodes se vio engañado por los viejos árabes, entró en gran furor y ordenó que se degollara a todos los niños menores de dos años de Bethlehem y sus alrededores.

Militaba por entonces en la segunda decuria de la guardia de Herodes un soldado romano, llamado Quinto Arsaces Tritíceo, parto de origen y hombre de carácter decidido y franco. Durante su estación en la triste Judea había depositado su amor en una joven betlehemita de nítida belleza, tan sencilla de corazón que jamás había soñado más horizonte para su hermosura que el homenaje del sincero soldado.

Salomé —llamábase así— vivía en Bethlehem con sus padres, y dos veces por semana llevaba a la capital los frutos varios de su huerta. A su regreso, en las claras noches de luna, Arsaces solía acompañarla, con su espada corta y su jabalina.

En una de esas noches, al despedirse, Arsaces le dijo estas palabras:

—Dime: ¿no has oído hablar en Bethlehem de tres viejos árabes que estuvieron sólo una noche allí?

—No, ¿por qué?

—Por esto: Galba, nuestro decurión, nos ha dicho ayer que El Idumeo esperó ansiosamente a tres árabes o caldeos que fueron a Bethlehem, hace ya bastante tiempo. No sé en verdad qué clase de inquietud es la suya; pero Galba teme algún nuevo despropósito de Herodes.

Como la joven nada sabía, no hablaron más de ello.

Dos días después, Salomé llegó muy temprano a Jerusalén. Apenas vio a Arsaces le echó los brazos al cuello, llorando de alegría.

—¡El Mesías, nuestro Salvador, ha nacido!

Y le contó, en abundantes lágrimas de fe dichosa, el nacimiento de Jesús, el ángel que sobrevino a los pastores, la adoración de los reyes, todo, todo. ¡Y ella, que lo había sabido el día anterior apenas!

—¿De veras crees que ese chico es el Mesías? —le preguntó Arsaces.

—Sí, creo —respondió la joven, fijando en él sus ojos dilatados de sereno y profundo entusiasmo.

Pero como por dicha es posible conciliar el amor y la fe en una misma ternura, la despedida de los jóvenes fue ese día más dulce aún.

A la mañana siguiente, Salomé, que volvía de la cisterna, lanzó un grito y dejó caer el cántaro al ver de improviso a Arsaces.

—¡Pronto! —le dijo éste apresurado—. Mi decuria llega ya a Bethlehem y no puedo demorar. Galba me ha permitido te diga dos palabras, y le debo exactitud. Tenemos orden de matar a todas las criaturas menores de dos años si no hallamos a tu Mesías. ¿Sabes dónde está?

Al oír esto, la joven hebrea, desgarró su velo, presa de la más grande desesperación. Se arrodilló ante el soldado, cogiéndole las manos. ¡Matar a su Señor! ¡Entregarle! ¿Pero era posible oír eso?

—¡Pronto! —insistió Arsaces, malhumorado por el cansancio—. Dime dónde vive o matamos a todos.

Salomé esparció sus cabellos y se dejó caer de bruces sobre la tierra. Entonces Arsaces se fue. Mientras se alejaba, la betlehemita vio pasar ante sus ojos todas las tiernas criaturas muertas injustamente, y sintió en su corazón el clamor fraternal de su pobre naturaleza humana.

Se levantó, corriendo tras Arsaces.

—¡No puedo, no puedo! —gimió—. ¡Que el Señor haga de mí lo que quiera! Jesús vive en la huerta de Samuel y es hijo de María de Nazareth…

No dijo más, porque se desmayó. Arsaces llevó la denuncia a Galba y la decuria se dirigió a casa de Samuel para apoderarse de Jesús. Pero como en la noche anterior, José —advertido por un ángel— había partido a Egipto con su familia, la guardia cumplió la orden de Herodes, degollando a todas las criaturas menores de dos años de Bethlehem y sus alrededores, como estaba escrito.

El tiempo pasó. La Palestina fue reducida a provincia romana. Hondas perturbaciones agitaron al pueblo de Israel, y Jesús padeció, fue crucificado, muerto y sepultado bajo el poder de Poncio Pilatos.

Pero nunca se olvidó el monstruoso crimen de Salomé. El mismo sacrilegio de Judas fue ligero comparado con el de aquélla. San Pedro, varón humilde, aunque de profunda filosofía, lo dijo así: «Judas no creyó nunca en su Maestro, y por esto, al venderlo, no cometió sino crimen de los hombres. Mas Salomé entregó a su propio Dios que adoraba, esto es, haciendo acto del mayor sacrilegio que puede concebir mente humana».

En los fortuitos encuentros de los apóstoles jamás se nombró a la betlehemita, para desterrar hasta de los labios su evocación impura. El nuevo mundo se asentó sobre el horror de su nombre, y la dicha de las primeras Navidades fue turbada por la memoria de aquel inaudito sacrilegio. Para mayor afrenta, el recuerdo de otra Salomé se agregó…

Pasaron más años; y como en esta vida todo es transitorio, San Pedro murió. Apenas en el dintel del cielo, vio a su Maestro que salía a recibirle con una sonrisa de amistad divina. Después vio al Señor, vio a la Virgen María, a Abraham y a José, y vio también entre los elegidos, con un gran sobresalto de su corazón, a Salomé de Bethlehem, transparente de cándida serenidad.

