Se acercó al cuadro para estudiar los detalles. Era verdaderamente bellísimo. Anguissola había logrado hacerla aparecer en toda su realeza. Era inconfundible, incluso para quien no la conociera personalmente, porque con sólo ver el retrato uno se daba cuenta de que estaba en presencia de una persona de sangre real. Para quien la conocía, Isabel de Valois mostraba una frescura que sólo la juventud podía transmitir. Su mirada era dulce, con una pizca de autoridad apenas marcada, como si la pintora hubiera querido recordar a las generaciones futuras el alto rango de la modelo. Su mirada irradiaba una extraña fuerza, hasta el punto de que costaba apartar la vista de ella.
Las manos habían sido ejecutadas con extrema delicadeza. Parecían suspendidas en el aire, ya que restaba por pintar algo, probablemente el respaldo de una silla o un objeto similar en el que apoyarlas.
La princesa estaba furiosa por haber sido relegada a su palacio mientras los demás podían exhibir sus trajes más hermosos, hablar mal de éste y aquélla, y sumirse en las pequeñas intrigas que hacían tan atractiva la vida en la corte. Si hubiera estado allí, habría podido conocer a la pintora y encargarle un retrato.
Ya pensaría un modo de conseguirlo.
Satisfecha su curiosidad, en uno de sus raros momentos de lucidez decidió no tentar al demonio, sobrestimando su buena suerte. Era mejor que el cuadro volviera a su sitio antes de que alguien se percatara de lo ocurrido.
Dio las oportunas instrucciones y el cuadro regresó rápidamente al estudio de Sofonisba. Había desaparecido sólo por unas horas, las necesarias para satisfacer el capricho de una excéntrica dama aburrida.
No obstante, a la princesa le molestaba ser la única al corriente de su canallada. Ojalá pudiera compartir con una amiga aquella diablura excitante, para divertirse a espaldas del rey, pero desde que la había arrinconado le quedaban muy pocas amigas.
El primer encuentro oficial entre Sofonisba Anguissola y el maestro Sánchez Coello había sido un perfecto ejemplo de hipocresía cortesana. Sucedió de repente, por iniciativa del mismo soberano, que no sospechaba que no podían ni verse y que la desconfianza recíproca aumentaría con los años.
Felipe II, que no ignoraba la solapada rivalidad creada con la llegada a la corte de una nueva pintora, decidió que había llegado el momento de que los dos artistas fueran presentados oficialmente.
Sofonisba ocupaba su cargo de dama de la reina desde hacía meses, y por una de esas extrañas casualidades nunca se habían tropezado el uno con la otra, aunque cada uno de ellos estaba perfectamente informado de la existencia del otro. Al vivir bajo el mismo techo, parecía casi imposible que no se hubieran encontrado jamás, como si uno, cuando intuía la presencia del otro, hallara una excusa para ausentarse. Sin embargo, no habían faltado las ocasiones, sobre todo cuando el pintor oficial era llamado a los aposentos de un soberano para retratarlo.
El encuentro se produjo un domingo. Hacia las seis de la tarde, el rey se presentó intempestivamente en los aposentos de la reina mientras ésta se encontraba a solas con Sofonisba, posando para el famoso retrato de tamaño natural. A solicitud de la artista, la reina había despachado a sus demás damas, puesto que Sofonisba no soportaba la cacofonía que éstas producían cuando estaban todas juntas. Le recordaba el alboroto de un corral y no podía concentrarse.
Felipe II se acercó a su mujer para besarle la mano, mientras saludaba a su dama de compañía con un gesto de la cabeza.
—Perdonad, señora, que no haya podido venir a saludaros antes —dijo a su esposa—, pero mis ministros me han entretenido todo el día.
Isabel de Valois le sonrió.
—Señor, soy vuestra devota sierva. Vuestras visitas me honran a cualquier hora del día.
El rostro de Felipe se iluminó de satisfacción. Su nueva esposa era una verdadera perla, tan joven y tan bien educada. Muy distinta de la anterior, María de Inglaterra. Ella se habría ofuscado si Felipe no hubiera comparecido por la mañana temprano para presentarle sus respetos. También era verdad que cuando se habían casado, ella era la reina de Inglaterra y Felipe sólo el príncipe de España.
Prefirió no seguir pensando en aquel horrible matrimonio que sólo se había celebrado por razones de Estado. Nunca había conseguido sentir el menor afecto por ella, pero afortunadamente las razones de Estado no lo requerían. Naturalmente, también el matrimonio con Isabel de Valois había sido dictado por razones de Estado, pero, a pesar de la juventud de su nueva esposa —o precisamente por ella—, el matrimonio funcionaba, puesto que además de ser una mujer devota y obediente, en ella había encontrado la perfecta acompañante para un hombre de su posición.
