Aún perplejo por lo ocurrido, el cardenal echó un rápido vistazo al sobre. Escrito con una bonita caligrafía, se leía: «A Su Santidad el Sumo Pontífice Pío IV, de parte de un humilde servidor.» Probablemente contenía una súplica o algo por el estilo. No pudo reprimir una sonrisa ante lo absurdo de la situación: ahora lo trataban como a un cartero. Abrió la carta.
Dio un respingo al ver los dieciséis sellos puestos en la última página con la firma de sus colegas. Y se quedó petrificado cuando leyó las primeras líneas del texto. Lo que tenía en las manos era una verdadera bomba.
Plegó el documento y se lo metió rápidamente en el bolsillo. Estaba demasiado emocionado para leerlo ahora. Necesitaba recuperar la calma, antes de que su corazón le gastara una mala pasada. Las manos le temblaban.
Dio tres golpes de bastón en el techo y ordenó:
—¡Volvemos a la residencia! ¡Rápido!
En la tranquilidad de su aposento, Mezzoferro no conseguía sosegarse. Su cerebro estaba en plena ebullición.
Había desplegado el documento sobre el escritorio pero aún no lo había leído. Antes debía calmarse. Las pocas líneas leídas en la carroza y las numerosas firmas selladas le habían hecho comprender a simple vista la importancia de aquel papel. Estaba espantado.
Finalmente consiguió leer el texto completo.
Lo que se decía era sencillamente alucinante, y le chocaron las connotaciones masónicas. Para un príncipe de la Iglesia, descubrir cómo otros cardenales, algunos de ellos amigos de toda la vida, se habían dejado arrastrar a un pacto secreto de tales proporciones lo dejaba atónito.
Estaba tan sorprendido que releyó varias veces el texto. Le resultaba inconcebible. Sencillamente no se lo podía creer. Sin embargo, los hechos eran claros. Incluso había comprobado repetidamente la autenticidad de los sellos. No había duda. Eran todos genuinos.
¿Cómo sus estimados colegas habían podido firmar una cosa así? Qué locura. Era como firmar la propia condena a muerte.
Releyó los nombres de los signatarios para memorizar quiénes estaban implicados: Della Chiesa, Bovini, Carranza… y el actual pontífice, Pío IV.
¿Pío IV y Carranza? ¿Acaso ese documento era el famoso «objeto personal» mencionado por el Papa? Cuanto más pensaba, más llegaba a la misma conclusión: en efecto, era ése. Con Carranza en prisión, era lógico que intentara recuperarlo para ponerlo a salvo. Ya no tenía dudas.
Ahora comprendía su impaciencia por recobrarlo. Reconstruyendo la trama, entendió por qué, si el documento lo tenía Carranza, su repentino arresto había alarmado al pontífice. Con semejante documento por ahí no debía de dormir tranquilo desde que había sido elegido Papa, de sólo pensar que alguien pudiera utilizarlo en su contra, pero el imprevisto encarcelamiento de Carranza había exacerbado todos los temores. Era imprescindible, para la supervivencia de Pío IV, que el documento no cayera en manos de sus enemigos. La única salvación era encontrarlo y quemarlo.
Ahora entendía muchas cosas. La impaciencia, el nerviosismo, la prisa del Papa por mandarlo cuanto antes a Madrid, y la ambigua explicación que le había soltado. Claro, no podía confiarle el verdadero motivo de su viaje sin traicionarse. Probablemente esperaba que Carranza, ante el peligro, destruyera toda prueba de su implicación.
Sin embargo, se le escapaba un detalle: ¿por qué Pío IV había imaginado que Carranza, en caso de verse acorralado, se habría arriesgado a entregar a nadie su único salvoconducto? Era impensable. Por lo demás, recordaba perfectamente cómo había negado en redondo estar en posesión del documento cuando él se lo había preguntado.
Quizá no mentía, y no lo tenía porque lo había perdido, y ésa era una posibilidad a contemplar, ya que nunca se habría separado voluntariamente de semejante prueba. También cabía que fingiera. Sea como fuere, el documento estaba ahora en sus manos, y de algo estaba seguro: no se lo entregaría al Papa.
Por una extraña burla del destino, ahora se encontraba con una prueba explosiva contra Pío IV en su poder. ¿Quién era aquel hombre que se la había entregado? ¿Cómo la había conseguido y por qué había decidido desembarazarse de ella? Preguntas sin respuesta.
Quienquiera que fuese, sin duda, no debía de ser muy amigo de Valdés. El capitán general de la Inquisición habría dado una mano por leer un documento como ése y exhibirlo a los cuatro vientos para sacar un provecho político.
No obstante, el desconocido que le había concedido esa gracia, porque se trataba de una gracia, era un ingenuo. ¿Cómo podía pensar que un cardenal aceptara hacer de correo entre él y el pontífice sin leer primero el contenido del envío?
