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Authors: Carlos Castaneda

Tags: #Autoayuda, Esoterismo, Relato

El segundo anillo de poder (11 page)

BOOK: El segundo anillo de poder
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—Ya no —replicó Lidia—. Desde que el Nagual se fue hemos tenido tareas separadas. El Nagual nos unió y el Nagual nos apartó.

—¿Y dónde está el Nagual ahora? —pregunté con el tono de mayor indiferencia que me fue posible fingir.

Ambas me miraron; luego se miraron entre sí.

—Oh, no lo sabemos —dijo Lidia—. Él y Genaro se han ido.

Aparentemente, decían la verdad, pero insistí una vez más en que me contasen lo que sabían.

—En realidad no sabemos nada —me espetó Lidia evidentemente nerviosa por mis inquisiciones—. Se fue­ron a otra parte. Eso se lo debes preguntar a la Gorda. Ella tiene algo que decirte. Supo ayer que habías venido y corrimos durante toda la noche para llegar. Temíamos que hubieses muerto. El Nagual nos dijo que tú eras la única persona a la que debíamos ayudar y creer. Dijo que eras él mismo.

Se cubrió el rostro y sofocó una risilla; luego, como si se le acabase de ocurrir, agregó:

—Pero es difícil de creer.

—No te conocemos —dijo Rosa—. Ese es el problema. Las cuatro sentimos lo mismo. Temimos que estu­vieses muerto, pero luego, cuando te vimos, nos enfada­mos contigo hasta la locura porque no lo estabas. Soledad es como nuestra madre; tal vez algo más.

Cambiaron miradas de inteligencia. Lo interpreté de inmediato como señal de dificultades. No se traían nada bueno. Lidia advirtió mi súbito recelo, que se de­bía leer fácilmente en mi rostro. Reaccionó haciendo una serie de aseveraciones acerca de su deseo de ayu­darme. A decir verdad, no tenía razón alguna para du­dar de su sinceridad. Si hubiesen pretendido hacerme daño, lo habrían hecho mientras dormía. Sus palabras sonaban tan veraces que me sentí mezquino. Decidí en­tregarles los regalos que les había traído. Les dije que se trataba de chucherías sin importancia, que estaban en los paquetes y podían escoger las que les gustasen. Lidia dijo que le parecía preferible que yo mismo dis­tribuyese los obsequios. En un tono muy amable agre­gó que se sentirían muy agradecidas si curase a doña Soledad.

—¿Qué crees que debo hacer para curarla? —le pre­gunté, tras un largo silencio.

—Usa a tu doble —dijo, en un tono desprovisto de emoción.

Repasé minuciosamente los hechos: doña Soledad había estado a punto de asesinarme, y yo había sobrevi­vido merced a un algo en mí, que no se correspondía con mis capacidades ni con mi conocimiento. Por lo que yo sabía, esa cosa indefinida que le había dado un golpe era real, aunque inalcanzable. Por decirlo en breves pa­labras, me resultaba tan probable ayudar a doña Sole­dad como ir andando hasta la Luna.

Me observaba atentamente, y permanecían inmóvi­les, pero agitadas.

—¿Dónde se encuentra ahora doña Soledad? —pre­gunté a Lidia.

—Está con la Gorda —dijo, con aire sombrío—. La Gorda se la llevó y está tratando de curarla, pero en re­alidad no sabemos dónde se hallan. Esa es la verdad.

—¿Y dónde se encuentra Josefina?

—Fue a buscar al Testigo. Es el único capaz de curar a Soledad. Rosa piensa que tú sabes más que el Testigo, pero, puesto que estás enfadado con Soledad, deseas su muerte. No te culpamos por ello.

Les aseguré que no estaba enfadado con ella, y, por sobre todo, que no deseaba su muerte.

—¡Cúrala, entonces! —dijo Rosa, con una voz aguda en la cual se traslucía la cólera—. El Testigo nos ha di­cho que tú siempre sabes qué hacer, y él no puede estar equivocado.

—¿Y quién demonios es el Testigo?

—Néstor es el Testigo —dijo Lidia, mostrando cierta renuencia a mencionar su nombre—. Tú lo sabes. Tie­nes que saberlo.