Carente de la arrogancia y la soberbia de su anterior esposa, Isabel encantaba a cualquiera que se le acercase por el buen humor que mostraba siempre y la gracia de sus modales. Cuanto más tiempo pasaba, más se enamoraba Felipe de ella. En público, evitaba mostrar sus sentimientos, pero todos se daban cuenta del profundo afecto del soberano por su joven esposa.
Los dos soberanos se entretuvieron en cuestiones privadas, y luego Felipe dirigió su atención hacia la dama de compañía. Hasta entonces, parecía no haberse dado cuenta de su presencia, ocupado en hablar con la reina, pero para no parecer descortés se giró hacia Sofonisba y la gratificó con una leve sonrisa y una ligera inclinación de la cabeza.
—Buenas tardes, madame. —Y dándose cuenta de la presencia del caballete, añadió con amabilidad—: Veo que os consagráis asiduamente al arte de la pintura. ¿Habéis conocido a nuestro pintor de la corte?
Sorprendida, Sofonisba intentó discernir si había alguna ironía en la voz del monarca, para responderle adecuadamente, pero por su expresión era evidente que Felipe no bromeaba. Sólo trataba de ser amable, interesándose por ella.
—No, majestad —respondió, incómoda. No sabía si debía retirarse para que el rey dejar a los monarcas a solas, o si debía esperar una señal.
—En ese caso, ha llegado el momento. Acabo de dejar al maestro en su estudio. Está realizando mi retrato.
—Sería un honor para mí —respondió la pintora, turbada.
Desde su llegada a la corte de España, Sánchez Coello nunca había intentado ponerse en contacto con ella ni hacerle una visita de cortesía. Al ocupar ella una posición superior, Sofonisba consideraba que no le correspondía dar el primer paso para un encuentro, sino a Sánchez Coello. Pero el maestro no había dado señales de vida. Al contrario, su criada la había informado de algunas palabras poco amables que el pintor habría pronunciado contra ella delante de otras personas. Parecía, según esa criada —que no había presenciado el hecho pero lo había oído contar a otra criada—, que había utilizado la palabra «diletante» para juzgar su pintura. Ella no se había ofendido, pero se había visto reforzada en la opinión de que no debía dar el primer paso. Ahora, el encuentro era insoslayable, ya que el propio monarca lo solicitaba. Sofonisba se sentía tranquila. Una presentación auspiciada por el rey, y desarrollada en su augusta presencia, era para ella una garantía de respeto y estima.
En realidad, Sofonisba desconocía que Felipe II, aunque se hiciera el ignorante, había sido detalladamente informado por sus colaboradores de las cuestiones protocolarias que habían impedido el encuentro entre ambos, además de las palabras poco corteses pronunciadas por su pintor preferido contra ella. Respetuoso del rango, consideraba la postura de la dama plenamente justificada.
—Venid conmigo —dijo el rey—, vamos a recuperar el tiempo perdido.
Sofonisba no entendió la referencia a «recuperar el tiempo perdido», pero se dispuso a seguir al soberano. Antes de moverse, lanzó una mirada a la reina para pedir su beneplácito. No podía ausentarse sin su autorización. Isabel la autorizó con un gesto de la mano.
—Vaya, madame, le concedo mi permiso —le dijo con su dulce voz y una amplia sonrisa.
Sofonisba le dirigió una profunda reverencia y siguió al rey, que ya había llegado a la puerta. Se despidió de su mujer con un breve saludo.
—Espero poder cenar esta noche con vos, madame —susurró casi en voz baja, mientras se alejaba.
En el pasillo lo esperaba el secretario que lo había acompañado. Felipe, con un ademán, le dio a entender que no era momento de importunarlo y que lo dejara solo. Prosiguió a buen paso en dirección al ala sur, obligando a Sofonisba a darse prisa para no rezagarse. En el fondo, sentía curiosidad por conocer al pintor. No como persona, pues a ese respecto ya se había formado una opinión —aunque sólo era un prejuicio—, sino como pintor. Deseaba descubrir el ambiente en que trabajaba y ver de cerca sus obras. Desde que había dejado de estudiar, había tenido pocas ocasiones de visitar los
ateliers
de otros artistas y le disgustaba no mantener más contactos con sus colegas.
Después de un camino que a Sofonisba se le antojó muy corto, llegaron al estudio de Sánchez Coello. Pensó que era una ironía: estaban separados por pocas decenas de metros, pero la falta de comunicación había hecho que esa ridícula distancia fuera insuperable.
El estudio del maestro se componía de dos habitaciones enfiladas. En la primera trabajaban sus ayudantes, que en ese momento se ocupaban de sus tareas, mientras que la segunda era de uso exclusivo del maestro. Al paso del rey, los ayudantes se inclinaron profundamente, no sin mirar de reojo, intrigados, a la elegante dama que lo seguía. Sabían perfectamente quién era. Estaban al corriente, por haberlas presenciado, de las palabras ácidas que el maestro había tenido para ella, burlándose de su presunto arte. Por eso se quedaron bastante sorprendidos al verla aparecer. ¿Que viniera acompañada por el rey significaba que se había quejado de las habladurías que el maestro hacía correr sobre ella? ¿Felipe II había decidido ponerles fin? Si era así y si Sánchez Coello recibía una reprimenda del soberano, estaría insoportable todo el día.
