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Authors: Federico Andahazi

Tags: #Histórico

El secreto de los flamencos (12 page)

BOOK: El secreto de los flamencos
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Por otra parte, Dirk jamás había tenido el privilegio de cargar su paleta con la pintura más apreciada por cualquier pintor; innumerables veces había cedido a un dulce ensueño en el que lograba acariciar con sus pinceles la suave superficie del
Oleum Pretiosum
. Se imaginaba a sí mismo esparciendo sobre una tabla el rastro sutil de la fórmula, cuyo conocimiento le era negado por su propio hermano. Pero nunca, como ahora, los hermanos flamencos se habían visto tan cerca de la tentación. Cierto era que, desde el día en que Brujas se había convertido en una ciudad muerta, no se les había presentado la ocasión ni siquiera de imaginar la posibilidad de volver a preparar la secreta fórmula. Sin embargo, Dirk tenía la íntima esperanza de que ese día habría de llegar. Y en ese momento no tuvo duda de que por fin ese día había llegado.

Cuanto más miraba el enigmático rostro de su huésped, menos podía evitar Dirk la ilusión de retratarla con las pinturas que su hermano se obstinaba en negarle. No hizo falta que los Van Mander mantuvieran una conversación en privado; cada uno sabía, exactamente, qué estaba pensando el otro. Greg se revolvió en el sillón, acarició la felpa con la yema de los dedos, cerró los ojos, que se habían llenado de una vitalidad inédita, como si de pronto se hubiesen animado por la luz que el destino les había arrebatado y, finalmente, sentenció:

—Si queremos tener el trabajo listo en treinta días, deberíamos comenzar de inmediato.

III

Un rayo de sol atravesó un intersticio abierto en aquel sudario de nubes grises, extendiendo un cortinado de tul amarillento hecho de gotas de lluvia que dividió la ciudad en dos; hacia el sur del canal reinaba una penumbra acentuada más aún por el contraste de la mitad iluminada. En los cristales mojados del ventanal del taller sobre el puente de la calle del Asno Ciego se formaban pequeños círculos en cuyo centro la luz se fragmentaba en sus componentes, imitando al tímido arco iris que de pronto rasgó el cielo. Aunque todavía llovía con furia, hacía mucho tiempo, tal vez algunos meses, que no se veía el sol brillando sobre Brujas. Era una señal auspiciosa; si aquél era el inicio del buen tiempo, los vahos del aire empezarían a desvanecerse y las tablas exudarían la humedad acumulada durante el otoño; las telas se harían más permeables a los preparados de cola de pescado y tiza, y la imprimación se dejaría absorber más fácilmente.

Por otra parte, el sol resultaba vital para apresurar el secado completo del
Oleum Pretiosum
una vez terminada la pintura. De pronto la lluvia dejó de repicar sobre el tejado y las nubes se abrieron de par en par. Si quedaba algún resto de duda en el espíritu de los Van Mander, se despejó súbitamente, igual que el cielo azul que se veía tras la ventana. Dirk, sin perder tiempo, le pidió a Fátima que se preparara para posar, a la vez que extendió un lienzo en el alféizar del ventanal. Greg acomodó algunos leños que ardían en el fuego y fue hasta un rincón del cuarto donde se apilaban, verticales, una cantidad de tablas de distintas formas y tamaños. Con las yemas de los dedos recorrió la superficie de las maderas, tocó el canto de los bastidores y las separó en dos grupos, descartando en uno las que presentaban algunas fallas.

El corazón del mayor de los Van Mander latía con una fuerza inédita. No lo animaba el sentimiento pecaminoso de quien acaba de romper un juramento, sino el entusiasmo de quien reemplaza los términos de una promesa. Se decía a sí mismo que si permitía a Dirk trabajar con el preciado
Oleum Pretiosum
, quizá de esa forma habría de disuadir su curiosidad y nunca más volviera a insistir con conocer la fórmula.

Fátima miraba el súbito movimiento con la curiosidad nacida del desconcierto; ni siquiera podía imaginar que su persona había sido la causa de la eclosión del antiguo y subterráneo magma que bullía en el espíritu de los hermanos, y que ahora, después de años, surgía a la superficie con una fuerza largamente contenida. Mientras se arreglaba el tocado frente al espejo, por el rabillo del ojo intentaba descifrar el motivo de tanta excitación. Dirk se aseguró de que la tela estuviese completamente seca, la descolgó del ventanal y la presentó sobre la tabla que había seleccionado Greg. Con la pericia de un pasamanista, Dirk cortó la tela, la extendió sobre la superficie de la madera y, llenándose la boca con un puñado de clavos, empezó a martillar sobre el revés de la tabla. Cuando el lienzo quedó bien tenso, tendió una suave capa de cola haciéndola filtrar a través de la trama de la tela.

Dejó la tabla expuesta al sol, mientras preparaba un engrudo fino y algo hediondo. En un caldero de cobre puso a hervir huesos de arenque hasta que los cartílagos perdieron consistencia, al punto de convertirse en una pasta acuosa. Fátima, sin dejar de arreglarse, mirando en el reflejo del espejo, preguntaba con ingenua curiosidad sobre cada uno de los metódicos pasos que seguía Dirk. Con ánimo pedagógico y con cierta afectación de importancia, el pintor le explicó que la cola de pescado servía para darle adherencia a la tela. Luego seleccionó unas vayas de enebro. Retiró el caldero de las brasas y lo dejó enfriar. Tomó uno de los azules frutos y, con un cuchillo de hoja filosa, le abrió una incisión. Del interior salieron unas semillas, y se las enseñó a Fátima; luego le expuso que el aceite esencial que obtenía con ellas, agregado a la mezcla, le ofrecía al lienzo una adherente flexibilidad que lo protegía de la humedad y evitaba posteriores fisuras. Tomó un frasco de cristal y vertió una pequeña porción del líquido viscoso en su mano abierta.

Fátima extendió el índice y tocó las gotas que descansaban sobre la palma de la mano de Dirk; con una mezcla de aprensión y divertida sensualidad, examinó el aceite, se preguntó cuál sería su sabor, y luego se acercó la gota a sus labios. Dirk pudo ver cómo la lengua de la mujer acariciaba la superficie de su propio dedo. Como si no hubiese arribado a una conclusión sobre el sabor del líquido, hizo un gesto de duda, tomó la mano de Dirk y la acercó a su cara. El menor de los Van Mander tembló como una hoja. Sobre las líneas de su palma, como un pequeño río, rodaba todavía otra gota del viscoso aceite; contra toda previsión, Fátima cerró los ojos y recorrió con su lengua el rastro oleaginoso sobre la mano del pintor.

Greg, por completo ajeno al reciente episodio, a muy poca distancia revolvía el caldero. Dirk, con la diestra extendida y rodeada por las manos tibias de la mujer, miró a su hermano como si temiera que acabara de ser testigo de la silenciosa escena. Entonces Fátima giró sobre sus talones dejando a Dirk con el brazo tieso y una expresión anonadada, al tiempo que sentenciaba:

—Demasiado amargo. ¿No tenéis fruta? El ánimo de Dirk se llenó de aquella luz primaveral y creyó ver a la ciudad como en las épocas de esplendor; todo cobró, súbitamente, un sino de optimismo. Miró a Fátima, erguida y lista para modelar y la vio más hermosa que nunca. Tuvo la inquietante certeza de que estaba completamente enamorado.

En lo más profundo de su alma sabía que aquella alegría casi pueril encerraba el germen de la tragedia.

