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Authors: Federico Andahazi

Tags: #Histórico

El secreto de los flamencos (16 page)

BOOK: El secreto de los flamencos
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—Escapémonos —repitió Dirk con la voz entrecortada.

Ella le miró incrédula.

—Huyamos hoy mismo —imploró él por tercera vez.

Fátima, congelada en el taburete, lo miraba sin pronunciar palabra.

Entonces Dirk, posando el pincel sobre la base del caballete, se quitó el turbante, caminó hasta la mujer y mirándola al centro de los ojos, con una expresión desconocida, inició un encendido monólogo. Le dijo que sabía que no amaba a su esposo, podía darse perfecta cuenta de que aquel anciano del cual jamás hablaba y cuya salud, evidentemente, ni siquiera le importaba, le provocaba un hondo rechazo. Le hizo ver que era una mujer joven y bella y que no tenía derecho a condenarse a la infelicidad o, peor aún, al lento remordimiento de esperar el dichoso día de la muerte de aquel que, de seguro, ni siquiera podía darle hijos. Sin medir las consecuencias de la ofensa que pudiera estar consumando, Dirk le dijo a Fátima que aquel vil comerciante que tenía por marido no podía ofrecerle más que dinero y que ella merecía mucho más que eso. Le imploró que huyeran juntos ese mismo día, le aseguró que ambos estaban presos de un destino tan cruel como injusto; finalmente, le dijo que también él era víctima de los tiránicos arbitrios de su hermano mayor, pero ya no lo ataba ni siquiera la piedad por su ceguera.

Así como ella misma estaba cautiva entre las orladas paredes de su palacio de Lisboa, él estaba preso en aquella pestilente ciudad muerta que nada tenía para ofrecerle. Le dijo que no estaba dispuesto a ver cómo se consumían los últimos años de su juventud en la fúnebre soledad de la
Ville Morte
. Exento de toda modestia, pero hablando desde lo más profundo de su convicción, no vaciló en afirmar que sabía que era uno de los mejores pintores de Europa y que su futuro junto a su hermano se estaba malogrando; le explicó que el conocimiento de la fórmula de aquellas mismas pinturas que iba a emplear para retratarla le había sido negado siempre por Greg, le juró que no podía seguir pintando atado de manos. De rodillas, le suplicó a Fátima que escaparan ese mismo día. Podían ir a cualquier lugar del reino de Flandes; en Amberes o en Bruselas, en Gante o en las Ardenas, en Namur, Hainaut o Amsterdam, sería recibido como un príncipe. Si ella así lo quería, podían ir más allá, a Venecia, a Florencia o a Siena. A Valladolid o a cualquier ciudad de España. Hasta estaba dispuesto a que huyeran a Portugal, a la cuidad de Oporto. El sabía que pocos pintores tenían su oficio y talento, y que por lo tanto podría trabajar en cualesquiera de las cortes del continente. Rendido a los pies de Fátima, le tomó la mano y, por última vez, le imploró:

—Vayámonos esta misma noche. La mujer le pidió que se pusiera de pie y, atrayéndolo hacia su pecho, lo abrazó como a un niño.

En ese mismo momento se abrió la puerta y entró Greg. Por fin había terminado de preparar el óleo. En la diestra traía un frasco de vidrio en cuyo interior podía verse una suerte de diamante en estado líquido, dueño de un fulgor que parecía irradiar luz propia. Fátima apartó lentamente a Dirk y, presa de un encantamiento semejante al que produce la mirada de la serpiente en sus víctimas, se incorporó y caminó al encuentro del viejo pintor. Contemplaba aquella sustancia que no aparentaba pertenecer a este mundo y que, siendo que no presentaba color alguno, emitía resplandores que parecían contener todas las tonalidades del universo. Fátima volvió la mirada hacia Dirk y pudo ver que las lágrimas que corrían por su mejillas, comparadas con aquel néctar, eran como gotas opacas de agua estancada.

