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Authors: Carlos Castaneda

Tags: #Autoayuda, Esoterismo, Relato

El segundo anillo de poder (12 page)

BOOK: El segundo anillo de poder
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Empezaron a recorrer la casa, apresurándose a apa­gar todas las lámparas. Daban la impresión de estar aprontándose para partir. Iba a preguntarles a qué obe­decía tanta prisa, cuando tomé conciencia de que yo mismo me había vestido con suma rapidez. Todos nos precipitábamos. Es más: ellas parecían estar esperando órdenes mías.

Salimos corriendo de la casa, llevando con nosotros todos los paquetes de los regalos. Lidia me había reco­mendado que no dejase ninguno; aún no los había dis­tribuido y por lo tanto seguían perteneciéndome. Los arrojé en el asiento trasero del automóvil, mientras las dos muchachas se instalaban en el delantero. Puse el motor en marcha y fui retrocediendo lentamente, bus­cando el camino en la oscuridad.

Una vez en la carretera, me vi enfrentado a una cuestión espinosa. Ambas declararon al unísono que yo era el guía; sus actos dependían de mis decisiones. Yo era el Nagual. No podíamos huir de la casa y marchar sin rumbo. Debía guiarles. Pero lo cierto era que yo no te­nía idea de a dónde ir ni qué hacer. Me volví hacia ellas. Los faros arrojaban cierta luz dentro del coche, y sus ojos la reflejaban como espejos. Recordé que con los ojos de don Juan sucedía lo mismo; parecían reflejar más luz que los de una persona corriente.

Comprendí que las dos muchachas eran conscientes de lo extremo de mi situación. Más que una broma des­tinada a disimular mi incapacidad, lo que hice fue po­ner francamente en sus manos la responsabilidad de una solución. Les dije que me faltaba práctica como Na­gual y que les quedaría muy agradecido si me hacían el favor de hacerme una sugerencia o una insinuación respecto al lugar al que debíamos dirigirnos. Ello pareció disgustarlas conmigo. Hicieron chasquear la lengua y negaron con la cabeza. Repasé mentalmente varios pro­bables cursos de acción, ninguno de los cuales era factible, como llevarlas al pueblo, o a la casa de Néstor, o in­cluso a Ciudad de México.

Detuve el coche. Iba en dirección al pueblo. Deseaba más que nada en el mundo tener una conversación sincera con las muchachas. Abrí la boca para comenzar, pero se apartaron de mí, se pusieron cara a cara y se echaron mutuamente los brazos al cuello. Eso parecía ser una indicación de que se habían encerrado en sí mismas y no iban a escucharme.

Mi frustración fue enorme. Lo que anhelaba en ese momento era la maestría de don Juan frente a cualquier situación que se presentara, su camaradería intelectual, su humor. En cambio, me hallaba en compañía de dos idiotas.

Percibí cierto abatimiento en el rostro de Lidia y puse fin a mi ataque de autoconmiseración. Por prime­ra vez fui abiertamente consciente de que no había modo de superar nuestra mutua desilusión. Era eviden­te que ellas también estaban acostumbradas, aunque de una forma diferente, a la maestría de don Juan. Para ellas, el cambio del propio Nagual por mí debía de haber sido desastroso.

Permanecí inmóvil un buen rato, con el motor en marcha. De pronto, un estremecimiento, comenzado como un cosquilleo en mi coronilla, volvió a recorrer mi cuerpo; supe entonces lo que había sucedido poco antes, al entrar en la habitación de doña Soledad. Yo no la ha­bía visto en un sentido ordinario. Aquello que había to­mado por doña Soledad acurrucada junto a la pared, era en realidad el recuerdo del instante, inmediata­mente posterior a aquel en que la había golpeado, en el cual había abandonado su cuerpo. Comprendí tam­bién que al retirar aquella sustancia glutinosa, fosfores­cente, la había curado, y que se trataba de una forma de energía dejada en su cabeza y en la mano de Rosa por mis golpes.

Pasó por mi mente la imagen de un barranco singu­lar. Me convencí de que doña Soledad y la Gorda estaban en él. Mi convicción no obedecía a una mera conjetura: se trataba de una verdad que no requería corroboración. La Gorda había llevado a doña Soledad al fondo de ese barranco, y en ese preciso instante estaba tratando de curarla. Deseaba decirle que era un error cuidarse de la hinchazón de la frente de doña Soledad, y que ya no te­nían necesidad de permanecer allí.

Describí mi visión a las muchachas. Ambas me dije­ron, tal como solía hacerlo don Juan, que no debía de­jarme llevar por tales representaciones. En él, sin em­bargo, la reacción resultaba más congruente. Yo nunca había hecho realmente caso de sus críticas ni de su des­dén; pero con ellas era diferente: no estaban al mismo nivel. Me sentí insultado.