IV

Antes de que cayera la tarde, el boceto final estaba casi terminado. Las manos de Dirk iban y venían sobre la superficie del lienzo urgentes pero precisas. Llevaba una túnica improvisada que le envolvía la cabeza y caía sobre sus hombros. Trabajaba con un carbón duro y bien afilado y con un pincel mediano de pelo de marta. Con uno definía las líneas de contorno y con el otro bosquejaba los volúmenes esparciendo sutilísimas lavadas. Cuando utilizaba uno, sostenía el otro entre los dientes y así, como un malabarista, en un rápido movimiento, alternativamente pasaba el pincel a la diestra y el carbón a la boca. Si necesitaba ablandar las líneas, frotaba suavemente la yema del pulgar sobre el trazo. Fijaba sus ojos en el perfil de Fátima y dibujaba casi sin mirar la tela. En un cuaderno pequeño que descansaba sobre sus rodillas garabateaba breves anotaciones ilegibles y trazaba líneas cuya geometría sólo él era capaz de comprender.

Fátima permanecía inmóvil sentada sobre un taburete. Se hubiera dicho que había dedicado su vida a posar. Había adoptado una posición cómoda, el gesto distendido y la expresión fresca que siempre la acompañaba. Posaba con los hombros levemente erguidos, de manera que la espalda recta resaltaba el pequeño volumen del busto, y mantenía las manos enlazadas sobre el regazo y las piernas firmemente unidas en las rodillas y talones. Se diría que podía adivinar cuando el pintor estaba trabajando en el entorno, entonces aprovechaba para mover un poco el cuello y relajar la columna. Dirk ni siquiera tuvo que darle indicaciones. Por momentos Fátima se abstraía observando las tareas de Greg, y seguía cada movimiento del mayor de los Van Mander como si quisiera penetrar en el sentido de sus extrañas labores.

No dejaba de admirarse de la habilidad con que manipulaba cada objeto; se movía como si realmente pudiera ver. Greg era un hombre alto de mandíbula decidida y frente resuelta. Su estatura era notablemente superior a la de su hermano y, siendo varios años mayor, poseía un porte y una actitud más lozana. Dirk, en cambio, tenía la espalda doblada y el semblante abatido, como si cargara con un peso tan gravoso como antiguo. Fátima miraba los brazos fuertes de Greg tensándose cada vez que manipulaba los pesados leños, sus músculos y las venas inflamadas que contrastaban con sus dedos delgados y tan sensibles como alguna vez lo habían sido sus ojos.

Dirk se había percatado de la forma en que la mujer observaba a su hermano y, por un instante, no pudo evitar experimentar algo semejante a los celos. Pero inmediatamente se liberó de aquella idea peregrina como quien espanta una mosca. Hacía un momento Fátima había dado muestras de cuál era el objeto que ocupaba su interés. Por otra parte, se dijo, su hermano era poco menos que un anciano y, por añadidura, ciego. Sin embargo, Dirk había notado que, después del breve y furtivo episodio del aceite esencial de enebro, Fátima no había vuelto a dirigirle la palabra. Ni siquiera lo había mirado. De pronto había adoptado una actitud de perfidia o tal vez de arrepentimiento. Después de todo, se dijo, era una mujer casada. En rigor, Dirk se vio invadido por un alud de conjeturas encontradas. Quizá el contacto físico fuera un hecho común entre los portugueses y no revistiera ningún otro carácter ni segundas intenciones. O acaso la actitud indiferente de la mujer respondía a un juego de astucia o a una estrategia de seducción. Lo cierto es que Dirk tuvo que admitir que, desde la llegada de Fátima, no podía pensar en otra cosa. Y mientras la retrataba, a la vez que fijaba la mirada en su perfil adolescente, intentaba penetrar en lo más recóndito de su alma para adivinar qué pensamientos se escondían tras esos ojos negros y enigmáticos.

Entre el aluvión de hipótesis, llegó a pensar que el reciente episodio no había sido sino un invento de su imaginación turbada por la larga abstinencia de la carne. De modo que decidió tomar, ahora él, la iniciativa. En aquel justo momento el pulso le tembló al punto de quebrar el carbón entre sus dedos; el corazón galopaba en su pecho como un caballo encabritado. Con la excusa de ir a buscar una nueva carbonilla, caminó hacia el otro extremo del cuarto. Fátima aprovechó para distenderse moviendo la cabeza a derecha e izquierda. Al pasar por detrás de ella, Dirk se detuvo un momento y posó su mano suavemente en el cuello de la mujer. Sintió pánico por su atrevimiento. Pero como viera que Fátima guardaba un silencio cómplice, deslizó la palma hasta el hombro. Fátima dejaba hacer.

Dirk había encontrado que las furtivas caricias le provocaban un malicioso placer que iba más allá de la voluptuosidad; en rigor, descubrió que lo que realmente le resultaba profundamente excitante era la ausente presencia de Greg. Era como provocar un silencioso cataclismo en su universo metódico y controlado frente a sus ojos inertes. Pero mientras pensaba todo esto, también notó que la pasividad con que Fátima permitía que acariciara su cuello no revelaba ninguna disposición a la lascivia ni tampoco a la ternura. En rigor, su indiferencia se parecía más a un rechazo que a un asentimiento. De modo que Dirk, ante la inexplicable apatía que mostraba Fátima, retomó el camino hacia la pequeña despensa donde se adocenaban lápices, carbones, sanguinas y plumas minuciosamente ordenados.

Buscaba entre las carbonillas una que tuviera la misma dureza que la que acababa de romper; visiblemente contrariado, revolvía nerviosamente, desparramando todo sobre la tabla. Abría y cerraba los cajones ruidosamente, y cuanto más rebuscaba menos podía encontrar. Importunado por tanto alboroto, Greg giró la cabeza en dirección a la despensa y con un tono parsimonioso que en realidad denotaba su molestia, le preguntó a su hermano qué estaba buscando. Dirk, blandiendo el carbón roto, contestó no sin cierta hostilidad. Le fastidiaba profundamente que su hermano tuviera que inmiscuirse en todo. Pero sabía que Greg llevaba un prolijo inventario de cuanto había en el taller, trabajo que, ciertamente, él nunca se había tomado.

Greg no tuvo que pensar demasiado para decirle que aquélla era la última carbonilla que quedaba, reprochándole, de paso, la indolencia que implicaba haberla roto y la desidia de no haber hecho la compra de la semana. Le dijo que si quería continuar con el trabajo, todavía le quedaban quince minutos para acercarse hasta la plaza del mercado, atravesarla en diagonal, cruzar el canal y llegar hasta la botica para comprar carbones. Dirk resopló su fastidio, tomó unas monedas de la pequeña talega, giró sobre sus talones y, sin decir palabra, se encaminó hasta la puerta rumbo a la calle.

En el mismo momento en que Dirk salió, Fátima se incorporó, movió la cabeza en forma circular y arqueó la columna. Descubrió que tenía la espalda cansada y las piernas un poco entumecidas. De pie junto a la ventana, sintió la necesidad de prodigarse unos masajes en las piernas. De modo que se levantó el pesado faldón y, posando el pie sobre la banqueta, desnudó sus piernas largas, delgadas y firmes. Por un momento sintió pudor ante la presencia de Greg, que estaba muy cerca de ella, pero al fin y al cabo, se dijo, no tenía forma de ser testigo. Primero se frotó los muslos describiendo pequeños círculos, luego bajó hasta las pantorrillas y siguió por los tobillos. En esa misma posición, le preguntó a Greg si su hermano habría de demorarse mucho.

—No lo suficiente —respondió enigmáticamente Greg. El mayor de los Van Mander pudo sentir el aliento cercano de Fátima y hasta se diría que intuyó la proximidad de la carne desnuda. Los ojos del pintor, muertos y sin embargo llenos de una vivacidad inquietante, estaban fijos sobre los de ella. Tan semejante a una mirada era su expresión que Fátima llegó a dudar de que fuera realmente ciego. Un poco para comprobar esta última impresión y otro poco a causa de una impostergable inercia, la mujer aproximó sus labios a los de Greg lo suficiente para sentir el leve roce de su bigote entre rubio y plateado. Y así permaneció, refrenando el impulso de tocar los labios. Greg extendió su mano y, tomando a la joven por la nuca, la aproximó todavía más a su boca. Pero no la besó. Quería sentir el calor de la piel contra la piel.

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