III

Por primera vez en más de veinte años Greg van Mander tenía otra vez entre sus manos el néctar que había jurado no volver a preparar, aquella sustancia que había llegado a conquistar una fama rayana con el mito: el
Oleum Pretiosum
. Y, por muy paradojal que pudiera resultar, su propio artífice nunca había podido verlo. En tres días de trabajo, había hecho una cantidad apenas suficiente para la primera capa. Sin embargo, el más rico de los pintores hubiese dado toda su fortuna a cambio de ese exiguo fondo que brillaba en el frasco. Greg se lo entregó a su hermano; a Dirk le tembló el pulso y por un momento temió que pudiera caer de su mano, cuya palma se había empapado con un sudor frío. No había el más mínimo margen para el error.

Pero incluso deslumbrado por la visión de aquel barniz más claro que el aire y que irradiaba refulgencias iridiscentes, no podía abstraerse del brillo de los ojos de Fátima. Miraba a trasluz aquel diamante acuoso por el que cualquier pintor hubiese estado dispuesto a dar su mano derecha, pese a lo cual no podía escapar al ensalmo de los labios de Fátima. Intentaba descifrar en ese líquido la materia secreta de su composición pero, antes, se le imponía conocer la respuesta que Fátima todavía no le había dado. Y mientras se debatía entre aquellos dos tesoros, Dirk tuvo la convicción de que podía sin duda huir de su hermano, pero que nunca lo haría del
Oleum Pretiosum
. Una idea cruzó por su mente y, por un momento, tuvo terror de su propia persona. Una idea de la cual temía no poder liberarse. Y un terror que habría de instalarse, para siempre, en su espíritu. Miró a Fátima y creyó que la mujer acababa de leerle el pensamiento. Sintió vergüenza y repugnancia, pero tuvo la impresión de que en los ojos de ella había una señal de aprobación. Tal vez, se atrevió a pensar Dirk, finalmente podría tener ambos tesoros.

El sol vertical del mediodía había despojado a las cosas de su sombra. La Ciudad Muerta se había animado de una rara alegría, semejante al silencio roto por el canto de un pájaro en un cementerio. El tiempo había mejorado en proporción inversa al ánimo de Dirk, ensombrecido ahora por una nube que tornaba turbios todos sus pensamientos. Fátima no podía despegar la vista de aquel óleo inédito. Una vez que el menor de los Van Mander le confirmó a su hermano lo que ya sabía, que la preparación había resultado perfecta, Greg se dispuso para la tarea crucial: darle color al
Oleum Pretiosum
. Comparado con el trabajo que implicaba la elaboración de la fórmula del barniz, el segundo paso resultaba, en apariencia, sencillo. Sin embargo, se corría el riesgo de equivocar las proporciones o de utilizar pigmentos deficientes, en cuyo caso todo el trabajo habría sido en vano. El óleo obtenido del aceite de nueces o de lino toleraba bien la dilución de un pigmento algo defectuoso, pero la perfecta licuefacción del
Oleum
no admitía el más mínimo vicio en ninguno de sus componentes.

Greg, con la misma naturalidad y precisión con que manipulaba los temples al huevo, vertió una mínima cantidad sobre la paleta. El delgado hilo que caía desde el frasco presentaba la apariencia de un diminuto y vertical arco iris. Tomó de la alacena un negro de marfil que él mismo había preparado calcinando un colmillo de elefante traído del Oriente, comprobó su consistencia entre las yemas del índice y el pulgar, separó una cantidad en el interior de un dedal y, finalmente, lo espolvoreó sobre el barniz. El líquido se apoderó completamente del pigmento, atrayéndolo hacia sí como si se tratara de un organismo vivo. No hacía falta, siquiera, mezclarlo. El
Oleum Pretiosum
trabajaba, por así decirlo, amalgamándose al marfil calcinado como lo hiciera una medusa con la sangre de su víctima. En pocos minutos quedó preparada una verdadera porción de «nada» en estado puro. Si tal como sostenía Aristóteles, el negro era la ausencia de color, eso mismo había sucedido en la paleta: se había producido una suerte de agujero en la materia solamente comparable a la idea imposible de la nada. Aquel negro podía definirse no por alguna de sus cualidades, sino exactamente por la ausencia absoluta de cualidad alguna. Y decir negro era, en sí, una abstracción para denominar lo innombrable, ya que en rigor, si algo podía verse en ese sector de la paleta, era nada.

Fátima y Dirk asistían atónitos a la transformación de la materia en su contrario. Pese a que se podía tocar con un pincel, pese a que parte de su consistencia estaba hecha con la sustancia de la que se compone el colmillo de un elefante, aquel negro indescriptible era la pura ausencia. No emitía reflejo alguno ni podía afirmarse que presentara volumen. No tenía profundidad ni superficie. No se podía deducir su peso ni decir que fuera etéreo. Nada. Sencillamente nada. Se puede tener una noción conceptual del infinito; se puede aceptar la razonable idea de los griegos acerca de que en una recta existen infinitos puntos. Pero nadie nunca ha «visto» un infinito. De la misma manera, ante el cotidiano concepto de «ente» se puede deducir su contrario: el no ente, es decir, la nada. Sin embargo, nadie se atrevería a afirmar que alguna vez ha visto «nada». Excepto Fátima y Dirk, que estaban presenciando cómo aquella nada se extendía en la superficie de la paleta.

IV

En el principio fue el
Oleum Pretiosum
, y luego Greg hizo las tinieblas que se abrían en el haz del abismo, y lo llamó Negro.

El Espíritu de Greg se movía sobre el haz del abismo. Y dijo Greg: sea el Azul: y fue el Azul. Y, sin verlo, supo que el Azul era bueno.

Y apartó Greg la luz de las tinieblas. Y dijo Greg: hágase el Amarillo. Y fue el Amarillo.

Y así creó, también, el Rojo.

Y el Rojo era bueno.

Greg, otra vez dueño y señor de su universo, hacía y deshacía según su voluntad y, ciego como era, envuelto en sus íntimas tinieblas, creaba colores que ni siquiera podía ver. Sentado en su trono, la barba cayendo sobre su pecho ancho, con el índice extendido tocaba esto o aquello y todo lo transformaba en color. Como un Midas de la luz, convertía los más toscos minerales, las tierras más pisoteadas, las osamentas calcinadas de las bestias, en colores nunca vistos, al solo contacto del mágico
Oleum Pretiosum
.

Y dijo Greg: haya Blanco.

Vertió la última parte que quedaba en el fondo del frasco sobre la paleta, y le agregó el fino molido del blanco de plomo. Entonces, al mezclarse con el barniz, que se diría milagroso, se produjo lo indecible. Fátima y Dirk pudieron comprobar la afirmación de Aristóteles acerca de que el blanco era la suma de todos los colores y todas las sensaciones. Si el negro era la ausencia pura, el blanco era la suma total. Conforme el
Oleum Pretiosum
se apoderaba del polvo de plomo, una cantidad infinita de destellos de incontables tonalidades empezó a surgir de la mezcla. Con los ojos alucinados, Dirk y Fátima vieron cómo aquellas refulgencias iban formando imágenes concretas y a la vez inaprehensibles. Estaban viendo Todo. Estaban siendo testigos de la Historia del Universo. Si el blanco era la luz, si la luz se eternizaba en su derrotero por el Cosmos, aquel blanco era la síntesis de todas las imágenes del mundo sobre la acotada superficie de la paleta. Confirmando el testimonio del monje Giorgio Luigi di Borgo, que aseguraba haber visto el mítico Aleph, igual que él, en ese blanco que atesoraba la luz de todos los acontecimientos, Fátima y Dirk pudieron ver aquello mismo que escribiera el poeta de Borgo: «Vi el pulposo mar, vi el alba y la tarde (…), vi un laberinto roto (era Londres), vi interminables ojos inmediatos escrutándose en mí como en un espejo, vi todos los espejos del planeta y ninguno me reflejó. (…) vi caballos de crin arremolinada, en una playa del mar Caspio en el alba, vi la delicada osatura de mi mano (…) sentí vértigo y lloré, porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo».