Recordé que en nuestro último encuentro don Gena­ro había llamado a Néstor «el Testigo». Pensé entonces que el nombre era una broma, o un truco del que se va­lía don Genaro para aliviar la sofocante tensión y la an­gustia de aquellos últimos momentos que pasábamos juntos.

—No era ninguna broma —dijo Lidia, en tono fir­me—. Genaro y el Nagual siguieron un camino diferente respecto del Testigo. Lo llevaron con ellos a todas partes. ¡Y quiero decir a todas! El Testigo presencia todo lo que hay que presenciar.

Era evidente que había un enorme malentendido en­tre nosotros. Me esforcé por hacerles entender que yo era prácticamente un desconocido para ellos. Don Juan me había mantenido apartado de todos, incluidos Pabli­to y Néstor. Con excepción de los saludos casuales que todos ellos habían cambiado conmigo en el curso de los años, nunca nos habíamos hablado. Yo les conocía, prin­cipalmente, a través de las descripciones que me había hecho don Juan. Si bien en una oportunidad había co­nocido a Josefina, me era imposible recordar su aspecto físico, y todo lo que había visto de la Gorda era su gi­gantesco trasero. Les dije que ni siquiera sabía, hasta el día anterior, que las cuatro eran aprendices de don Juan, y que Benigno también formaba parte del grupo.

Cambiaron una mirada tímida. Rosa movió los la­bios para decir algo, pero Lidia le ordenó callar con el pie. Creía que, tras mi larga y conmovedora explicación, ya no les sería necesario enviarse mensajes furtivos. Te­nía los nervios tan alterados que sus movimientos encu­biertos de pies resultaron el elemento preciso para ha­cerme montar en cólera. Les grité con toda la fuerza de mis pulmones y golpeé la mesa con la mano derecha. Rosa se puso de pie a increíble velocidad, y, supongo que a modo de respuesta a su súbito movimiento, mi cuerpo, por sí mismo, sin indicación alguna de mi razón, dio un paso atrás, exactamente a tiempo para eludir por pocos centímetros el golpe de un sólido leño u otro obje­to contundente que Rosa blandía en la mano izquierda. Cayó sobre la mesa con ruido atronador.

Volví a oír, tal como la noche anterior, mientras doña Soledad trataba de estrangularme, un sonido sin­gular y misterioso, un sonido seco, semejante al que produce un conducto tubular al quebrarse, exactamente por detrás de la tráquea, en la base del cuello. Mis oídos estallaron y, con la velocidad del relámpago, mi brazo izquierdo descendió con fuerza sobre el palo de Rosa. Yo mismo presencié la escena, como si se tratara de una película.

Rosa chilló y comprendí entonces que le había gol­peado el dorso de la mano con el puño izquierdo, descar­gando en ello todo mi peso. Estaba aterrado. Sucediese lo que sucediese, para mí no era real. Era una pesadilla. Rosa seguía chillando. Lidia la llevó a la habitación de don Juan. Oí sus gritos de dolor durante unos momentos; luego cesaron. Me senté a la mesa. Mis pensamientos surgían disociados e incoherentes.

Tenía aguda conciencia del peculiar sonido de la base de mi cuello. Don Juan lo había descrito como el sonido que se hace al cambiar de velocidad. Recordaba vagamente haberlo experimentado en su compañía. Si bien la noche previa el dato había pasado por mi mente, no había sido enteramente consciente de él hasta que tuvieron lugar los sucesos con Rosa. Percibí en ese mo­mento que el sonido había dado paso a una sensación especialmente cálida en la bóveda de mi paladar y en mis oídos. La intensidad y la sequedad del sonido me hicieron pensar en el toque de una gran campana que­brada.

Lidia no tardó en volver. Se la veía más serena y contenida. Hasta sonreía. Le pedí por favor que me ayu­dase a desenmarañar ese lío y me contase lo sucedido. Tras vacilar largamente me dijo que, al aullar y apo­rrear la mesa, había puesto nerviosa a Rosa; ésta, cre­yendo que la iba a lastimar, había intentado golpearme con su «mano de sueño». Yo había esquivado el golpe y la había herido en el dorso de la mano, del mismo modo en que lo había hecho con doña Soledad. Lidia agregó que la mano de Rosa quedaría inutilizada a menos que yo conociera un modo de prestarle auxilio.