—Las llevaré a su casa —dije—. ¿Dónde viven?

Lidia se volvió hacia mí y me dijo furiosa que ellas eran mis protegidas y que debía llevarlas a lugar seguro, puesto que habían renunciado a su libertad, a pedi­do del Nagual, con la finalidad de ayudarme.

Llegados a este punto, monté en cólera. Quise abofetearlas, pero entonces sentí el extraño estremecimiento recorrer mi cuerpo una vez más. Volvió a comenzar como un cosquilleo en la coronilla, y bajó por mi espalda hasta llegar a la región umbilical: en ese instante supe dónde vivían. El cosquilleo era como una capa protectora, una suave, cálida, hoja de celuloide. La percibía físicamente, cubriendo la zona que va desde el pubis hasta el reborde costal. Mi cólera desapareció, dando paso a una extraña serenidad, una frialdad, y, a la vez, un deseo de reír. Comprendí en aquel momento algo trascendental. Ante el impacto de los actos de doña Soledad y de las herma­nitas, mi cuerpo se había desprendido de la racionali­dad; yo había, dicho en los términos de don Juan, parado el mundo. Había amalgamado dos sensaciones disocia­das. El cosquilleo en la parte alta de la cabeza y el ruido seco de quebradura en la base del cuello: entre ambas cosas yacía la clave de aquella suspensión del juicio.

Sentado en el coche con las dos muchachas, al costa­do de un camino de montaña desierto, supe a ciencia cierta que, por primera vez, había tenido completa conciencia de parar el mundo. Esa sensación trajo a mi memoria otra similar: mi primera experiencia de concien­cia corporal, ocurrida hacía años. Tenía que ver con el cosquilleo en la coronilla. Don Juan me había dicho que los brujos debían cultivar esa sensación, y se había ex­tendido en su descripción. Según él, era una suerte de comezón, algo ni placentero ni doloroso, que se iniciaba en el punto más alto de la cabeza. Para hacérmelo com­prender, en un nivel intelectual, definió y analizó sus características, y luego, atento al aspecto práctico, in­tentó orientarme en el desarrollo de la conciencia corpo­ral y la memoria de la sensación, haciéndome correr bajo ramas o rocas salientes según un plano horizontal situado a pocos centímetros por encima de mí.

Pasé años tratando de comprender lo que me había indicado, pero, por una parte, me resultaba imposible captar todo el sentido de su descripción, y, por otra par­te, era incapaz de dotar a mi cuerpo de la memoria ade­cuada para seguir sus consejos prácticos. Nunca sentía nada sobre la cabeza al correr bajo las ramas o las rocas que él había escogido para sus demostraciones. Pero un día mi cuerpo descubrió la sensación por sí mismo, al intentar entrar conduciendo un camión de caja alta en un edificio para aparcamiento de tres plantas. Traspuse el umbral a la misma velocidad con que solía hacerlo en mi pequeño sedán de dos puertas; de resultas de lo cual vi, desde el alto asiento del camión, cómo la viga de ce­mento transversal del techo se acercaba a mi cabeza. No pude detenerme a tiempo y la sensación que tuve fue la de que la viga me escalpaba. Nunca había condu­cido un vehículo tan alto como ese, de modo que no me era posible haber hecho los ajustes perceptuales necesa­rios. El espacio que separaba el camión del techo del aparcamiento, me parecía inexistente. Sentí la viga con el cuero cabelludo.

Ese día pasé horas conduciendo en el aparcamiento para dar a mi cuerpo la oportunidad de hacerse con el recuerdo del cosquilleo.

Me volví hacia las muchachas con el propósito de in­formales que acababa de recordar dónde vivían. Desistí. No había modo de explicarles que la experiencia del cos­quilleo había traído a mi memoria una observación he­cha al azar por don Juan en cierta oportunidad en que, camino de la vivienda de Pablito, pasamos por otra casa. Había señalado una característica poco corriente de esos alrededores, y dicho que esa casa era un lugar ideal para quien buscase quietud, pero no un lugar para descansar. Las llevé allí.

Su casa era una construcción de adobe bastante grande con techo de tejas, como aquél en que vivía doña Soledad. Tenía una habitación larga delante, una coci­na techada al aire libre en la parte trasera, un enorme patio contiguo a ella y, al otro lado del patio, un gallinero. La parte más importante de la casa, no obstante, era una habitación cerrada con dos puertas, una que se abría a la sala delantera, y otra que daba a los fondos. Lidia dijo que ellas mismas la habían construido. Quise verla, pero ambas argumentaron que no era el momento apropiado, puesto que ni Josefina ni la Gorda se ha­llaban presente para mostrarme las partes de la habita­ción que les pertenecían.

