»Después del nacimiento de Isabel Clara Eugenia, Felipe II se comportó muy bien. Fue muy cariñoso con su mujer. De manera del todo excepcional, había participado en el parto, manteniendo apretada la mano de la reina y tratando de ayudarla lo mejor que sabía.
»Estaba tan entusiasmado con el nacimiento de su hija que quiso llevarla él mismo a la pila bautismal. Para eso, hacía continuos ensayos en su cámara, con una muñeca que encargó especialmente. Pero al final eligió a su hermano, don Juan de Austria, para llevar al bautismo a la pequeña infanta. Al año siguiente nacería otra niña, Catalina Micaela. Fue llamada Catalina en honor a su abuela y Micaela por el santo del día. De nuevo, la reina estuvo muy mal y tuvo terribles fiebres. Se pensó que se debía a la escasez de su leche materna, así que se le aplicó un ungüento de perejil en los pezones para provocar un aumento de leche. Pero no fue suficiente, así que se llamó a una nodriza, una tal María de Messa, que por los servicios prestados a la Corona recibió una asignación de cien mil maravedíes anuales por el resto de su vida.
»Isabel nunca estaba bien. Tenía una salud muy endeble. Su estado se agravó cuando en mayo de 1568 tuvo continuas náuseas, mareos y sensaciones de ahogo. Se creyó que estaba nuevamente encinta y, por desgracia, era verdad. Demasiado pronto para una joven tan débil. En octubre se encontraba en una situación desesperada. Al final, me parece que el tres de octubre, si mal no recuerdo, expulsó un feto de cinco meses, el varón tan esperado para la sucesión al trono. Lamentablemente, el niño había muerto en el vientre de su madre, estrangulado con el cordón umbilical. Cuando lo sacaron estaba completamente negro. No se pudo hacer nada por la pobre reina, que murió el mismo día, en medio de atroces sufrimientos.
—¿No tuvieron, pues, hijos varones? —preguntó Antón, un poco cansado de esa larga historia.
—No. El varón nacería más tarde, con la cuarta mujer de Felipe II, Ana de Austria.
—¿Y qué sucedió con las dos niñas? ¿Sobrevivieron? —fingió interesarse. Habría preferido cambiar de tema, pero visto que Sofonisba estaba particularmente locuaz, la dejó hablar.
—Naturalmente. Bajo mi atenta supervisión. Las crié yo, porque muerta la reina, terminaba el motivo oficial de mi presencia en la corte de España. Se suponía que Felipe II se volvería a casar, lo que efectivamente ocurrió, pero de momento no había ninguna seguridad y, por tanto, yo me quedaba sin empleo. Si las condiciones hubieran sido otras, se habría podido decir que mi regreso a Italia ya estaba maduro, pero Felipe II decidió otra cosa. Dado que me tenía en cierta estima, sobre todo por la amistad que me ligaba a la difunta reina, decidió nombrarme gobernanta de las pequeñas infantas. Así permanecí durante unos años en la corte, ocupándome de criar a esas niñas. Con el tiempo, Isabel Clara Eugenia se convirtió en una estrecha colaboradora de su padre, que más tarde la nombró gobernadora de los Países Bajos. Se casó con el archiduque Alberto de Austria, pero por desgracia no tuvo hijos. Si los hubiera tenido, los Países Bajos habrían sido independientes de la Corona española. Felipe II siempre había tenido planes muy ambiciosos para su primogénita, a la que adoraba. En un momento dado, había pensado en pretender la Corona de Francia para ella, al ser sobrino de Enrique II y al no tener su tío, Enrique III, descendencia directa. Pero Enrique IV fue nombrado sucesor y esos planes quedaron en nada. Catalina Micaela, en cambio, se casó con el duque Carlos Manuel de Saboya y se fue a vivir a la corte de Turín. No volví a verla.
—¿Su nueva ocupación le permitía pintar?
—Claro que sí. Nunca dejé de pintar, mientras pude. Luego, naturalmente, con los años empecé a tener dificultades con la vista. Sólo entonces abandoné. No tenía elección.
En los últimos días, Sofonisba daba evidentes muestras de cansancio. Durante las conversaciones mantenidas con Antón se había adormecido varias veces, de manera creciente a medida que pasaban los días. Si al principio sucedía brevemente, ahora el lapso de tiempo en que permanecía ausente se prolongaba bastante, cada día más, y al despertarse le costaba recordar el pasado.
Antón comprendió que sus visitas cotidianas a la casa del viejo barrio árabe estaban llegando a su fin. Sin embargo, tuvo tiempo de escuchar el relato de su vuelta a Italia para reunirse con el esposo que le había encontrado Felipe II, la pésima acogida que le había brindado su familia política y finalmente cómo su marido había encontrado una muerte estúpida y precoz, ahogado en el golfo de Nápoles, dejándola prematuramente viuda. Contó cómo su hermano había tenido que venir a Sicilia, donde ella residía con el fallecido, para defender sus intereses y recuperar la dote, y cómo había conocido al capitán Orazio Lomellini en el barco que la devolvía al continente. Se habían casado enseguida, sin esperar el consentimiento del rey de España, que lo habría denegado, y había vivido feliz con él primero en Genova y luego en Palermo. Recordaba perfectamente la visita de la infanta Isabel Clara Eugenia, de paso por Genova camino de Flandes, que quería saludar a su antigua tutora.
Un día, en el momento de separarse, ella lo despidió como si supiera que era la última vez que se veían, y efectivamente así fue.
Al día siguiente, cuando Antón se presentó en la casa según la costumbre, ella se encontraba enferma y no pudo recibirlo.
El debía partir. En el puerto había un barco que no lo esperaría. Dejó para ella, en señal de gratitud por todo el tiempo compartido, uno de los dibujos que le había hecho en el curso de sus largas conversaciones. Tuvo el disgusto de no poder saludarla por última vez, aunque prefería que fuera así. Nunca había sabido dominar sus sentimientos, y temía que en el momento del adiós se le escapara alguna lágrima de emoción. Guardaba el recuerdo de su sonrisa y para él era suficiente.
Nunca supo si ella había enfermado precisamente porque sabía que había llegado el momento de la separación.
Después de la visita de Sofonisba, Sánchez Coello estaba inquieto. En permanente agitación, llevaba al extremo lo peor de su carácter, desahogando su rabia y mal humor con sus ayudantes. Algo no funcionaba, y lo atribuía al nerviosismo por una breve frase que Felipe II había dejado caer al visitarlo pocos días después. Aquella mañana, temprano según su costumbre, el rey había visitado al pintor para comprobar el avance de sus encargos, y se había mostrado de un humor exultante. Ocurría que el día anterior Sofonisba había terminado el retrato de su esposa, que había sido presentado oficialmente en una breve ceremonia en los aposentos de la misma, antes de ser embalado y enviado a su destinatario, Pío IV. Durante la breve ceremonia, Felipe II había fingido sorprenderse por la belleza del cuadro, callando que ya lo había admirado en secreto. Y aquella mañana, delante de un Sánchez Coello abatido por no haber sido invitado a la presentación oficial del cuadro, Felipe II se deshacía en cumplidos hacia la italiana, alabando sus méritos y la bondad de su carácter. Para el pintor cada palabra era una puñalada en el corazón. ¿Acaso había perdido el favor del soberano, para que hablase con tanto entusiasmo de aquella a la que ni siquiera consideraba una colega, sino una simple diletante? La evidente complacencia del soberano no hizo más que agudizar su disgusto y mal humor.
Desde la visita de Sofonisba no lograba concentrarse en su trabajo. Estaba obsesionado con la cuestión del autorretrato que supuestamente le había encargado el Papa. La italiana se lo había contado con tanta soberbia que Sánchez Coello creía que lo había hecho con el propósito de herirlo. Era una típica táctica femenina. Cuando las mujeres quieren golpear al sexo fuerte, saben cómo hacerlo. Lo comprobaba cada vez que mantenía una discusión con su mujer. Siempre conseguía herirlo con las palabras, dejándole un regusto amargo en la boca. Aquella Sofonisba era igual. Sólo que la amargura tenía el sabor del veneno.
El entusiasmo del rey por la italiana no había sido lo único que le había amargado la jornada. Ese mismo día lo había visitado su viejo amigo, el pintor Pantoja de la Cruz.
El motivo aparente de su visita era un mero pretexto, pues a los pocos minutos Pantoja de la Cruz había abordado lo que en realidad le interesaba: la visita de la italiana. Toda la corte la comentaba con profusión de detalles, como si cada uno de ellos hubiera presenciado el encuentro, añadiendo detalles a su antojo. Se decía, por ejemplo, que el pintor se había precipitado a su encuentro para besarle la mano, cosa del todo incierta, y que el mismo rey lo había humillado aconsejándole que tomara clases de pintura con ella, para dominar el estilo italiano. Cada cosa contada por su amigo Pantoja lo ponía más furioso. Nadie sabía en realidad cómo había ido el encuentro, pero se cotilleaba a gusto. Pantoja había venido precisamente para saber cómo había ocurrido en realidad, puesto que no se fiaba de los chismes de la corte. Amigo y colega del pintor, tenía suficiente confianza como para sonsacarle la verdad.
—Mi querido Alonso, he sabido que finalmente esa pintora italiana ha venido a saludarte —empezó Pantoja.
—En efecto, estimado Pantoja. La damisela se ha dignado a visitarme. Ha comprendido que era ella quien debía dar el primer paso —respondió el pintor, con el pecho henchido de vanidad.
—Gracias a la intervención de su majestad… —precisó, sibilino, Pantoja de la Cruz.
—Ciertamente, amigo mío, ciertamente —admitió Sánchez Coello—: Fue obligada por su majestad, que de ese modo quería mostrarme toda la confianza y estima que me profesa. Con ese gesto, el rey le hizo entender cómo funcionan las cosas en esta corte. Sin su intervención, no creo que ella lo hubiera comprendido.
Recordaba perfectamente el tono y la actitud altanera de Sofonisba. Aquella mujer era un demonio. Había querido humillarlo deliberadamente con el supuesto encargo del Papa. Le costaba admitirlo, pero desde luego la muy zorra lo había conseguido. Aquellas palabras habían sido mortales para el ego del pintor. Que el inconmensurable honor del favor papal hubiera recaído sobre ella y no sobre él constituía una dolorosa afrenta. Claro que si se hubiera tratado de un colega no se habría ofuscado tanto. Es más, quizás incluso se habría alegrado por él. Pero ¿ella…? ¿Una mujer que se entretenía pintando? Era verdaderamente insoportable.
—No te enfades, querido Alonso —dijo Pantoja, conciliador. Comprendía que su amigo estuviera tocado en su orgullo, pero no comprendía por qué se mostraba tan ofendido. ¿Era por el favor real, por la amistad con la reina o por el encargo del Papa?—. Me han llegado noticias de Italia sobre ella… —añadió.
—Ah, ¿sí? ¿Y qué se dice en Italia de la damisela?
—Mis contactos afirman que es muy conocida y apreciada.
—Ciertamente no aquí, en España —replicó el pintor de la corte, tajante. No era esta clase de información la que esperaba.
—Aún no —se le escapó a Pantoja de la Cruz—. Pero tiempo al tiempo y verás como se abrirá camino. Si tiene tanto talento como se dice, no tardaremos mucho en comprobarlo.
—Pero no es una verdadera pintora. Es sólo una dama de compañía de la reina, la única italiana y la única que no es de alto linaje en ese puñado de francesas y españolas. Sólo se deleita ensuciando telas con colores, en vez de dedicarse a hacer ganchillo —respondió Sánchez Coello, rabioso.
—No creas. Mis contactos afirman que los retratos de esta Sofonisba, sus pinturas de ambiente familiar y devocional, son buscadísimos por los grandes de Italia. Es muy apreciada. Quizá deberías ver algunos cuadros suyos…
—¡Temen mi juicio! Ni siquiera me han invitado a la presentación del retrato de la reina, antes de que fuera enviado a Italia.
—Si eso te ofende, no te preocupes. Tampoco me han invitado a mí.
Eso no lo hizo sentirse mejor. ¿Cómo podía ser que aquella mujer fuese una pintora famosa en su país? Hizo un esfuerzo por disimular su contrariedad. No era desde luego una buena noticia que la tal Sofonisba fuera tan buena como se decía. Al contrario, podía representar un peligro más serio de lo previsto. Debía analizar la situación y encontrar la manera de neutralizarla. Estaba en juego su reputación. No podía permitir que una extranjera le birlara el cargo.
Pantoja de la Cruz cambió de tema. No era el momento adecuado para insistir en el asunto. Su colega parecía bastante alterado. Francamente, no comprendía cómo un hombre como él, que disfrutaba del favor real, se preocupaba tanto por una pintora extranjera que, con toda probabilidad, no permanecería demasiado en la corte. Bastaba, por ejemplo —ojalá no ocurriera—, que le sucediera algo a la reina para que todas sus damiselas fueran devueltas a su país. Además, era una mujer. El cargo de pintor de la corte era una función exclusivamente masculina. Sánchez Coello no corría ningún peligro de que la italiana lo despojara del cargo, si era lo que temía.
Con una rápida excusa, se despidió y se marchó. Si su amigo estaba intratable, ya lo visitaría más adelante.
Una vez solo, Sánchez Coello meditó sobre las últimas palabras de Pantoja. Era evidente que Anguissola estaba abriéndose camino y, poco a poco, ganaba enteros en el favor real. No podía quedarse de brazos cruzados viendo cómo su reputación menguaba ante el ascenso de aquella advenediza. Debía encontrar un modo de frenarla si no quería que ocurriera un desastre. Se puso a reflexionar sobre el medio. Una idea comenzó a abrirse paso en su mente. Era algo muy vago, pero merecía la pena sopesarlo. La idea le gustó y se sintió súbitamente confortado. Quizás había encontrado la manera de desembarazarse de su molesta rival.
Desde hacía unos días, Sánchez Coello vigilaba discretamente los movimientos de su rival. Quería calcular el momento oportuno para poner en ejecución su plan.
Debía actuar con la máxima prudencia si no quería crear un escándalo de repercusiones desastrosas para su carrera. En caso de que alguien descubriera su maquinación, corría el riesgo de perder el cargo y ser expulsado de la corte. Un final poco glorioso para un pintor de su fama. Si esto hubiera ocurrido, le resultaría muy difícil volver a forjarse una posición. Debía actuar, pues, con suma cautela.
Dado que no se fiaba de ninguno de sus ayudantes, había optado por la única solución que garantizaba máxima discreción: hacerlo él mismo.
Si lo sorprendían cometiendo la vileza que tenía en mente, siempre podía inventarse una excusa más o menos convincente, pero si el sorprendido era un ayudante suyo la evidencia saltaría a la vista.