Antón van Dyck sentía curiosidad por conocer las técnicas que utilizaba para preparar sus telas. Quería ver si eran las mismas que usaba él, o si había alguna preparación secreta que hiciera más brillante el resultado.
—¿Cómo preparaba las telas? —le preguntó.
La pregunta agradó a la artista. Había sido su mundo durante años y hacía mucho tiempo que no podía hablar de ello con nadie.
—Una de las ventajas de viajar es que siempre se aprende algo nuevo. La preparación de las telas, por ejemplo, es muy significativa, porque varía de un país a otro, no sólo por la técnica empleada, sino también por los materiales disponibles en cada lugar. En España, por ejemplo, se utilizaban métodos y preparaciones distintos de los italianos. Para la pintura sobre madera, en Italia era habitual emplear álamo, mientras que en España, donde el álamo no estaba muy difundido, se servían del pino.
—Es cierto —intervino Antón—. Nosotros en Flandes utilizamos el nogal, abundante en nuestra región.
Sofonisba pareció no darse cuenta de la interrupción del joven, y prosiguió:
—En cambio, para la tela se utilizaba un tafetán de hilos finísimos, porque tenía la ventaja de parecer casi satinado cuando era cubierto con una buena capa de preparación. Esa preparación permitía imitar las cualidades de la pintura sobre madera. Además, también daba la posibilidad de expresarse con un estilo suave y acabado.
—¿No había limitación en las medidas del cuadro?
—Sí, joven, las había. Por ejemplo, si se quería pintar un cuadro de grandes dimensiones, se debía usar telas de lino elaboradas en Alemania, aunque eran más bastas. Para paliar el efecto rugoso de esas telas, bastaba con darles una buena capa de la preparación. Nuestros telares no podían producir grandes telas. La medida máxima rondaba el metro, mientras que las alemanas superaban los dos metros. Era una indiscutible ventaja si se quería producir un cuadro de la altura de un hombre, porque con telas de esas dimensiones se evitaba una antiestética costura en el medio.
Cuando hablaba de pintura, Sofonisba era incansable. Apenas recuperó el aliento, prosiguió:
—Sobre la tela cruda se pasaba una primera capa de cola natural y, directamente sobre ella, una primera untadura de pintura blanca, aglutinada con un aceite especial que contenía sílex, blanco de plomo, silicato, carbón cálcico y, naturalmente, yeso. Encima se pintaba un primer fondo coloreado, bastante fino y de tono gris rosado, aglutinado con un óleo compuesto de blanco de plomo, tierra roja y negro carbón.
»La pintura misma es un aceite secante. Los pigmentos son los habituales amarillos de plomo y de estaño, laca roja, tierra verde, rojo bermellón, blanco de plomo, negro carbón y tierra parda para el óxido de hierro. En síntesis, había aceites de nuez con pequeñas cantidades de aceite de lino, y tierra verde, muy usada en la pintura italiana de la Edad Media y el Renacimiento. Su empleo era esencial para sombrear las pieles.
—También nosotros, en Flandes, utilizamos el aceite de nuez —intervino Antón.
—Efectivamente —continuó Sofonisba—. El aceite de nuez estaba muy difundido en Italia, pero poco en España, donde se utilizaba más el de lino. En Italia se consideraba que el aceite de nuez amarilleaba menos con el tiempo, y era recomendado para aquellos colores cuya tonalidad podría ser influida por el tiempo, como los azules, aunque tenía la desventaja de secarse más lentamente. La linaza se secaba rápidamente, pero amarilleaba con más facilidad. Pero esas bases eran menos absorbentes y permitían un mayor brillo, al ser más manejables y elásticas que las tradicionales preparaciones de yeso y cola. Era útil para transportar las obras de un sitio a otro, cuando era necesario enrollar las telas grandes. Algunos pintores añadían sílex, mezclándolo con los colores, porque procuraba un secado más rápido del óleo.
—He advertido también una gran evolución en el dibujo de las manos —la interrumpió Antón.
—Al principio, cuando empecé a pintar, tenía algunas dificultades con las manos, que me salían demasiado grandes y estereotipadas, pero con el tiempo logré mejorar mi dibujo.
—¿Por qué algunos cuadros están firmados y otros no?
—Porque durante mi estancia en España no firmé ninguno. No estaba bien visto que una dama de mi posición se rebajara a hacerlo. Antes sí los firmaba, y cuando regresé a Italia volví a hacerlo, al no estar ya sometida a las obligaciones de la corte.
—¿Usted cree que la han copiado? Quiero decir, ¿cree que alguien se ha inspirado en uno de sus retratos para reproducirlo?
—Naturalmente. Era habitual hacerlo. Por fuerza se debían hacer réplicas, pero eso no era un descrédito. Los motivos eran muy simples: era necesario satisfacer la enorme demanda que había de retratos de la familia real. Ellos sólo posaban para el pintor de cámara, o pintor oficial, que era el único que gozaba del privilegio de poder pintarlos del natural, mientras que los demás debían conformarse con hacer copias, aunque se permitían cambiar las ropas o la posición de las manos respecto del original. Pero el rostro era siempre igual, reproducido de una misma base. Sin duda recordará que eso ya se lo había dicho. Precisamente el hecho de que yo tuviera el privilegio de pintarlos del natural fue lo que creó cierto malentendido con Sánchez Coello. Él consideraba que me metía en un territorio exclusivamente suyo, cosa por otra parte cierta, pero no podía sustraerme a un pedido específico y directo de los soberanos.
—¿Usted tenía ayudantes?
Sofonisba dejó escapar una de sus risitas.
—¿Ayudantes? No. Yo no era una pintora. Era una dama de la corte que se deleitaba pintando. No se habría entendido que tuviera ayudantes, aunque debo decir que al menos para la preparación de las telas y los colores, a veces, me habría sido muy útil.
—Por tanto, usted no tenía tiempo de hacer copias de los cuadros ajenos…
—No, y además habría sido absurdo. Pero era un valor, porque mi producción aumentaba en calidad y ponía en circulación una menor cantidad de originales.
—Al ser tan apreciada, debía de representar una seria competencia para los demás pintores de la corte. ¿Cómo lo afrontó? ¿Cree que alguien la imitó?
—Naturalmente que me han imitado, e incluso bastante bien, hasta el punto de engañar a ojos poco expertos, pero esto nunca ha sido un problema, como le he dicho antes, porque era una costumbre muy difundida y en absoluto reprobable. En cuanto a la competencia que podía constituir para los demás pintores de la corte, no creo que se deba entender en ese sentido. Naturalmente había competencia entre los pintores varones de la corte, pero había bastante trabajo para todos. Lo que no podían aceptar, y en cierto sentido no me han perdonado, era el hecho de que yo fuera mujer.
Al término de la visita, Sofonisba, al repasar sus cuadros, no podía dejar de pensar en su secreto. Habría querido añadir algo, decirle que los cuadros a veces tienen una vida propia que uno ni siquiera puede imaginar, que pueden llevar secretos difíciles de compartir, pero se contuvo en el último momento. Había callado durante muchos años, no era conveniente hablar ahora. Una palabra de más podría despertar sospechas que no tenían razón de ser. Por desgracia, su secreto era cosa suya. Le habría gustado contar cómo uno de sus cuadros, de apariencia anónima, había contenido durante años un secreto. Así, sólo como una anécdota más. Pero era un riesgo que no podía correr. Ella aún se preguntaba si, después de tantos años, había hecho bien en tomar la decisión que había tomado. De todos modos, ahora era demasiado tarde para dar marcha atrás, y debía convivir con su angustia.
Los dos hombres entraron en el palacio por una puerta de servicio situada en la parte de atrás, no sin haberse asegurado de que nadie se percatara de sus movimientos. Temían ser sorprendidos por algún delator. Los traicionaba el voluminoso cuadro que llevaban cuidadosamente envuelto en una tela. Cualquiera que los viese, no habría tenido dudas sobre qué clase de objeto transportaban.
Sus instrucciones eran muy precisas. Nadie debía sospechar que aquel cuadro había sido sacado del palacio real. Si alguien hubiese advertido su sustracción y dado la voz de alarma, podría haber provocado un gran escándalo. En realidad, habían recorrido sólo unos centenares de metros, ya que quien les había encargado aquel robo vivía casi enfrente del Alcázar, la residencia de los reyes en Madrid.
El empleado que les había abierto la puerta avisó de inmediato a su ama de la llegada de los dos hombres. Los estaba esperando con impaciencia.
Suyas habían sido las instrucciones de sustraer el cuadro del estudio de la pintora italiana, Sofonisba Anguissola, para llevárselo a escondidas a su casa. Sabía que era una jugada peligrosa, un movimiento muy arriesgado por las consecuencias que acarrearía si se llegaba a descubrir, pero a aquella mujer le gustaba jugar con el peligro. Sólo se divertía mofándose de las normas. Y ésta era una verdadera provocación a la máxima autoridad. Para hacer más excitante la burla, había desafiado al mismísimo Felipe II. Tenía algunas cuentas pendientes con él, desde que prácticamente la había obligado a permanecer encerrada en su casa.
No ignoraba las graves consecuencias que habrían castigado al instigador, además de a los autores del robo, si hubiera sido descubierto, pero no había resistido la tentación. Bromear con el poder regio podía costarle muy caro, pero formaba parte de su carácter indomable. En su casa, los retos estaban a la orden del día. Por más consejos y advertencias que le diesen, siempre hacía lo que quería y le parecía, aunque ello significara desafiar al soberano.
Su anhelado objeto de deseo estaba al fin en su poder. Ahora podía finalmente ver a gusto el cuadro que el rey había encargado a aquella italiana, que según se murmuraba en la corte ni siquiera él podía ver. Al menos eso se decía, porque el enérgico rechazo de la pintora al deseo real había corrido como la pólvora por todo el palacio. No se hablaba de otra cosa.
Había sido precisamente esa negativa lo que había hecho saltar en ella el muelle del desafío. Si el propio rey no había podido ver el retrato de su mujer, ella sí. ¿La reacción de la italiana había sido sólo una excentricidad de artista o la prueba inequívoca de que la dama tenía un carácter de hierro? Ella se inclinaba por la segunda posibilidad, lo cual era suficiente para despertar su admiración.
Doña Ana de Mendoza y la Cerda, princesa de Éboli, hizo apoyar el cuadro contra una pared, a plena luz. Hizo quitar el paño que lo cubría y se alejó unos pasos para admirarlo mejor. Se quedó estupefacta. El retrato de la reina Isabel era sencillamente maravilloso. Nunca había visto un retrato reproducido con tanta precisión y fidelidad. La reina parecía casi viva en la tela.
Ella, Ana de Mendoza, era una privilegiada. Había hecho sacar, esperaba que con discreción, de las habitaciones de Sofonisba Anguissola una obra que nadie, aparte de la autora, había admirado aún. Y era verdaderamente una obra maestra.
No era su intención retenerlo y menos aún apropiárselo. Al contrario, quería que fuera restituido a su legítima propietaria antes de que ésta lo echara en falta. Lo último que deseaba era disgustar a aquella mujer a la que ni siquiera conocía, pero que merecía todo su respeto.
Además, si por desgracia se descubriera que había sido ella la instigadora de aquella «momentánea sustracción», y más si se sabía que el cuadro había sido llevado a su casa, las consecuencias de su bravuconada podían ser más que desagradables. Tenía suficientes quebraderos de cabeza por sus ambiguas relaciones con el rey como para añadir otros. Este argumento la había hecho reflexionar antes de decidirse. Sabía que se trataba de algo prohibido y reprobable, pero la tentación y la curiosidad habían sido más fuertes que el sentido común.
El cuadro la intrigaba demasiado. Había oído hablar repetidamente de él a sus amigos cortesanos. Algunos murmuraban, otros lo afirmaban con absoluta certeza, que incluso la propia reina no había podido verlo. La decisión de la artista de no enseñarlo a nadie antes de que estuviera terminado sorprendía a todos. Pero ella era la princesa de Éboli, una de las mujeres más poderosas e influyentes del reino. Si aquella joven reina no se había puesto suficientemente firme con su dama, ella, Ana de Mendoza, cortaría por lo sano. Estaba habituada a obtener todo lo que quería, y sabía qué medios utilizar para satisfacer sus caprichos. Nadie habría sido capaz de detenerla y oponerse a su voluntad, y ella quería ver ese cuadro antes que la reina y antes que el rey. Una humillación para los soberanos, aunque ella fuese la única que lo supiera, pero sólo de esa manera podía colmar su desmesurada vanidad.
También era una pequeña revancha personal contra la joven soberana, por no haberla admitido en el círculo de sus íntimos. No imaginaba que había sido precisamente Isabel de Valois quien había pedido al rey que la princesa fuera alejada de la corte, porque no soportaba su soberbia y arrogancia.
Ana de Mendoza se había prometido no hablar con nadie de su perversa maquinación para ver en primicia la pintura de la italiana. Nadie podía saberlo, aunque le costara mantener el secreto. El asunto era demasiado grave. Era inútil correr riesgos superfluos. Sería su secreto íntimo. Al menos eso esperaba.
El solo hecho de haber logrado satisfacer su capricho era ya motivo de orgullo. Lo suficiente para satisfacer y colmar, al menos en parte, su enorme soberbia. Sólo quería verlo. Debía verificar con sus propios ojos, a decir verdad con su único ojo, si todo lo que se decía de la nueva pintora llegada a la corte correspondía a la verdad. Ana de Mendoza había perdido un ojo de jovencita en un combate de esgrima, un pasatiempo ciertamente poco femenino, pero al que ella era muy aficionada. Desde entonces, el parche que cubría el ojo estropeado era una característica que no le permitía pasar inadvertida. Para ella era motivo de orgullo. Por desgracia, la pintura estaba incompleta. Aún faltaba el vestido, apenas esbozado, que era fácil imaginar cómo sería una vez completado. Pero lo que veía con su único ojo la dejó boquiabierta. El bellísimo rostro de la soberana y sus manos eran de tal realismo que parecían de carne y hueso. La princesa de Éboli sintió una pizca de celos. Nunca nadie la había pintado con semejante fidelidad. Qué ironía. Hasta ahora, siempre había pensado que conocía a los mejores pintores. Ahora se daba cuenta de que había alguien en condiciones de hacerla eterna. Al menos sobre la tela, debía convencer a aquella italiana de que le hiciera un retrato.