En un rincón de la primera habitación había una plataforma de ladrillos de tamaño considerable. Su al­tura sería de unos cuarenta y cinco centímetros y esta­ba destinada a hacer las veces de cama, con uno de sus extremos pegado a la pared. Lidia puso sobre ella unas espesas esteras de paja y me instó a que me echara a dormir mientras ellas velaban.

Rosa había encendido una lámpara y la colgó de un clavo sobre la cama. La luz alcanzaba para escribir. Les expliqué que al escribir me serenaba y les pregunté si les molestaba.

—¿Por qué lo tienes que preguntar? —replicó Lidia—. ¡Hazlo!

Con la pretensión de darle una explicación superfi­cial, le dije que yo siempre había hecho cosas raras, como tomar notas, lo cual resultaba extraño inclusive a don Juan y a don Genaro y que, en consecuencia, debía resultarles extraño a ellas.

—Nosotras siempre hacemos cosas raras —dijo Li­dia secamente.

Me senté en la cama, bajo la lámpara, con la espalda apoyada en el muro. Ellas se echaron cerca de mí, una a cada lado. Rosa se cubrió con una manta y se quedó dor­mida, como si todo lo que necesitase para ello fuera ten­derse. Lidia declaró entonces que esos eran el momento y el lugar apropiados para conversar, si bien a ella le pa­recía preferible apagar la luz, porque ésta le daba sueño.

Nuestra conversación, en la oscuridad, giró en torno del paradero de las otras dos muchachas. Sostuvo que no tenía ni una remota idea del lugar en que pudiese hallarse la Gorda, pero que indudablemente Josefina seguía en las montañas buscando a Néstor, a pesar de la oscuridad. Explicó que Josefina era la más capaz de valerse por sí misma en circunstancias tales como encontrarse en un lugar desierto y oscuro. Esa era la razón por la cual la Gorda la había escogido para esa misión.

Le comenté que, escuchándolas referirse a la Gorda, me había hecho la idea de que era la jefe. Lidia me res­pondió que efectivamente la Gorda mandaba, y que el propio Nagual había ordenado que así fuera. Agregó que, más allá de esa circunstancia, tarde o temprano, la Gorda habría terminado por ponerse a la cabeza porque era la mejor.

En ese punto, me vi obligado a encender la lámpara, para poder escribir. Lidia se quejó de que la luz le impe­día permanecer despierta, pero me salí con la mía.

—¿Qué es lo que determina que la Gorda sea la me­jor? —pregunté.

—Tiene más poder personal —dijo—. Lo sabe todo. Además, el Nagual le enseñó a controlar a la gente.

—¿Envidias a la Gorda por ser la mejor?

—Antes, pero ya no.

—¿A qué se debe este cambio?

—Terminé por aceptar mi destino, como me había dicho el Nagual.

—¿Y cuál es tu destino?

—Mi destino… mi destino es ser la brisa. Ser una so­ñadora. Mi destino es ser un guerrero.

—¿Envidian Rosa o Josefina a la Gorda?

—No, no la envidian. Todas nosotras hemos acepta­do nuestros destinos. El Nagual dijo que el poder sólo llega tras haber aceptado nuestros destinos sin discu­sión. Yo solía quejarme mucho y sentirme terriblemente mal porque me gustaba el Nagual. Creía ser una mujer.

Pero él me demostró que no lo era. Este cuerpo que ves es nuevo. Lo mismo nos ocurrió a todas. Tal vez a ti no te haya sucedido lo mismo, pero para nosotras el Nagual significó una nueva vida.

—Cuando nos dijo que iba a partir, porque tenía que hacer otras cosas, creímos morir. Pero ya nos ves. Estamos vivas; ¿sabes por qué? Porque el Nagual nos demostró que éramos él mismo. Está aquí, con nosotras. Siempre estará aquí. Somos su cuerpo y su espíritu.

—¿Las cuatro se sienten de la misma manera?

—No somos cuatro. Somos una. Ese es nuestro destino. Debemos sostenernos unas a otras. Y tú eres lo mismo. Todos nosotros somos lo mismo. Incluso Soledad es lo mismo, aunque vaya en una dirección distinta.

—¿Y Pablito, y Néstor, y Benigno, dónde encajan?

—No lo sabemos. No nos gustan. Especialmente Pablito. Es cobarde. No ha aceptado su destino y pretende huir de él. Es más: quiere renunciar a su condición de brujo y vivir una vida ordinaria. Eso sería estupendo para Soledad. Pero el Nagual nos ordenó ayudarle. No obstante, nos estamos cansando de hacerlo. Tal vez uno de estos días la Gorda lo quite de en medio para siempre.

—¿Puede hacerlo?

—¡Si puede hacerlo! Claro que puede. Ella tiene más del Nagual que ninguno de nosotros. Quizás incluso más que tú.

—¿A qué se debe que el Nagual nunca me haya di­cho que ustedes eran sus aprendices?

—A que estás vacío.

—Todo el mundo sabe que estás vacío. