El secreto de Sofonisba (30 page)

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Authors: Lorenzo de’ Medici

Tags: #Novela histórica

BOOK: El secreto de Sofonisba
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Capítulo 35

Cuanto más la miraba, más hermosa la encontraba. Era una Biblia especial. Nunca había visto otra decorada con tanto preciosismo. La cubierta estaba ornada con pequeñas gemas, jugando con los colores y la talla de las piedras, y ofrecía un efecto visual exquisito. Sin duda, debía de tener un valor incalculable. Se sentía orgulloso de la muestra de amistad y confianza de su viejo amigo, el cardenal Carranza. Nunca había imaginado que su eminencia pudiera confiarle un objeto como aquél mientras estaba de viaje. Comprendía su preocupación. Si se realizaban trabajos en su biblioteca, era mejor poner a salvo esa auténtica joya, pero de allí a hacerlo a él depositario… Francamente, nunca habría creído que lo tuviera en tan alta consideración.

Ramírez volvió a coger el libro, abriéndolo con delicadeza, volviendo las hojas una a una. Era una verdadera delicia. Se sentía tan orgulloso que ya no cabía en su piel. Esperaba la visita de monseñor Ortega para la tarde. Sin duda, el cardenal no pondría objeciones a que le mostrara la Biblia a monseñor. A fin de cuentas, era también motivo de satisfacción para Carranza que se viese el regalo que le había hecho un Papa para recompensarlo por sus servicios. No todos podían alardear de semejante honor. Volvió a poner el libro delicadamente en su estuche, una pequeña caja construida expresamente para protegerlo de golpes y rozaduras.

Alguien llamó a la puerta.

¿Quién podía ser? No esperaba a monseñor Ortega hasta la tarde.

Abandonó lo que estaba haciendo para ir a abrir, dejando la caja sobre la mesa.

Pensaba despachar a quien fuera y volver lo antes posible a deleitarse con la Biblia.

Abrió. Era María Sciacca.

La muchacha le sonrió, amablemente.

—Buenos días, padre —dijo con tono jovial—. He venido a ver si me tiene preparada aquella cartita para mi prima.

Ramírez enarcó las cejas. Se había olvidado por completo. No obstante, aquella muchacha lo había ayudado decisivamente para conocer a la dama Sofonisba. Sin su intercesión, no habría conseguido llegar hasta ella. Le debía un favor. Sólo tenía que escribir un par de tonterías. Total, no sabía leer.

—No he tenido tiempo —mintió sin escrúpulos—. Últimamente estoy muy ocupado, pero si te urge, tardaré sólo un momento en escribirla. ¿Tienes tiempo ahora?

—Claro. ¿Recuerda lo que debe escribir?

—Sí, sí —respondió Ramírez. Quería acabar con aquello y volver a sus asuntos—. Espérame aquí. Serán sólo unos minutos.

María asintió con la cabeza, y mientras él se alejaba a paso rápido se distrajo curioseando por ahí.

Sobre la mesa había una pequeña caja de terciopelo rojo oscuro, sin nada que indicase de qué se trataba. Se acercó y vio que la tapa estaba apoyada encima. Por curiosidad la levantó.

Ante sus ojos maravillados apareció la cubierta enjoyada de un libro. Probablemente el padre lo estaba consultando cuando ella había llegado.

Se aseguró de no ser sorprendida por el regreso del párroco, y sacó la Biblia del estuche. La hojeó. Al no saber leer, cuando se percató de que sólo era un libro perdió todo interés. Le daba igual lo que pusiera, pero la cubierta era preciosa. ¿Cuánto podía valer? Sin duda, mucho.

Acarició con el índice las preciosas gemas. Una se movía.

Insistió en el movimiento y vio que la piedra bailaba en su nicho. Los ganchos que la sostenían se habían aflojado. Con un mínimo esfuerzo, podían romperse y liberar la piedra.

Lo intentó, más por juego que con mala intención. Efectivamente, con una ligera presión del dedo, la piedra salió de su encaje.

Asustada, se giró para comprobar si el padre Ramírez estaba volviendo. Aguzó el oído, pero no le llegó ningún sonido de pasos. La tentación era fuerte. Apenas dudó unos segundos. Cogió la gema y se la metió en el bolsillo. Devolvió el libro a su estuche y puso la tapa encima.

No había tenido tiempo de pensar qué haría, pero en Madrid no le resultaría difícil encontrar un joyero dispuesto a pagarle una buena suma por una piedra preciosa como aquélla. ¿Quizás acababa de encontrar la solución a todos sus problemas?

Para que el padre Ramírez no la encontrara curioseando en la sacristía, salió rápidamente y se sentó en uno de los primeros bancos de la iglesia.

Fingió rezar.

Si el padre la sorprendía en una actitud piadosa, no sospecharía de ella cuando advirtiera la desaparición de la gema. Podía haberse caído sin que se percatara de ello. Total, si la Iglesia era tan rica como para permitirse libros decorados con aquel lujo, bien podía regalar, incluso involuntariamente, una pequeña gema a una pobre feligresa necesitada. Lo consideraría una pequeña ayuda económica de la Providencia. Con una pizca de suerte, ni siquiera repararían en la sustracción.