Sánchez Coello reveló un discreto talento diplomático al recibir a la «diletante». Sus ayudantes no tuvieron tiempo de anunciarle la visita, puesto que Felipe II había atravesado la primera habitación sin detenerse. Sorprendido de verlo regresar apenas pocos minutos después de su primera visita, pensaba que quería decirle algo, antes de percatarse, a espaldas del soberano, de la presencia de la italiana. Era más joven y agradable de lo que imaginaba. Contrariamente a la idea que se había hecho de ella, no era el prototipo de la mediterránea, de cabello oscuro y ojos negros, sino rubia de ojos azules. Se parecía más a una nórdica que a una italiana. Su porte era elegante. No había duda, estaba en presencia de una verdadera dama.
Más que sorprendido, se quedó maravillado. En un primer momento creyó que había ganado la sutil partida que lo enfrentaba a aquella dama. Su orgullo se sintió plenamente colmado por que ella hubiese dado el primer paso.
Pero su satisfacción duró poco. Ya por las primeras palabras pronunciadas por el rey, comprendió que la inesperada visita de la pintora había sido iniciativa suya y no de ella. Asumió, pues, una actitud cortés, no podía ser de otra manera, y mostró la faceta más afable de su carácter, dándole la bienvenida con una efusión que Sofonisba juzgó excesiva. No tenía duda del motivo de tanta amabilidad: la presencia del rey, no que ella le resultara simpática. No se fiaba en absoluto de aquel hombre. No le gustaba su mirada. Tenía un modo inquietante de observarla de arriba abajo. Sus melifluas palabras estaban más dirigidas a complacer al soberano que a conquistarla a ella. Al conocerlo en persona, el concepto que tenía de él como persona se vio reforzado.
Después de haberlos presentado, Felipe II se excusó en urgentes compromisos que reclamaban su inmediata atención y se marchó, dejándolos solos.
Había urdido toda la estratagema para poner fin a la guerra silenciosa y absurda que los dos mantenían a distancia, porque si era verdad que la italiana no había proferido una palabra, el desdén mostrado por su pintor era inequívoco. Desde que había llegado, la había ignorado. Ahora que ambos estaban al fin frente a frente, debían arreglárselas solos. Su retirada era la mejor táctica para que los dos tuvieran que hablarse.
Hubo un primer momento de tenso embarazo. Se podía respirar en el aire la tensión de los silencios y reproches acumulada en las últimas semanas. Sofonisba comprendió que debía decir algo, antes de que se instalara un hielo definitivo entre ellos. Un silencio demasiado prolongado podía fortalecer el malestar que ambos sentían.
—¿En qué está trabajando en este momento, maestro? —le preguntó para romper el hielo.
Sánchez Coello estaba sorprendido de que se hubiera quedado. Creía que ella aprovecharía la retirada del rey para seguirlo con alguna excusa. En cierto sentido, lo habría preferido. Para él, la presentación había terminado. En cambio, se había quedado impertérrita, mirándolo con sus grandes ojos azules, como desafiándolo desde lo alto de su posición de dama de la corte.
Se sentía atrapado, sin otra alternativa que seguirle el juego y fingirse amigable. Decidió mostrar una actitud cordial, y con su habitual voz meliflua, apretando los dientes, dejó escapar con aire de confidencia:
—Su majestad me ha solicitado un nuevo retrato. Quiere regalárselo al Santo Padre, que ha expresado su deseo de recibir uno actual. El que ya tiene se remonta a varios años, y no fue pintado por mí.
Pronunció las últimas palabras como sugiriendo que su talento era universalmente reconocido, hasta el punto de que la misma Roma había pedido un cuadro suyo.
—Ah, sí… —respondió ella, sibilina—. Qué coincidencia… —Dejó pasar unos segundos antes de proseguir—: El Sumo Pontífice debe de ser un gran amante de la pintura, porque me ha escrito personalmente para solicitarme un cuadro.
—¡Caramba! —exclamó Sánchez Coello, fingiendo interés. No se creyó una sola palabra, pero quería comprobar hasta qué punto aquella joven era capaz de mentir. Sería un juego de niños descubrirla y desacreditarla—. ¿Y se puede saber de quién quiere un retrato Su Santidad, acaso de su majestad la reina?
Sofonisba fingió no oír la pregunta. Sánchez Coello la miraba con aire inquisitivo, esperando la respuesta. Ella simuló interesarse por un abrecartas de plata que había sobre el escritorio del maestro. Lo cogió y lo examinó antes de colocarlo de nuevo en su sitio. Sólo entonces dejó caer, pronunciando cada palabra con cierta suficiencia: