Estaba satisfecho con el resultado de su misión, aunque la intensa actividad de las últimas semanas lo había agotado. No obstante, estaba radiante por volver a casa. Esperaba que esta vez pudiera disfrutar largo tiempo de su hermosa villa en las afueras de Roma. Ya era demasiado viejo para recorrer media Europa al servicio de la Santa Sede. Tal vez le convendría tomarse unas largas y merecidas vacaciones, para aprovechar sus últimos años de vida. Se lo diría al Papa. Sí, de nada serviría la insistencia del Pontífice para confiarle una nueva misión.
Mientras la carroza marchaba en dirección a la costa mediterránea, pensó en el documento escondido en el cuadro. Aunque viajara con él, Mezzoferro estaba siempre atento al discreto embalaje que lo contenía. Al subir a la carroza, había ordenado a sus asistentes que llevaran la pintura a la suya, ya que se trataba de una obra destinada al Sumo Pontífice y requería los mayores cuidados.
Pero en realidad había desoído olímpicamente las instrucciones del Papa. No había entregado el cuadro al nuncio para que lo enviara por correo diplomático. Sencillamente se lo había quedado. Si a Pío IV le daban sofocos, que se aguantara. Tendría que esperar por fuerza a su regreso, pues él debía retirar el documento antes de entregarle el cuadro. De repente cayó en la cuenta de que el mejor escondite para el documento era precisamente aquél. Acababa de tener una idea genial.
Quien lo buscara, lo haría en cualquier parte del mundo, en cualquier casa, pero no precisamente allí, en los palacios vaticanos. Soltó una risotada, sorprendido de su genial ocurrencia. Una vez colgado en el Vaticano, el cuadro y su contenido secreto estarían seguros. Ya pensaría más tarde cómo recuperar el documento, si fuera necesario.
Rió aún más fuerte al pensar en la jugarreta que estaba a punto de hacerle a Pío IV. Ya veía su cara cuando le entregara el breviario de Carranza, como si fuera su anhelado «objeto personal». Pío IV se pondría furioso, pero se le pasaría. Para compensarlo, le llevaba una bellísima pintura.
Tranquilizado por la vista del envoltorio que escoltaba en el asiento de enfrente, se dejó llevar por el balanceo de la carroza, y empezó a adormilarse. Entre un bache y otro del pedregoso camino, se concedió involuntarias cabezaditas reparadoras que alternaba con ensoñaciones sobre qué ventajas podría obtener de la posesión de aquel documento.
Debía actuar con la máxima cautela. Dar a entender claramente a Pío IV que lo tenía en su poder, sin duda le habría ocasionado no pocos problemas, y podía suponer un movimiento en extremo peligroso.
Aún no sabía cómo, pero antes o después encontraría la manera de beneficiarse de su pequeño gran secreto.
Llegados a Cartagena, se enteró de que la nave en que debía viajar no había podido atracar en el puerto por el intenso tráfico de aquellos días. Se había quedado anclada en el centro de la rada y para embarcar era necesario el uso de un bote.
El contratiempo lo irritó muchísimo. No sólo por las dificultades que representaba un transbordo para un hombre de su corpulencia, sino, como si no bastase, por su pánico al agua. Era una reminiscencia de su más tierna infancia, cuando, mientras jugaba en las inmediaciones de una fuente, se había caído en ella. Antes de que la gobernanta se percatara, el niño ya había tragado agua y estaba a punto de ahogarse. Desde entonces, siempre había evitado el contacto con el agua, pues no había nada que lo ayudara a controlar su fobia.
Protestó en la capitanía del puerto por el trato dado a una personalidad de su categoría, pero sirvió de poco. Presa de un creciente malhumor, acabó por comprender que, o bien esperaba unos días hasta que se liberara un puesto en el muelle —todas las naves estaban cargando o descargando mercancías, operaciones que no se podían suspender—, o, si quería embarcar ese mismo día, tendría que hacer uso del bote. Se resignó a esto último, pero sin ahorrar críticas y amenazas a los responsables de la capitanía.
El acceso a la barca no fue tan dificultoso. Con un pequeño y ágil salto que sorprendió a los presentes, el cardenal abandonó la seguridad del muelle para encontrarse en la barca, que se balanceó peligrosamente al recibir su peso.
La travesía hasta la nave se efectuó sin problemas, a pesar del ligero viento que se estaba alzando.
El cardenal, intentando esconder su pánico bajo una apariencia digna, optó por cerrar los ojos y pensar en otras cosas. Pero el ligero bamboleo del bote lo descompuso. Sabía que si abría los ojos se encontraría mejor, pero entre luchar contra el pánico con los ojos abiertos o contra la náusea con los ojos cerrados, prefirió la segunda opción.
Después de un tiempo, que le pareció interminable —no habían pasado más de quince minutos desde que había embarcado—, la pequeña barca llegó al flanco del buque.
Mezzoferro abrió los ojos y lo que vio no le gustó nada. Gimió de rabia e impotencia: para subir a bordo tendría que trepar por una escala de cuerda sujetada desde cubierta por un par de tripulantes. Aunque para sus acompañantes no fuese nada del otro mundo, para él representaba un esfuerzo insuperable. Lanzó tales gritos de protesta que el capitán de la nave, que presenciaba desde arriba el transbordo del ilustre pasajero, pensó por un momento en anular la operación y esperar a que se liberara un sitio junto al muelle, para facilitarle las cosas al eminente personaje. Pero esta solución implicaba un retraso de varios días sobre el ajustado calendario del viaje.
Maldiciendo a todos y blasfemando como un lobo de mar, el cardenal se resignó al menos a intentarlo, vistos los reiterados ánimos de sus asistentes, que insistían en que el ascenso no era tan dificultoso como parecía.
Alguien propuso lanzar un cabo con gancho para izar al mastodóntico cardenal, pero Mezzoferro se negó de plano. Era impensable someterse a semejante ridículo, del todo ofensivo para su dignidad. Ya imaginaba las carcajadas de los tripulantes al ver a un cardenal izado como un cerdo camino del matadero.
Se levantó un brusco viento que hizo oscilar peligrosamente la frágil embarcación, que chocaba contra el costado de la nave. El cardenal se decidió, convencido de que correría menos peligro en la escala. Puso un pie inseguro en el primer peldaño de madera mientras apoyaba el otro en el siguiente, para impulsarse. El empujón hizo vacilar el bote y lo separó un palmo del barco. Por un momento, el ilustre y pesado prelado permaneció suspendido sobre el agua, con un pie apoyado en el débil peldaño de madera de la escala de cuerda y el otro buscando desesperadamente un apoyo, ya que Mezzoferro no quería mirar hacia abajo para ver dónde meterlo.
Fue cuestión de segundos. Mientras todos trataban de acercar el bote al barco, el cardenal perdió el equilibrio y cayó pesadamente al agua.
Hubo un momento de pánico entre sus asistentes, mientras desde cubierta algunos tripulantes se desternillaban ante el grotesco espectáculo.
Mezzoferro no sabía nadar. Intentó aferrar desesperadamente uno de los brazos que le tendían, pero las olas y el viento alejaban cada vez más el bote. Desde la nave, un par de tripulantes se lanzaron al agua, pero cuando llegaron junto al prelado, éste desaparecía y emergía entre las aguas, lastrado por el peso de sus ropajes. Sus salvadores intentaron arrastrarlo hacia la embarcación, pero el oleaje y los manotazos del prelado entorpecían sus esfuerzos.
Cuando, tras múltiples intentos, consiguieron subirlo al bote, el cardenal ya había fallecido. Con los pulmones llenos de agua, su corazón no había resistido.
Cundió la consternación.
A Pío IV, la imprevista desaparición del cardenal casi le provocó una crisis nerviosa. Pero cuando le entregaron el cuadro de Sofonisba, su aprensión se calmó un poco. De inmediato vio el dedo de la artista doblado, lo que significaba que Mezzoferro, antes de morir, había tenido éxito en su misión. No obstante, ahora se enfrentaba a otro quebradero de cabeza: ¿Mezzoferro había querido comunicarle que había recuperado el documento, o sencillamente que todo estaba bien y que el pontífice podía quedarse tranquilo?
Pensaba resolver el enigma con la inminente llegada a Roma del cardenal Carranza, que según los acuerdos alcanzados en Madrid por Mezzoferro debía ser juzgado y cumplir su eventual condena en la capital de los Estados Pontificios, pero tampoco con él logró una respuesta clara.
Carranza, que nunca admitió haberse dejado robar estúpidamente el documento, daba respuestas vagas sobre el lugar en que estaba guardado. Y dado que era la única garantía de salvar su vida, se negó repetidamente a entregarlo a otro cardenal, en respeto al protocolo acordado entre ellos.
Antes de partir para el exilio romano, mientras era acompañado por una buena escolta desde la prisión a su residencia para preparar su equipaje, Carranza apenas había tenido tiempo de hacerse entregar la Biblia por el padre Ramírez. En aquel momento no advirtió que faltaba una de las gemas que ornaban la cubierta, ya que su única preocupación había sido verificar que el escondite secreto de la última página estaba intacto. Al verla en perfectas condiciones, respiró tranquilo.
Fue sólo una vez llegado a Roma, al ir a cambiar el documento de escondite, cuando se dio cuenta del robo.
Pasó meses devorado por la duda de quién podía haberlo cogido y qué uso pretendía darle, sin obtener respuesta. El encuentro con el pontífice había sido muy duro. Pío IV, presa de los nervios, lo había hecho llamar apenas llegado a Roma.
Necesitaba alguna pista para descifrar el mensaje de Mezzoferro.
El malogrado cardenal había hecho pintar doblado el dedo de Sofonisba. Eso sólo podía significar una cosa: que Carranza le había entregado la Biblia que contenía el temido documento. Pero, después de su muerte, no se había encontrado ninguna Biblia entre sus efectos personales. ¿Qué había hecho con ella? Así pues, el Papa estaba impaciente por ver a Carranza para confirmar la entrega de la Biblia.