—¡Señor! —murmuró San Pedro, conturbado hasta el fondo de su alma—. ¿Cómo es posible que Salomé esté aquí?

El Señor sonrió, colocando sobre el hombro del apóstol su mano de luz:

—Hay muchos modos de ser bueno, Pedro. Salomé creía en mi Hijo, y esto te dice que era digna de mi reino, porque la pureza, el amor y la fe ocupaban su corazón. Supón ahora qué cantidad de ternura y compasión habría en su alma, cuando prefirió sacrificar a su Dios, antes que ser culpable de la muerte de infinidad de criaturas en el limbo de la inocencia, y que no tenían culpa alguna…

Pedro, corazón simple, y que ya en el mundo había desacertado tres veces, lloró en nuevas lágrimas su dureza de corazón y bajó más la cabeza. Pero un suave calor iluminó sus ojos cerrados, y, abriéndolos, vio que el Señor y su Hijo le miraban a él mismo con infinita compasión.

Reyes

En las noches claras de invierno, los elefantes gustan de caminar sin objeto. Van, columpiando apaciblemente la cola, estirando con vaga curiosidad la trompa aquí y allá. Atraviesan la llanura, cortan el juncal cuyos bambúes doblan y aplastan pesadamente con sus patas de piano, entran en la selva, como en una trampa, en fila, la trompa erguida sobre la grupa del anterior. A veces, uno se detiene, aspira ruidosamente y berrea; luego, para reincorporarse, apura el paso.

Todos esos elefantes son conocidos. Uno formó parte de la Compañía Brindis, de Lahore. Era el payaso, sentado siempre en las patas traseras, con una enorme servilleta al cuello. Lo pintaban de amarillo, enarbolaba en la cola la bandera patria, se emborrachaba, lloraba, se clavaba agujas en el vientre. En la alta noche, en paz ya, lamía horas enteras el anca de los caballos. Un martes de carnaval incendió el circo y huyó.

Otro lleva ensartada en un colmillo la calavera de un cazador inglés a quien acechó y mató en una emboscada. La punta del colmillo sale por la órbita rota. Cuando ese elefante huye, la cabeza al aire, los dientes flojos del tuerto suenan como un cascabel.

Otro es el elefante castrado de un rajá, flor de su séquito y favorito del hijo menor, en razón de su hermosura. La frágil vida del príncipe sosteníase en la muelle mesura de su paso. El adolescente sufría sin saber por qué, los crepúsculos vehementes lo ahogaban, buscaba la soledad para morir, descargando en lánguidos llantos el exceso de su imperial agonía. Una noche de luna, diáfana y melancólica, el elefante bajó a su príncipe a la orilla del lago y le aplastó el pecho. Después lo arrojó al agua. La cabeza del infante flotó sobre el regio manto tendido a nivel, derivó con la brisa como un loto, llevando a lo lejos, sobre esa hoja de oro, la flor de su temprana belleza.

Otro tiene cien años, más todavía. Nació en la costa de Malabar, de padres domésticos. Ha trabajado toda su vida sin una revuelta, dócil en su heredada mansedumbre. Un día de primavera se alejó hacia la selva. Ha aprendido de las hijas de sus dueños a amar las flores. A veces, cuando el monzón trae de la costa recuerdos de centenarios halagos, reavívase su dulce condición, y recostado a un árbol, con una flor en la trompa, respira ese perfume largas horas con los ojos cerrados.

Otro es ciego y camina constantemente recostado a alguno de sus compañeros, durmiendo así en marcha. Un regimiento inglés lo adquirió muy pequeño para el servicio de la guarnición. Lo querían locamente. Una noche de champaña —aniversario del 57— fueron a buscarlo cantando a las tres de la mañana, y le abrasaron los ojos con pólvora. Estuvo tres días inmóvil, vertiendo la supuración de sus ojos enfermos. Se internó luego, y marcha de ese modo sostenido, sobrellevando su ceguera como un castigo del cielo, sin una queja.

A la cabeza de la tropa va uno flaco y vacilante, que arrastra un poco las patas traseras. Sufre crueles neuralgias que remedia en lo posible restregando suavemente en los troncos su dolorida cabeza. Es un gran comedor de cáñamo, y de aquí provienen sus males. Durante sus horas de embriaguez la manada se aparta y le deja solo con sus delirios de brutal grandeza, bramando a las ramas más altas de los árboles, arrollándolo todo, sentándose en los claros con lágrimas de orgullo, los pulmones hinchados para abultar más. Otras veces sus accesos melancólicos lo integran con la manada, va de uno a otro quejándose, para concluir en compañía del ciego, a cuya trompa une la suya fraternal, marchando así dulcemente.

Nuestros seis conocidos prosiguen su derrota nocturna. Enfílanse al entrar en las sendas sin una disensión, con el humor huraño que ha dejado en todos ellos su antigua domesticidad. No berrean casi nunca, jamás se separan. En esa vida en común, sin embargo, no hay simpatías particulares: cada cual se aísla en su silencioso egoísmo, cansado para siempre de todo afecto. Van en grupo solamente, evitando la incorporación de nuevos compañeros demasiado ruidosos.

Atraviesan ahora un juncal altísimo en que desaparecen. De vez en cuando el extremo de una trompa se yergue sobre las cañas como una cabeza de serpiente, husmea un momento y se hunde. Más allá emerge otra, luego otra. El juncal concluye, por fin; salen uno a uno como ratones de esa cueva.

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