En ese momento, Rosa entró a la habitación. Tenía el brazo envuelto en un trozo de tela. Me miró. Su mira­da recordaba la de un niño. Mis sentimientos eran to­talmente confusos. Una parte de mí se sentía cruel y culpable. Pero otra permanecía imperturbable. De no ser por la segunda, no hubiese sobrevivido ni al ataque de doña Soledad ni al devastador golpe de Rosa.

Tras un largo silencio, les dije que era signo de gran ­intolerancia por mi parte el haberme molestado por los mensajes que se transmitían con los pies, pero que el gritar y golpear la mesa no guardaba relación alguna con lo que Rosa había hecho. En vista de que yo no me hallaba familiarizado con sus prácticas, bien podía haberme quebrado el brazo.

En tono intimidatorio, exigí ver su mano. La desvendó de mala gana. Estaba hinchada y roja. A mi criterio, no cabía duda alguna de que esa gente estaba dando los pasos correspondientes a una suerte de prueba preparada por don Juan para mí. Por afrontarla me veía arroja­do a un mundo al cual era imposible acceder ni aceptar en términos racionales. Me había dicho una y otra vez que mi racionalidad comprendía tan sólo una pequeña porción de lo que denominaba la totalidad de uno mismo. Ante el impacto de lo desconocido y el riesgo enteramente real de mi aniquilación física, mi cuerpo había tenido que hacer uso de sus recursos ocultos, o morir. La trampa consistía, aparentemente, en la verdadera aceptación de la existencia de tales recursos y de la po­sibilidad de emplearlos. Los años de preparación no habían sido sino los pasos necesarios para llegar a esa aceptación. Fiel a su propósito de no comprometerse, don Juan había aspirado a una victoria total o a una completa derrota para mí. Si sus enseñanzas no habían servido para ponerme en contacto con mis recursos ocultos, la prueba lo pondría en evidencia, en cuyo caso habría sido muy poco lo que yo pudiese hacer. Don J­uan había dicho a doña Soledad que me suicidaría. Siendo un conocedor tan profundo de la naturaleza humana, es probable que no se hallase en error alguno.

Era hora de variar la táctica. Lidia había sostenido que yo era capaz de ayudar a Rosa y a doña Soledad va­liéndome de la misma fuerza con que las había lastimado; el problema, por consiguiente, consistía en dar con la secuencia correcta de sentimientos, o pensamientos, o lo que quiera que ello fuese, susceptible de lograr que mi cuerpo liberase tal fuerza. Cogí la mano de Rosa y la acaricié. Deseaba que se curara. No abrigaba sino bue­nos sentimientos hacia ella. Le acaricié la mano y la tuve abrazada largo rato. Le acaricié la cabeza y quedó dormida, apoyada sobre mi hombro, pero no hubo dis­minución alguna de la hinchazón ni del rubor.

Lidia me miraba sin decir palabra. Me sonrió. Que­ría decirle que era un fracaso como sanador. Sus ojos parecieron captar mi intención, sostuvo mi mirada has­ta hacerme abandonar el propósito.

Rosa quería dormir. Estaba mortalmente cansada, o se encontraba enferma. Prefería no saberlo. La alcé en brazos; era más ligera de lo que había imaginado. La llevé al lecho de don Juan y la deposité en él con delica­deza, Lidia la cubrió. La habitación estaba muy oscura. Miré por la ventana y vi un cielo estrellado sin nubes. No había sido consciente hasta ese momento de que nos hallábamos a una gran altitud.

Al mirar al cielo, sentí renacer mi optimismo. En cierto modo, las estrellas me regocijaban. El Sudeste me resultaba realmente una dirección digna de ser en­frentada.

