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Authors: Federico Andahazi

Tags: #Histórico

El secreto de los flamencos (14 page)

BOOK: El secreto de los flamencos
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IV

Durante años, Francesco Monterga había intentado encontrar la clave oculta en aquella serie interminable de números. Cada vez que creyó aproximarse a una interpretación de su significado, el laborioso edificio de sentido que había logrado construir terminaba haciendo agua en la siguiente serie numérica y se derrumbaba como una torre de naipes. Sumaba, restaba, multiplicaba y dividía; sustituía cada número por su letra correspondiente en todos los alfabetos conocidos, de atrás para adelante y de adelante para atrás. Recurrió a la Cabala, a la numerología y a los oscuros postulados de la alquimia. Creyó encontrar una posible relación con la sucesión alfanumérica que regía el orden del Antiguo Testamento, pero siempre, una y otra vez, por un camino o por otro, llegaba al mismo sitio: el más desolador de los ceros. Entonces volvía a empezar.

Por otra parte, el texto de San Agustín no hacía mención, ni explícita ni tácita ni metafórica, de nada que tuviese alguna relación con el color. Por momentos Monterga perdía la noción de lo que estaba buscando. Y, en rigor, se diría que no acababa de saber qué entidad ontológica podía tener el color en estado puro. En realidad, ni siquiera terminaba de explicarse qué era exactamente el color. Francesco Monterga, como todos los pintores, era un hombre práctico. Sostenía para sí que la pintura no era sino un oficio, y que su ejercicio no distaba en mucho del trabajo del carpintero o el del albañil. Por mucho fasto que revistiera la figura del artista, su delantal salpicado y mugriento, sus manos pobladas de callos, los pulmones quejumbrosos, el taller plagado de cáscaras de huevo y de moscas y, sobre todo, su magro patrimonio, eran el más terminante testimonio de su condición.

De muy poco podría servirle el estudio de las leyes del Universo si no sabía mezclar las yemas de huevo con los pigmentos. No le servía de nada conocer los teoremas de los antiguos griegos si no podía establecer una perspectiva o un escorzo para pintar un modesto pesebre. No era necesario recitar de memoria a Platón para representar una caverna. Sin embargo, el entendimiento del concepto del color en estado puro lo había llevado más allá del cotidiano trabajo del artesano. Cada vez que preparaba un color en la paleta, no podía dejar de preguntarse por su naturaleza. ¿Era el color un atributo del objeto, podía existir independientemente de aquél? Si tal como afirmaba Platón, el mundo sensible no era sino un pálido reflejo del mundo de las ideas, ¿acaso el color con el que trabajaba todos los días no era un pobre remedo del color esencial, del color en estado puro? Si la realidad sensible era una mísera copia del mundo de las ideas, entonces la pintura, como representación artificiosa de la naturaleza, era apenas una copia de la copia. De modo que si existiera el color en estado puro, quizá la pintura dejaría de ser una deficiente reproducción y alcanzaría a convertirse en un arte verdaderamente sublime. ¿Pero acaso podían fundirse en un lienzo la mundanal materia del universo sensible con la inasible idea del color en estado puro? La respuesta de aquella pregunta condujo a Francesco Monterga a la metódica lectura de Aristóteles.

Leía y releía los pasajes de
De Anima, De Sensu et Sensibili
y
De Coloribus
, y todas las reflexiones parecían coincidir en una misma definición: «La esencia del color está en la propiedad de los cuerpos de mover al diáfano en acto», es decir, el diáfano, forma que empleaba Aristóteles para denominar al éter lumínico, en sí mismo invisible, se manifiesta sobre los cuerpos, y son las propiedades particulares de cada cuerpo las que determinan uno u otro color, según se deduce del capítulo VII de
De Anima
. En
Sensu et Sensibili
, Aristóteles agregaba otra definición: «El color es la extremidad de lo perspicuo en el límite del cuerpo»; esto es, el color representa la frontera exacta entre el éter lumínico («lo perspicuo») y la materia. Francesco Monterga deducía, entonces, que la luz, el éter, era de naturaleza enteramente metafísica, en la medida en que no era perceptible a los sentidos por sí misma, sino mediante los cuerpos sobre los cuales yacía. Así como el alma se manifiesta a través del cuerpo y se torna imperceptible cuando éste se corrompe y muere, de la misma manera la luz es aprehensible sólo cuando se posa sobre un objeto. El color es el límite exacto entre la luz, de orden metafísico, y el objeto, de orden físico.

