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Authors: Antonio Gomez Rufo

Tags: #Histórico

El secreto del rey cautivo (4 page)

BOOK: El secreto del rey cautivo
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La Taberna del Gato estaba situada en la calle de la Gorguera, detrás del Convento de Santa Ana, a unos doscientos metros de donde se encontraba. El recorrido hubiese sido rápido de no ser porque la plaza del Ángel estaba tomada por fuerzas militares y no había modo de eludirlas para llegar a su destino. Así es que, en cuanto descubrió su presencia, supo que tendría que dar un amplio rodeo, lo que le retrasaría bastante: no había otra manera de evitar contratiempos. Con cuidado pensó el mejor trayecto, retrocedió una manzana para tomar la calle del Príncipe en tinieblas y se perdió en ella sin dejar de palpar las fachadas de las casas que recorría.

Nunca había sido cómodo caminar por Madrid; menos aún de noche y todavía menos sin luz alguna que alertase de los accidentes del suelo. Ciudad de calles empedradas, de aceras inexistentes y de poca exigencia en asuntos de higiene, los tramos que no eran resbaladizos se mostraban encrestados, y los que no estaban rotos pugnaban por romperse. Las callejuelas se entrecruzaban sin armonía ni lógica, como si se hubiesen trazado esquivando los edificios en lugar de acomodarse éstos a aquellas; y las farolas, donde las había, se encendían o no, dependiendo del ánimo que espolease esa noche al encargado de hacerlo. De común era normal transitar por ellas con prudencia, evitando encuentros con pendencieros, villanos, jugadores y borrachos buscapleitos, cuando no huyendo de pillos, ladrones e individuos armados y con escasos escrúpulos; pero esa noche los peligros se habían multiplicado. Una ciudad que se había amotinado medio siglo atrás por verse obligada a recortar las capas y descubrir el rostro, demostrando que no se tiene nada que ocultar, no era de mucho fiar. Por eso la noche de Madrid era la patria de los gatos, el festín de los buscavidas, el infierno de los hombres honrados y la guarida de todos los vicios. Un laberinto al que no se salía si era posible evitarlo y por el que sólo pasaban la ronda y las ánimas, una dando la hora y las otras disfrazadas de ladridos de perro.

Madrid fue siempre una ciudad sin deseos de ser gobernada porque casi siempre estuvo mal regida. Cuando el marqués de Esquilache dictó en marzo de 1766 un conjunto de leyes imponiendo el saneamiento de la capital, decretando la limpieza urbana, instalando el alumbrado, castigando con sanciones la costumbre de arrojar aguas y orines a la calle, fijando la privación de los juegos de azar y, sobre todo, estableciendo la prohibición de llevar armas y de usar capas largas y sombreros de ala ancha, el rey Carlos III tuvo que cesar a su ministro para apaciguar el motín. Los madrileños, cuarenta años después, todavía se jactaban de la actitud de sus mayores, pero ocultaban que el descontento de sus padres y abuelos se debía, más que a esas medidas beneficiosas para todos, al hecho de que la ciudad estaba cada vez peor abastecida, al encarecimiento del pan y de los cereales y al exceso de cargos públicos en manos de los italianos, lo que irritaba a la aristocracia española que no dejó de conspirar hasta provocar, primero, y luego manejar con habilidad el motín. El resultado final fue una entrevista mantenida entre un clérigo y el rey, éste asomado a un balcón de Palacio, y las concesiones del monarca don Carlos destituyendo a Esquilache, expulsando de España a la guardia
walona
, que había disparado contra los amotinados, y paralizando el decreto sobre vestuario de abrigo; prometiendo además no nombrar más ministros extranjeros y abaratando el precio del pan. Las leyes dictadas, sin embargo, fueron mantenidas y poco a poco cumpliéndose; y en cuanto las clases sociales privilegiadas empezaron a usar el elegante sombrero de tres picos y la capa corta, ambas prendas se pusieron de moda y las antiguas desaparecieron sin que nadie las echase de menos.

El capitán Zamorano recordó cuanto había oído acerca de ese Madrid y se concentró aún más en el recorrido que había de realizar para llegar a su cita. Sabía que aquella noche poco o nada tenía que temer de picaros ni matasietes, aquellos trasnochadores de grandes capas bajo las que escondían las armas y los frutos de sus embolsos y hurtos; esa noche sólo debía protegerse de los soldados franceses y de sus compinches españoles que a horas tan altas seguían combatiendo a los madrileños y los asesinaban sin el menor miramiento.

Ni tampoco maldijo que no se hubiesen prendido las luces: era una ventaja de la que podía sacar buen provecho. Por eso se detuvo en un cruce y reconoció su posición: cruzaría una calle más, la de la Lechuga, hasta la Carrera de San Jerónimo; luego doblaría a la izquierda, entrando por la de la Victoria, para finalmente doblar otra vez a la izquierda en la esquina siguiente, por la calle de la Cruz, hasta encontrarse de plano con la Taberna del Gato.

Se dirigía, pues, a salir del entrante del portal donde permanecía resguardado cuando, de improviso, un brazo le sujetó el cuerpo desde su espalda mientras una mano, nerviosa, apretó un cuchillo contra su gaznate, sin herirle. El capitán Zamorano se quedó paralizado por el sobresalto y sintió que el corazón se le subía a la garganta. No podía hablar; oía junto a su nuca una respiración entrecortada de animal asustado que olía a sangres secas y se limitó a esperar el tajo mortal que le sajaría la yugular. Resignado a su destino, cerró los ojos, procurando recuperar la respiración que se le había cortado.

En el sigilo de la noche ciega sólo se oían dos jadeos, a cuál más vivo: el suyo y el de su agresor. Y el maullido de un gato que tuvo miedo del silencio y corrió en busca de una hembra para sobrevivir esa noche a la intemperie.

Pasaron unos segundos inmóviles, como de víspera de muerte. Y en ellos Zamorano se conformó esperando para ver qué ocurría; pero los segundos se eternizaron, ahogados en un mutismo que empezó a sorprenderle y, al cabo, le templó la excitación y le concilio con el miedo. Finalmente, procurando no demostrar temor alguno en el tono de la voz, se atrevió a respirar hondo y susurró:

—¿Quién vive?

El capitán notó que el asaltante apretaba un poco más el cuchillo contra su cuello y, casi de inmediato, rebajaba la presión.

—Así que no eres extranjero… —respondió una voz grave, temblorosa.

—No.

El embozado volvió a apretar un poco más, pero Zamorano comprendió que ya no albergaba intenciones asesinas sino que comenzaba a actuar, a mantener el tipo para conservar en el forcejeo la posición privilegiada que le había otorgado la sorpresa.

—Tranquilo. Esta noche estamos todos en el mismo bando —se arriesgó a decir—. No creo que tú seas uno de esos franceses asesinos…

—¡Naturalmente que no! —pareció indignarse el atacante—. Hoy he acabado con un buen puñado de ellos con mis propias manos.

—Entonces, ¿qué quieres de mí?

—Está bien. Voy a soltarte —dijo pausadamente—. Pero si haces un movimiento extraño te mato.

—Descuida.

El capitán esperó a sentirse libre y, sin volverse, se recompuso la chaquetilla. Se separó un paso apenas y miró a ambos lados de la calle, por ver si se llegaba alguien más.

—No puedo entretenerme —dijo después, con una voz apenas audible—. Asuntos graves me esperan. ¿Puedo irme?

—¿A dónde vas?

Zamorano se volvió y descubrió a su atacante en la penumbra. Era un hombre fornido, sin llegar a grueso, de baja estatura, escaso pelo, edad avanzada y cara redonda, a primera vista inofensiva. Y leyó en sus ojos que estaba más asustado que él. Vestía sucia y pobremente, con ropas gastadas, y lucía una barba de varios días, sin cuidar. El capitán, confiado, esbozó una sonrisa apenas visible y el hombre se la respondió con otra suplicante.

—No es cosa tuya.

—Ya… —El hombre bajó los ojos. Luego balanceó el cuchillo en la mano—. Perdone usía, por esto. Soy tan burro…

—Está bien, olvídalo.

—¿Y de verdad no…? —El hombre lanzó unas cuantas miradas nerviosas al suelo y luego dejó una de ellas, lastimosa, en los ojos del capitán—. No sé qué va a ser de mí, aquí solo… Si su merced aceptase…

El capitán dudó. Sería un estorbo llevarlo, pero en una noche como aquella la soledad no era compañía grata. Pero su deber…

—Adonde voy no hay sitio para ti —dijo al fin.

—Juro que no notará mi presencia, señor. Sólo guardaré sus espaldas hasta su destino. Por favor…

Zamorano no supo cómo negarse. Se limitó a respirar hondo y a afirmar con la cabeza.

—Está bien. Sea. No está la noche para andar sin compañía —le dijo, y sus palabras sonaron a una orden que el malhechor acató sin rechistar—. Vamos, sigúeme.

—¡Su sombra, señor! ¡Seré su sombra!

La voz de alegría repiqueteó en la noche. Zamorano se volvió, airado.

—Una sola palabra más y serás la sombra de una sepultura.

El hombre, amedrentado, se tapó la boca con su propia mano mientras afirmaba repetidamente con la cabeza.

El capitán retomó el camino con redobladas precauciones, agachado, velando para que su acompañante no incurriera en ninguna imprudencia. Se oyeron descargas, provenientes del oeste, que parecían otra vez fusilamientos. Arcabuces sembrando de muerte los campos dormidos. El hombre susurró:

—Empiezan a cumplir el bando…

Zamorano le ordenó callar de nuevo, cruzándose los labios con un dedo, y el hombre se disculpó juntando las palmas de las manos ante la cara. Unas calles más allá, a la claridad de algunas hogueras, se vislumbraban las puertas de la Taberna del Gato y el capitán se la señaló. El hombre afirmó con la cabeza.

La última manzana la recorrieron protegidos por las fachadas de la calle de la Cruz, palpando los entrantes y salientes, muy lentamente. Y una vez situados junto el portón de la taberna, el capitán golpeó la madera con la palma de una mano, con suavidad.

Instantes después se descorrió la mirilla.

—¿Qué deseas a esta hora, vecino? —unos ojos lo inspeccionaron sin amabilidad.

—Soy el capitán don Manuel Zamorano.

—Pasad, señor.

De inmediato se abrió la puerta. El capitán entró decidido y, ante la mirada intrigada del posadero, que observó al hombre que lo acompañaba, informó desdeñoso:

—Viene conmigo.

El tabernero permitió también su entrada y se asomó a la calle, examinando un lado y otro, asegurándose de que nadie había presenciado el movimiento de gentes en su casa. A continuación volvió a sellarse la taberna y la ciudad se quedó afuera, negra, atemorizada, herida. Como si hubiese intentado amanecer y un eclipse la hubiese condenado a la umbrosa noche de la infamia.

A la mortecina luz de la tasca, que dibujaba perfiles de oro contra la oscuridad y apenas alumbrado el techo por una vela consumiéndose sobre el mostrador, Zamorano contempló despacio los rostros impasibles o curiosos que se refugiaban en la penumbra. No le costó esfuerzo apreciar la inquietud y la valentía en todas aquellas caras de hombres preparados para enfrentarse a lo que fuese preciso: sus ojos venían de la opacidad exterior y aquella parca luminosidad le resultó incluso excesiva. Repasó las mesas y descubrió a doce o catorce hombres que lo observaban, sin gestos. El tabernero lo condujo a una mesa apartada, dispuesta al final de la barra de madera y servida ya con una jarra de vino y algunos vasos; luego le rogó que aguardase allí porque pronto acudiría alguien para hablar con él. El villano que lo acompañaba, ante la visión del vino, se apresuró a tomar asiento y a servirse un vaso, que bebió apresurado, y luego otro. Al cabo, suspirando aliviado como si llevase sediento una semana, se limpió la boca con el dorso de la bocamanga y sonrió a su amigo.

—¿Así que un capitán? Capitán Zamorano… —pretendió ser amable. Y de inmediato volvió a vaciar el vaso y a servirse de nuevo—: A sus órdenes, mi capitán. Siempre a sus órdenes… Imagínese que yo me figuraba que los capitanes, no sé…, que llevaban uniforme, entorchados, galones y bandas del color del oro; pero para mí que… Bah, no me haga caso, disimule usted, capitán…, soy tan bruto… ¿No le he dicho mi nombre? Bestia, debería llamarme bestia, ¿verdad? Pues no. Que mi madre se empeñó en bautizarme como Donato, fíjese usía… Tal vez fuera porque así se llamara mi padre, vaya usted a saber… Como no me dieron referencias de quién fue… Pero usía puede llamarme Sartenes. No faltaría más… Todos mis amigos me dicen así. ¡Sartenes! Y por lo que respecta a lo de antes, le ruego que…

Zamorano levantó los ojos, los clavó en los de aquel hombre y le lanzó una flecha de piedra afilada y fría, una saeta helada, un astil seco y huraño. Y dijo:

—Si quieres continuar a mi lado, procura permanecer callado. —Y se llevó el vaso a los labios.

—¡Mudo! ¡Llegará a pensar que soy mudo!

—¡No me tientes…! ¡Más de un gato disputaría por comerse tu lengua en una noche como esta…!

Una docena de hombres, quizás. O alguno más. Los parroquianos levantaron la cabeza un momento para seguir la respuesta airada del recién llegado y después volvieron a sus cosas, ensimismados. Solo en un extremo de la taberna había alguien que no se inmutó: sentada en un taburete junto a la vela dispuesta en el mostrador, desolada como una viuda y con la tristeza de una huérfana reciente, había una mujer. Bebía vino despacio, a sorbos leves que semejaban besos de algodón; y parecía abatida. Sus perfiles eran hermosos al contraluz, y la llama de la vela le dibujaba rasgos finos que se difuminaban en la negritud del fondo del local. Tenía la mirada perdida en un objeto depositado sobre la madera del mostrador, una daga, o unas tijeras pequeñas: en la distancia no podía distinguirse bien; pero estudiaba aquel instrumento como si de un momento a otro tuviese que desmontarlo pieza a pieza para volver a recomponerlo más tarde. Sus cabellos negros, alborotados, enmascaraban buena parte de su rostro, imposible de contemplar por completo. Pero cuando, una sola vez, se volvió para examinar al recién llegado, sus ojos no escribieron ninguna emoción. Guardaban una pena honda, cualquiera hubiese podido leerlo sin dificultad en aquella mirada. Zamorano quiso creer que era muy posible que a la luz del día fuesen capaces de componer una canción mucho más alegre. Tal vez. Pero no había tiempo para detenerse a averiguarlo.

De pronto, el ímpetu de una voz alzada a la derecha del capitán le obligó a volver la cabeza.

—¡Pues algo! ¡Deberíamos hacer algo! Me siento como una rata, aquí escondido, y a mí aún me sobran agallas.

—Calma, Juan José —le tranquilizó otro hombre que estaba sentado a su mesa—. Arcabucean a nuestros vecinos, ¿no te das cuenta? Este no es el momento de…

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