El padre Ramírez volvió poco después con la carta. Al no verla en la sacristía, la buscó en la iglesia y la sorprendió rezando. Era una buena chica, devota y servicial. La llamó para que se reuniera con él.

—Aquí tienes tu carta, hija —le dijo—. Cuando recibas la respuesta, tráemela enseguida. Te la leeré.

—Mil gracias, padre. No sé cómo agradecérselo. Usted es tan bueno conmigo…

Ramírez se encogió de hombros, quitando importancia a su gesto, y sonrió amablemente. Se fijó en los rasgos de la muchacha mientras ésta plegaba la carta. Era bastante guapa. Ah, si hubiera tenido unos años menos quizá…

Tras despedir a la chica, Ramírez volvió a sus ocupaciones. Al ver la caja sobre la mesa, recordó que estaba guardando la Biblia en su sitio.

Cerró con cuidado el estuche y lo depositó nuevamente en el armario donde lo había escondido antes. No era un lugar particularmente seguro, en caso de que entraran ladrones en la sacristía, pero aún debía mostrárselo a monseñor Ortega. Más tarde le buscaría un escondite más adecuado. Sólo le faltaba que algún aldeano se colase en la iglesia y robara la preciosa Biblia. Nunca se lo habría perdonado.

Por la tarde, Ortega se presentó a la hora convenida. Ramírez parecía presa de la agitación y eso le preocupó, creyendo que tenía relación con su asunto, pero se calmó cuando el padre le enseñó la Biblia y le contó, con profusión de inútiles detalles, la confianza que el cardenal Carranza había demostrado confiándole aquel precioso objeto mientras realizaban trabajos en su biblioteca.

Por un momento, Ortega había temido que hubiese algún percance en su plan. Ahora podía respirar tranquilo. Aquel viejo chocho sólo estaba excitado por un libro del cardenal Carranza.

Sí, sin duda aquella Biblia era hermosa y estaba ricamente decorada, pero eso no justificaba tanta excitación. Las había visto mejores y más ricamente decoradas.

—¿Ha visto que falta una gema? —preguntó de repente, mientras la estaba examinando.

—¿Dónde? —se inquietó el párroco, atribulado.

—Aquí —precisó el otro—. Mire.

El padre Ramírez se demudó. Con la boca ligeramente abierta y los ojos desorbitados, se quedó consternado.

—No lo había notado —balbuceó—. Sin embargo, habría jurado que no faltaba nada cuando la miré antes. Quizá se haya caído ahora, mientras usted la estaba consultando.

Examinó atentamente la mesa, luego el suelo. No vio nada que pudiera sosegarlo. Se arrodilló para buscar meticulosamente en el viejo entarimado de la sacristía, por si hubiera caído allí, pero no había ni rastro. Si la piedra hubiera caído al suelo, se vería.

Asumió una expresión angustiada.

—Ojalá no se haya extraviado aquí en la iglesia. No quisiera que su eminencia pensara que…

—No se preocupe —intentó tranquilizarlo Ortega—, probablemente ya faltaba de antes. ¿A quién se la ha enseñado, además de a mí?

—A nadie, monseñor, se lo aseguro. Usted es el único.

—Entonces no tiene de qué preocuparse, Ramírez. Sin duda faltaba de antes. Debe de haberse desprendido con el tiempo. Mire aquí, los ganchos están flojos.

Sí, Ramírez veía perfectamente que los ganchos estaban abiertos, pero eso no lo reanimaba.

Monseñor cambió de tema. No tenía tiempo que perder. Pero el padre estaba intranquilo. Su cabeza estaba en otra parte y no lograba concentrarse en las palabras de Ortega. Las intrigas del monseñor no le interesaban en ese momento. Sólo podía pensar en la piedra desaparecida. Temía que se hubiera caído mientras la Biblia estaba bajo su custodia; el cardenal Carranza lo haría responsable del daño. Tragó saliva. Debía encontrarla.

—Perdone si lo interrumpo, monseñor —dijo con cara de perro apaleado—, pero ¿usted no conocería a alguien que pudiera sustituir esa piedra?

Monseñor Ortega apretó los labios. Aquel viejo estúpido sólo se preocupaba por aquella Biblia y no por sus asuntos. Trató de ser gentil y de seguirle la corriente. Ramírez no estaba en condiciones de prestarle atención y de pensar en otra cosa que no fuera la maldita piedra. Había sido un necio al señalarle que faltaba.

—Creo que sí —respondió—. Pero una piedra así, por pequeña que sea, costaría una pequeña fortuna. ¿Está dispuesto a pagarla? —Había ironía en su voz, pero el párroco no se dio cuenta.

—En realidad pensaba sustituirla por una piedra similar, pero falsa —respondió, apocado, como consciente de que decía una estupidez—. No puedo permitirme semejante desembolso de dinero. Por otra parte, si el original se perdió antes, el cardenal debe de saberlo y me agradecerá haber intentado mejorar el aspecto de la cubierta.

—¿Con una piedra falsa? —repuso Ortega, al límite de la paciencia.

—No se notaría demasiado. Hoy en día se hacen maravillas con las copias.

Ortega estaba al borde del agotamiento. Aquel viejo sólo le hacía perder el tiempo con sus tontas preocupaciones, en vez de prestarle atención.

—Está bien —dijo finalmente—. Me ocuparé del asunto. Pero he de llevarme el sagrado libro. El joyero necesitará examinar las otras piedras para encontrar una igual.

—Pero… —balbuceó Ramírez, asustado. ¿Podía fiarse de Ortega? Dejarle la Biblia era un riesgo, pero no tenía alternativa si quería reparar el daño.

—Si me garantiza que cuidará personalmente de su integridad… —se aventuró tímidamente. Al notar el ceño del monseñor, añadió rápidamente—: Me fío de usted, por supuesto. No es lo que me preocupa. Pero debe prometerme que no hablará de este pequeño incidente con su eminencia. No quisiera que…

«Menos mal —pensó Ortega—. Sólo faltaría que, además de hacerle un favor, ahora no se fiara de mí.»

En absoluto tranquilo, pero sin ver otra salida, Ramírez le entregó la Biblia. Antes de separarse de ella le dio mil recomendaciones. No era por malicia, pero le había sido encomendada personalmente por el cardenal, y se sentía en deuda con él por la confianza demostrada.

Él no sabía, puesto que la noticia había sido mantenida en secreto, que en ese mismo momento el cardenal Carranza yacía en una pestilente mazmorra, a no demasiada distancia de su iglesia.

Capítulo 36

El joyero Manzanares examinó con atención la cubierta de la Biblia que acababa de entregarle monseñor Ortega. Una pequeña joya.

El pedido del monseñor lo había dejado perplejo. ¿Por qué sustituir una piedra verdadera por una falsa, cuando todas las que componían la magnífica cubierta eran auténticas?

Ortega se había justificado aludiendo a que el libro había sido prestado por su legítimo propietario a un amigo y que éste había perdido la gema original. Al no disponer de la suma necesaria, creía oportuno reemplazarla por una idéntica, pero de valor infinitamente inferior.

Una historia poco creíble.

No era la primera vez que le hacían un pedido por el estilo, pero siempre se había tratado de damas aristócratas que atravesaban estrecheces económicas. Empeñaban las joyas originales y llevaban las falsas, de manera que nadie sospechara su momentánea falta de liquidez. Volvían a recuperarlas cuando sus cosas se enderezaban.

Pero este caso era distinto.

Manzanares, gracias a sus años de experiencia, se olía un asunto poco claro. ¿Era un intento de robo? En ese caso y, por poco que el propietario de la Biblia fuera un personaje importante —no podía ser de otro modo visto el valor de la misma—, corría un serio riesgo. Podía ser acusado de complicidad en el robo. Su reputación no habría resistido semejante acusación.

Una vez Ortega se hubo ido, se retiró a la trastienda para examinar aquella valiosa Biblia. Al abrirla, en las primeras páginas descubrió el escudo papal.

Se espantó.

Si, como parecía indicar el escudo, la Biblia había pertenecido a un Papa y ahora se hallaba en España, significaba que probablemente este último se la había regalado a un príncipe de la Iglesia o a un miembro de la familia real. Traficar a espaldas de gente de ese nivel era extremadamente peligroso. El entuerto era más complicado de lo que parecía.

No quería correr riesgos. Verse mezclado en algo semejante podía costarle caro.

Así pues, volvió a poner la Biblia en su estuche y, avisando a su ayudante que volvería enseguida, salió con el paquete bajo el brazo.

Se dirigió hacia la sede de la Inquisición.

Lo menos que podía hacer para no verse involuntariamente implicado en un caso turbio era hablar con su buen amigo, como lo llamaba él, el padre Fernando de Valdés, capitán general de la Inquisición. Él sabría qué hacer.

En realidad, si bien se jactaba delante de sus clientes de ser un buen amigo del temido inquisidor, lo hacía sólo para darse prestigio y credibilidad. De hecho, sólo era un informante y sus relaciones no superaban el nivel de la mera cordialidad. Era una relación obligada, casi imprescindible para un comerciante que quisiera vivir tranquilo y a salvo de sorpresas desagradables.

Fernando de Valdés lo hizo esperar bastante antes de recibirlo. Tenía cuestiones más importantes que atender antes de recibir a aquel joyero presuntuoso que nunca tenía nada relevante que informarle.

Por añadidura, había algo en aquel hombre que lo exasperaba. Era su manera de hablar, su patético esfuerzo por presentarse como un hombre refinado, cuando no era más que un palurdo. Manzanares se expresaba con palabras de las que no siempre conocía su significado, creyendo que así impresionaría a su interlocutor. A Valdés lo irritaba en particular su afectación, cuando puntualizaba cada frase con un movimiento de la boca, que abría y cerraba repetidamente con un odioso ruidito de saliva.

Cuando entró en su despacho, lo recibió con una media sonrisa, sin demasiada amabilidad. Le espetó:

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