V

Blanco, negro, rojo, azul, amarillo. Si así pudieran definirse los inusitados colores que Greg había preparado en la paleta, todo estaba dispuesto y listo para que Dirk extendiera la primera capa sobre la tabla. Al menor de los Van Mander no dejaba de temblarle el pulso a la hora de tener que mezclar los colores según su entero criterio. Ahora que no podía contar con otro auxilio que el de su propio oficio, siendo que Greg ya había hecho su parte, tenía la inefable impresión de que era la primera vez que se confrontaba a una tabla. Levantaba la vista de la paleta y no podía evitar la sensación de que la realidad no era más que una pobre falsificación hecha de sombras comparada con los colores que descansaban sobre su mano.

Después de tres días de trabajo, Greg estaba exhausto. Cuando se retiró a descansar, dejó tras de sí una ausencia y un silencio tan sólidos que se dirían tangibles. Dirk, sosteniendo un pincel vacilante entre los dedos, temía que al mezclar los colores el
Oleum Pretiosum
se corrompiera. Pero el temor que gobernaba sus manos era el mismo que se había instalado en su espíritu; esquivaba los ojos de Fátima, y el encendido monólogo que había emprendido un momento atrás parecía haberlo dejado sin palabras. Esperaba una respuesta. Pocas veces en la vida —y tal vez nunca— un hombre se encuentra con el objeto de sus más codiciados anhelos; para Dirk, tener en su diestra el óleo con el que todo pintor soñó alguna vez significaba llegar a la más alta ambición de su existencia. Pero si, además, el tan deseado
Oleum Pretiosum
coincidía en un retrato con aquella que ocupaba el centro de su corazón, se decía Dirk, ese milagro no podía ser sino la obra del destino. Estaba dispuesto a armarse de paciencia.

Sentada sobre el taburete, Fátima permanecía con la cabeza gacha y en silencio. Tomó la esquela que le había enviado su esposo y la contempló largamente; no la estaba leyendo. Nerviosamente, apretaba la carta entre sus dedos, la plegaba, la desplegaba y volvía a plisarla sobre los dobleces como si, en realidad, estuviera tratando de decidir el futuro de su marido en la materia del papel. Dirk seguía atentamente los movimientos de Fátima y hubiese deseado que arrojara la carta al fuego que empezaba a consumir, lentamente, el último leño. La mujer resopló como si quisiera romper el silencio y volvió a dejar la carta en el pequeño
scriptorium
, sobre las que parecían ser otras cartas. Con la misma displicencia con que se había deshecho de la nota de Gilberto Guimaraes, tomó de la tabla una de las cartas. Se diría que lo hizo como un acto involuntario, y Dirk ni siquiera pareció percatarse. Abstraída en apariencia, Fátima recorría con los ojos aquella escritura para ella incomprensible —estaba escrita en flamenco— sin prestarle la menor atención. Sin embargo, cuando llegó al final y vio la firma, le cambió la expresión. La rúbrica rezaba
Hubert van der Hans
.

Dirk notó el gesto de Fátima, oteó la carta que sostenía entre los dedos y le preguntó cuál era el motivo de la sorpresa. Sólo entonces la portuguesa cayó en la cuenta del atrevimiento. Se disculpó, ruborizada, y como deshaciéndose del arma utilizada en un crimen, la devolvió a la tabla. Dirk, viendo que había sido un acto espontáneo y candoroso, no pudo menos que sonreír y excusarla. Sin embargo, volvió a preguntarle por el motivo del sobresalto. Fátima no pudo disimular un dejo de incomodidad por más que intentara restarle importancia al asunto. Entonces Dirk dejó la paleta y tomó la carta para ver de cuál de ellas se trataba. Sin dejar de sonreír, el menor de los hermanos quiso saber si aquel nombre que le había cambiado el gesto le era conocido. La mujer se encogió de hombros. Después de vacilar un momento, Fátima reconoció que le parecía vagamente familiar, aunque no recordaba exactamente de dónde ni por qué. A Dirk se le borró la sonrisa y, como si estuviera haciéndole una imputación, le espetó:

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