A menos que…
Su mente se iluminó de golpe. Claro. Aquel hombre no sabía latín y, por tanto, había sido incapaz de leer la carta, aunque la escritura del sobre denotaba cierta instrucción. Por qué había decidido entregar el documento al Papa, en vez de al rey o al mismo Valdés, era un misterio, pero ese punto no tenía importancia.
Ahora debía pensar qué hacer. No podía llevarlo siempre encima. Demasiado arriesgado. Tampoco podía dejarlo entre sus papeles. Un secretario indiscreto podría abrirlo y leerlo.
Mientras reflexionaba, su mirada paseaba distraídamente por la habitación. Se detuvo un momento en el cuadro de Sofonisba. Era tan hermoso que lo había puesto allí, apoyado en un caballete, para admirarlo a gusto. Era una lástima tener que enviárselo al Papa.
Se levantó para acercarse al retrato, con los papeles en la mano, admirando la originalidad de la pintora. Había elegido retratarse mientras pintaba un cuadro: un cuadro en el cuadro. Le habría gustado conocer a la artista, ya que estaban en la misma ciudad.
¿Un cuadro en el cuadro?
Tuvo una idea.
Fue detrás del caballete y pasó el índice por la parte posterior de la tela. Sí, se podía hacer.
Las extrañas instrucciones secretas de Pío IV tenían como objeto utilizar aquel cuadro como mensajero, ahora lo comprendía.
Si Mezzoferro recuperaba el objeto, una de las manos debía pintarse con el índice doblado. Si no era así, el índice debía pintarse recto. Era una indicación que sólo ellos dos podían conocer.
Para la pintora habrían sido inadmisibles esas extrañas instrucciones. Era pedir demasiado. Por eso Mezzoferro se había traído de Italia a su propio pintor, Manfredi, para que realizara la modificación necesaria. Pero ¿era verdaderamente necesaria la modificación? De hecho, la dama Anguissola había pintado su índice recto. Ahora le correspondía a él decidir si debía ordenar la modificación.
Carranza, efectivamente, le había entregado un objeto: su breviario. Era un elemento ciertamente débil para sostener que él creía haber recuperado el objeto que perturbaba el espíritu del pontífice, pero lo intentaría. Por otra parte, nadie, aparte de aquel desconocido, sabía que el verdadero «objeto personal» ahora lo tenía Mezzoferro, pero incluso el desconocido ignoraba su contenido y su importancia. Había sido la casualidad o el Destino lo que lo había puesto en sus manos. Era muy improbable que Pío IV se enterara algún día de lo sucedido en la plaza del mercado. Y aunque fuera así, Mezzoferro siempre podría negarlo. Valoró el riesgo: si Pío IV sospechaba que él podía haber leído aquel pacto secreto, su vida no valdría nada.
Decidió jugarse el todo por el todo y entregar el breviario de Carranza al Papa como si creyera de buena fe que era el objeto que buscaba. Era necesario modificar, pues, el dedo.
Ahora tenía otro pedido.
Cuando Manfredi retocara el índice de Sofonisba, le solicitaría que reforzara el cuadro con un segundo bastidor provisto de tela en la parte posterior. Manfredi podría pensar que un refuerzo así no servía para nada, pero también era verdad que estaba habituado a las excentricidades de su benefactor y seguiría sus instrucciones sin rechistar.
La idea del cardenal era poner el documento secreto entre las dos telas. Sólo debía practicar una pequeña incisión en la tela de refuerzo, no demasiado grande, sólo lo suficiente para pasar por ella los papeles, y luego coserla. Una vez el cuadro hubiera llegado a Roma, antes de entregárselo al pontífice, quitaría el refuerzo y recuperaría los valiosos papeles.
De ese modo el documento viajaría seguro, al abrigo de las indiscreciones. Nadie podría suponer que en el interior del cuadro destinado al pontífice, enviado por correo diplomático, se escondía uno de los más grandes peligros para la cúpula del Vaticano y el mismo Santo Padre.
El trabajito lo haría él mismo, para no tener que compartir con nadie el escondite secreto.
Plenamente satisfecho de su proyecto, hizo llamar al maestro Manfredi para darle las oportunas instrucciones.
Ortega se quedó sorprendido cuando un mozo del joyero Manzanares le entregó un paquete de parte de su patrón. Contenía la preciada Biblia. En una nota, Manzanares le informaba que, por desgracia, se veía obligado a devolverla tal cual, sin haber podido satisfacer el encargo del monseñor, puesto que no había logrado encontrar una piedra suficientemente igual para sustituir la que faltaba. Lamentaba no poder ayudarlo, pero la búsqueda de la pieza adecuada comportaba tiempo y el asunto no lo compensaba.
Ortega no se lo tomó a mal, a fin de cuentas no era asunto suyo. Sólo debía restituir la Biblia al padre Ramírez, junto con la nota de Manzanares, prueba de que lo había intentado. Si luego el joyero había renunciado, mala suerte.
En tanto, el cardenal Mezzoferro estaba atravesando un período de dulce euforia motivado por su inminente partida. Finalmente regresaba a su hermosa villa en las afueras de Roma para disfrutar de un reposo bien merecido. Estaba cansado de la cocina grasienta de los españoles, y por la noche soñaba con unos ravioli con carne, pasta fresca con salsa boloñesa y una buena copa de Chianti.
Los últimos días habían sido particularmente intensos en actividad diplomática. Al final, había cumplido el objetivo de su viaje a España. Por lo menos en cuanto a la parte oficial.
El cardenal Carranza había obtenido un permiso para cumplir su reclusión en una prisión de Roma. Todos sabían que era un eufemismo y que, en realidad, el prelado sería libre de moverse a su antojo, pero se habían salvado las apariencias y todos contentos.
Mezzoferro consideraba que su misión había terminado. Había logrado más de lo que esperaba. El asunto Carranza se había resuelto positivamente, pero lo que consideraba la verdadera perla del viaje, motivo de exultante satisfacción, era el documento escondido en el cuadro de Sofonisba.
Aún no había decidido qué uso le daría, pero era un precioso as que se reservaría para el momento oportuno. En la corte pontificia, los momentos oportunos podían surgir cuando uno menos los esperaba. Quién sabe si aquel documento no podría ayudarlo a poner patas arriba el próximo cónclave, en caso de que el candidato elegido no estuviera entre sus favoritos. Maniobrando a distancia con una solapada táctica de chantaje, quizás incluso estaría en condiciones de conducir los votos hacia el cardenal de su preferencia para ocupar el trono de San Pedro. La idea le gustaba y se sorprendió pensando en cuál de sus colegas podría ser el próximo pontífice. Él mismo se excluía del cargo. Conocía demasiado bien los meandros del Vaticano para aspirar al trono pontificio. Era mucho más divertido quedarse en su cómoda villa disfrutando de los placeres de la vida, manteniendo a distancia las riendas del poder.
Sueños aparte, aún tenía un último trámite que cumplir: reunirse con su antagonista, el padre Fernando de Valdés, capitán general de la Inquisición.
Mezzoferro había elegido el último día de su estadía en España para cumplir con el protocolo. Evitar el encuentro podía ser considerado una descortesía. Por otra parte, Valdés ya se había tomado la molestia de acudir a su residencia.
Tenían muchas cosas que decirse y el cardenal afrontaba la cita con un discreto buen humor. En resumen, le hacía gracia reunirse con el hombre que se había atrevido, en nombre de la santa fe, a hacer arrestar a un cardenal, primado de su país.
Contrariamente a sus hábitos, Valdés había bajado personalmente al patio de honor del palacio, sede de la Inquisición, para recibirlo. Con aquel gesto excepcional pretendía no sólo mostrar su respeto al enviado especial del Papa, sino sobre todo al hombre que había sabido demostrar talento diplomático y
savoir faire
para obtener lo que deseaba, moviéndose con maestría por la complicada red de intrigas de la corte española, siempre con intachables modales y sin ofender a nadie.
Durante semanas, Valdés lo había hecho seguir por sus esbirros. Cada uno de sus desplazamientos fue vigilado hasta en sus mínimos detalles. Se sabía incluso qué comía y con quién, cuánto bebía y cuál era su vino preferido. De los otros implicados en la curiosa trama de Mezzoferro, todos ya conocidos por la Inquisición, no había nada que no se supiera. La audiencia concedida por el monarca al cardenal en los últimos días, cuyo motivo oficial era recibir el afectuoso saludo del Santo Padre, además de su bendición apostólica, había sido la ocasión para despedirse. Mezzoferro había tenido otros dos encuentros con Felipe II, en los cuales había tratado la cuestión de Carranza. El rey, inicialmente reacio a interferir, finalmente se había dejado convencer por los argumentos de Mezzoferro. Valdés pensaba que Felipe había dado su consentimiento para el traslado de Carranza a Italia a cambio de favores o de un tratado secreto entre España y los Estados Pontificios. Qué se habían dicho era un secreto, pero la noticia que había trascendido era el acuerdo firmado por el rey para que el cardenal Carranza fuera trasladado a Roma y juzgado por la misma Santa Sede por sus supuestos delitos. Qué argumentos había utilizado el enviado papal para convencer al monarca era un misterio, pero el proceder del capitán general estaba a salvo, puesto que Carranza sería juzgado por las acusaciones que habían motivado su arresto.
Después de ayudarlo a bajar de la carroza, Valdés acompañó a su huésped hasta su despacho. Al subir la gran escalinata de honor que llevaba a la planta noble, Valdés no dudó en ofrecer su brazo al obeso Mezzoferro para afrontar los peldaños.
Para un hombre de su corpulencia y edad, la subida representaba un escollo difícil. Se notaba por el aliento, reducido a un ronquido cavernoso por el esfuerzo cada vez que superaba un peldaño. Valdés pensó que aquel hombre no sobreviviría demasiado en semejantes condiciones de salud.