Para Francesco Monterga, el problema de la pintura residía en el carácter enteramente material de los elementos que la constituían; los colores eran tan perecederos como el cuerpo condenado a la corrupción, la muerte y, finalmente, la extinción. Entonces, ¿cómo capturar ese límite y separarlo del objeto? Intuía que la respuesta estaba en el problema de la luz. El maestro florentino, después de soplar la llama de la vela cuando se disponía a dormir, y una vez envuelto en la penumbra de su cuarto, no podía evitar preguntarse si el color seguía existiendo cuando la luz se ausentaba. Pregunta que solían hacerse los antiguos griegos. Muchas veces, luego de pasarse horas trabajando en la mezcla de un color, o después de haber terminado un cuadro, al apagar el candelabro, lo asaltaba la desesperante idea de que, junto con la extinción de la luz, pudiera haberse extinguido también el color. Encendía y apagaba el candelabro tantas veces como lo acicateaba la duda.

Francesco Monterga abrigaba la idea de que la luz era inmanente a Dios, que Dios era la pura luz y Dios no podía verse sino a través de los objetos de su creación. El color era entonces la frontera entre Dios y el mundo sensible. Y era una frontera cuya esencia estaba separada de cualquier concepto. Un hombre que ha nacido ciego puede entender el teorema de Pitágoras, puede imaginar un triángulo y comprender el concepto de la hipotenusa; pero no existe concepto ni forma de explicarle a un ciego, a fuerza de definiciones, qué es un color. Pero la misma incertidumbre, se decía Francesco Monterga, era extensiva a quienes gozaban del don de la vista. Con frecuencia le preguntaba a Pietro della Chiesa:

—¿Cómo saber si esto, que yo llamo verde, tú lo ves rojo aunque lo denominaras verde y creyéramos estar de acuerdo? —le decía sosteniendo en la diestra una col. Por otra parte, los pigmentos, aun los mejores y los más valiosos, no dejaban de ser meras imitaciones. Por muy realista que pudiera parecer una veladura, no era sino una mezcla de vegetales y minerales que alcanzaban la apariencia de la carne. La solución que proponía Juan Díaz de Zorrilla, esto es, aprehender los colores de los mismos objetos a representar, además de resultar cruenta, sobre todo si los objetos en cuestión eran personas, era para Francesco Monterga una mera sustitución de lugar, consistente en trasladar la materia del objeto a la tabla. Es decir, por ese camino no se obtenía el color inherente al objeto, sino su propia materia.

El maestro florentino estaba convencido de que el jeroglífico de su viejo manuscrito revelaba, tal como lo indicaba el título, el modo de obtener el color despojado de su efímero sustento material. El arco iris era la prueba de que, bajo determinadas circunstancias, el color no precisaba de objeto alguno y podía permanecer puro en el éter. De manera que si realmente existía el
colorís in status purus
, sólo bastaba descubrir la forma de fijarlo sobre una tabla o un lienzo. El Santo Sudario de Turín podía constituir una muestra de cómo el color, por obra de la luz Divina, podía fijarse sobre una tela. A juicio de Francesco Monterga, existían innumerables pruebas de que el color podía separarse del objeto. Bastaba con cerrar fuertemente los ojos para ver una infinita sucesión de colores, destellos cuyas tonalidades no existían en la naturaleza y no se aferraban a objeto alguno. Las crónicas de los viajeros que habían navegado hacia el norte, hasta los confines del mundo, juraban haber sido testigos de auroras en medio de la noche, cortinados de colores que se mecían sobre el cielo nocturno, sobre el éter puro y sin reposar en ningún astro.

Francesco Monterga acariciaba la idea de poder pintar prescindiendo de los pedestres recursos del aceite y la yema de huevo, de las polvorientas arcillas y el pedregullo molido, de las pringosas resinas y los minerales venenosos. Quería, como el poeta que separa la cosa de su esencia, trabajar el color con la misma limpia pureza con que se escribe un verso. Así como Dante pudo descender a los infiernos, navegar por los pestilentes ríos de Caronte, narrar los tormentos más espantosos y emerger limpio y puro por obra de la palabra, también él, Francesco Monterga, aspiraba a convertir la pintura en un arte sublime, despojado de las corrompidas contingencias de la materia. Así como la palabra es la idea misma y prescinde del objeto que designa, de la misma manera el color en estado puro habría de prescindir de un vehículo material, de un pigmento y de un diluyente. Y tenía la certeza de que aquella sucesión de números escondía la clave del secreto del color en estado puro.

V

Si las primeras incursiones de Hubert van der Hans en la biblioteca de Francesco Monterga eran subrepticias y tan esporádicas como las escasas ocasiones que se le presentaban, ahora que Pietro della Chiesa había muerto y el maestro vagaba por la casa como un alma en pena, el discípulo flamenco tenía el camino completamente allanado. La tímida presencia de Giovanni Dinunzio no constituía para él ningún obstáculo; se diría que Hubert guardaba un tácito pacto de silencio con su condiscípulo. Lo cierto es que cuando caía la tarde y el maestro Monterga se retiraba a descansar, la pálida y longilínea figura de Hubert van der Hans se escurría por el pasillo y, sin que mediara óbice, entraba en la biblioteca. Podía permanecer horas enteras cómodamente sentado en el sillón de su maestro. Francesco Monterga no sólo había olvidado definitivamente echar llave a la puerta, sino que el cofre que atesoraba el manuscrito estaba huérfano de toda protección; Hubert había conseguido violar la cerradura del candado y, cada vez que completaba su diaria tarea, afirmaba el arete en el pasador dejando la apariencia de que estaba todo en su lugar.

El discípulo flamenco pasaba las primeras páginas del manuscrito y abría el libro en el jeroglífico. Hubert van der Hans corría con una ventaja sobre Francesco Monterga: todo el trabajo acumulado y desechado por el maestro florentino durante años estaba prolijamente anotado en un grueso cuaderno de tapas de piel de cordero que guardaba con el manuscrito. Allí se consignaban las diferentes hipótesis, las claves que podían conducir hacia algún camino, las posibles concordancias entre números y alfabetos y, aunque todos los intentos resultaron áridos, a Hubert le ahorraban años de duro trabajo. Al menos le indicaban qué senderos no conducían a ninguna parte. Apartándose los mechones blanquecinos que caían sobre sus ojos de murciélago, el flamenco trabajaba con tesón. Leía y releía de arriba hacia abajo, de abajo hacia arriba, de izquierda a derecha y de derecha a izquierda como los hebreos.

Hubert van der Hans parecía estar siguiendo una clave precisa y se diría que cada día se hallaba más cerca de encontrar, al menos, un camino posible. Había un detalle que le otorgaba una inesperada y paradójica ventaja: su miopía pertinaz. Las dificultades para ver de cerca el texto, le daban un panorama más o menos distorsionado y general. Las letras por momentos se borroneaban frente a sus ojos, y no percibía más que formas inciertas, nebulosas, como aquel que adivina animales mitológicos en las nubes o el que distingue rostros en las manchas de humedad de las paredes. Y cuanto menos riguroso era su método, tanto más provechosos parecían ser los resultados. A su condición cuasi albina se sumaba el temprano aprendizaje, cuando era alumno de los hermanos Van Mander, del oficio de miniaturista. La laboriosa tarea de pintar figuras a veces tan pequeñas como la cabeza de un clavo había dañado seriamente sus ojos. A la vacilante luz de una vela, Hubert tomaba notas y trazaba complejas coordenadas que sólo él era capaz de entender.

La misma pregunta que solía hacerse Pietro della Chiesa acerca del motivo que pudiera tener Francesco Monterga para tomar como discípulo a quien había sido alumno de su más tenaz enemigo, era la que el propio Hubert se formulaba cada vez que entraba en la biblioteca. No terminaba de explicarse la candida hospitalidad con que lo había acogido en su taller, la inocente generosidad con que le revelaba sus más preciados secretos y la ciega confianza que le prodigaba al dejar cada rincón de su propia casa a su entera disposición.

Se diría que Hubert desconocía el concepto de la lealtad. Sin embargo, quien actúa por el principio de la traición, no puede ignorar su par antinómico. Y tal vez, por un camino insospechado y paradojal, sin siquiera percibirlo, en la misma medida en que consumaba la traición, por primera vez le estaba siendo fiel a su maestro. En rigor, empezaba a preguntarse quién era, en realidad, su verdadero maestro.

VI

Siete figuras fantasmales se mecían contra el cielo crepuscular hacia el que se precipitaba la tarde. Una brisa fresca que bajaba desde los Montes de Calvana las hamacaba suavemente, haciéndolas girar sobre su eje hacia uno y otro lado. Colgadas de la ramas de un roble marchito, las siete figuras parecían frutos macabros. Rodeadas desde el cielo por una bandada de cuervos impacientes, y vigiladas por la muchedumbre desde el pie del roble de cuyas ramas pendían, los cuerpos pendulantes de
Il Castigliano
y sus seis leales mastines eran exhibidos como trofeos de caza por una turbamulta enardecida. Y, literalmente, habían sido cazados por los furiosos habitantes del burgo perteneciente al
Castello Corsini
. Después de dos días de búsqueda sin tregua, auxiliados por los sabuesos y los feroces dogos atigrados de Nápoles que el propio duque había puesto a su disposición, Juan Díaz de Zorrilla fue encontrado por la turba, exhausto y con un tobillo quebrado, en las cercanías de Fiesole. La jauría del español presentó batalla a los mastines napolitanos, pero viendo que estaban destrozando a dentelladas a los suyos, el pintor les ordenó abandonar la lucha. Por otra parte, los aldeanos los querían vivos. Pretendían obtener una confesión y sabían que sus perros eran su familia. Uno a uno fueron enlazados y atados a un árbol. Querían averiguar, además, qué había hecho el eremita con el joven que aún permanecía desaparecido y cuyo cadáver ni siquiera habían podido encontrar.

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