De pronto, me vi obligado a satisfacer un impulso. Quise comprobar cuán diferente se vería el cielo desde la ventana de doña Soledad, orientada al Norte. Cogí a Lidia por la mano, con la intención de llevarla allí, pero un cosquilleo en la coronilla me detuvo. Algo así como si una onda recorriese mi cuerpo, desde la espalda a la cintura, y, desde allí, hasta la boca del estómago. Me senté sobre la estera. Hice un esfuerzo por racionalizar mis sensaciones. Aparentemente, en el mismo instante en que percibí el cosquilleo en la coronilla, mis pensa­mientos se habían reducido en intensidad y cantidad. Lo intenté; pero me fue imposible retornar al proceso habitual, que llamo «pensamiento».

Mis consideraciones me llevaron a olvidar a Lidia. Se había arrodillado en el suelo, cara a mí. Tomé con­ciencia de que sus enormes ojos me escrutaban desde una distancia de pocos centímetros. Automáticamente, volví a cogerle la mano y fuimos a la habitación de doña Soledad. Al llegar a la puerta, percibí que su cuerpo se ponía rígido. Tuve que empujarla. Estaba a punto de trasponer el umbral, cuando distinguí la masa volumi­nosa, oscura, de un cuerpo humano agazapado contra el muro opuesto al de la entrada. La visión era tan inespe­rada que sofoqué un grito y solté la mano de Lidia. Era doña Soledad. Tenía la cabeza apoyada en la pared. Me volví hacia Lidia. Había retrocedido un par de pasos. Quise susurrar que doña Soledad había regresado, pero de mí no brotó sonido alguno, a pesar de estar seguro de haber pronunciado correctamente las palabras. Hubiese intentado hablar de nuevo, de no haberse impuesto la necesidad que sentía de actuar. Era como si las pala­bras reclamasen mucho tiempo y yo tuviera muy poco. Entré a la habitación y me aproximé a doña Soledad. Daba la impresión de estar padeciendo un gran dolor. Me puse en cuclillas a su lado y, antes de preguntarle nada, alcé su rostro para mirarla. Vi algo en su frente; parecía ser el emplasto de hojas que ella misma se ha­bía preparado. Era oscuro, viscoso al tacto. Precisaba compulsivamente arrancarlo. Con gesto enérgico sujeté su cabeza, la incliné hacia atrás y se lo quité de un ti­rón. Fue como despegar un trozo de goma. No se movió ni se quejó de dolor alguno. Bajo el emplasto había una mancha de color verde amarillento. Se movía, como si estuviese viva o empapada de energía. La contemplé un rato, incapaz de hacer nada. La apreté con el dedo y se pegó a él como si fuese cola. No fui presa del pánico, como hubiese ocurrido de ordinario; es más: me agrada­ba esa sustancia. Hurgué en ella con las puntas de los dedos y terminó por desprenderse completamente de su frente. Me puse de pie. La materia pegajosa estaba ti­bia. Mantuvo sus características de pasta glutinosa por un instante y luego se secó entre mis dedos y sobre la palma de mi mano. Me conmovió una nueva y súbita oleada de comprensión y corrí hacia la habitación de don Juan. Aferré el brazo de Rosa y saqué de su mano la misma sustancia fluorescente, verde amarillenta, que había sacado de la frente de doña Soledad.

El corazón me latía con tal violencia que a duras pe­nas podía mantenerme en pie. Quería echarme, pero algo en mi interior me empujó hacia la ventana y me impulsó a ponerme a saltar en el lugar.

No alcanzo a recordar cuánto tiempo pasé allí sal­tando. En un momento dado, sentí que alguien me seca­ba el cuello y los hombros. Tomé conciencia de que me encontraba prácticamente desnudo, transpirando con profusión. Lidia me había echado un paño sobre los hombros, y en ese momento enjugaba el sudor de mi rostro. Mis procesos mentales normales se restablecie­ron de inmediato. Recorrí la habitación con la vista. Rosa se hallaba profundamente dormida. Fui corriendo a la habitación de doña Soledad. Esperaba verla tam­bién dormida, pero allí no había nadie. Lidia me había seguido. Le pregunté qué había sucedido. Fue a toda prisa a despertar a Rosa, mientras yo me vestía. Rosa no quería despertar. Lidia le cogió la mano lastimada y se la estrujó. En un solo movimiento, casi se diría que de un salto, Rosa se puso de pie, totalmente despierta.

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