Al entrar en el despacho del pontífice, Carranza comprendió por su cara que no sería una conversación amistosa. Pero Pío IV era astuto y no quiso espantar a su viejo amigo agobiándolo con preguntas insidiosas.
—Espero que haya tenido un buen viaje y que la cárcel no haya afectado su salud —le dijo, sonriendo. La verdad, Carranza le pareció más rozagante que antes, como si la recuperada libertad lo hubiera rejuvenecido.
—No puedo quejarme, Santidad. Ha sido duro, pero sabía que el Señor acudiría en mi ayuda.
Pío IV enarcó las cejas. ¿El Señor? ¡Qué caradura!
—Los caminos del Señor son inescrutables, eminencia, bien lo sabemos quienes lo invocamos cada día. —Hizo una pausa antes de añadir—: No obstante, el Señor a veces escucha la voz de un humilde servidor como yo.
La insinuación no se le escapó a Carranza. Pío IV reclamaba el mérito de su liberación.
—Ciertamente, Santidad, ciertamente. Por otra parte, es deber del pastor proteger a su rebaño, ¿verdad?
Esta vez fue Pío IV quien se quedó sorprendido. ¿Acaso el cardenal pretendía insinuar que él, como pontífice, sólo había cumplido con su deber interviniendo para lograr su excarcelación? No le gustaban esas sutilezas, sobre todo si ponían en entredicho sus méritos. Prefirió cambiar de tema.
—Supongo que le han informado de la desgraciada muerte de nuestro queridísimo Mezzoferro.
—Una verdadera tragedia, Santidad. Me pareció una buena persona.
—Sin duda le inspiró a usted plena confianza si al final decidió entregarle nuestro «objeto personal», ¿no?
Carranza abrió los ojos, sorprendido.
—¿Mezzoferro tuvo tiempo de disponer que le entregaran su «objeto personal» antes de morir? —preguntó intrigado.
—No —respondió, tajante, el pontífice—. Hemos hecho que lo buscaran entre sus pertenencias, pero la Biblia que nos interesa no se halló…
—Es natural, Santidad, porque yo no se la entregué.
Pío IV lo miró, estupefacto.
—¿Cómo que no? Pero si Mezzoferro me confirmó que la tenía en su poder…
—Mezzoferro creía tener en su poder el «objeto personal» que usted le había pedido que trajera a Roma. Y sin duda el objeto que le entregué debe de estar aún entre sus efectos personales, pero no era la Biblia. Cuando me pidió la Biblia, comprendí que Su Santidad quería saber si estaba escondida en un lugar seguro, y por eso respondí afirmativamente con la frase en clave. Pero nunca le habría entregado la Biblia con el documento escondido en el interior. No sólo porque es mi único salvoconducto, sino porque, como Su Santidad sabe perfectamente, en ningún caso el documento debe ser entregado a un Pontífice. Para que no sospechara, le entregué mi breviario personal. Menuda cara puso el pobre… Creo que sospechó que no era lo que usted le había pedido, pero no se atrevió a comentar nada.
Pío IV le lanzó una mirada asesina. ¡Cómo se atrevía aquel sinvergüenza a tomarle el pelo! Pero se calmó. Carranza tenía razón y él lo sabía. El documento secreto no podía ser puesto en manos de un pontífice.
—De ello deduzco que usted conserva el documento —dijo—. ¿Es así?
—Ciertamente, Santidad —mintió Carranza.
—Dentro de poco vencerá su período de custodia —observó Pío IV—. Deberá entregarlo a otro.
—Temo que deberemos revisar los acuerdos —respondió Carranza en tono desafiante—. Al menos hasta que concluya el proceso que me acusa de herejía.
Pío IV estaba a punto de estallar. Se contuvo porque ante todo quería asegurarse que el documento estaría a buen recaudo. Pero más adelante Carranza pagaría caro su chantaje.
—¿Acaso quiere decir que…?
—Exacto, Santidad. Es exactamente lo que quiero decir. El documento fue redactado para protegernos mutuamente, además de asegurarnos riqueza y poder. Y ahora más que nunca necesito una garantía sobre mi futuro. Ambos sabemos, Santo Padre, que sólo la posesión del documento puede dármela.
Fue el final de la entrevista. Con el permiso de Pío IV, Carranza se retiró.
Tenía cosas urgentes que arreglar. Había mentido al Papa, y era una mentira que no podría sostener durante mucho tiempo. Debía localizar el documento antes de que sus cofrades sospecharan que algo no iba bien.
Trató de recorrer mentalmente el camino seguido por el documento para comprender dónde y debido a quién podía haberse extraviado.
Lo había visto por última vez cuando lo colocó personalmente en el interior de la Biblia. Luego había entregado ésta a Ramírez para que la guardase mientras él estaba de viaje fuera del país. Así pues, sólo podía haber sucedido mientras Ramírez la custodiaba. ¿Qué había hecho aquel viejo imbécil? ¿Había descubierto el documento por casualidad? En ese caso, su destino estaba marcado. Lo exigían las rígidas reglas de la sociedad secreta a la que pertenecía: ningún tercero que hubiera leído el documento podía seguir con vida.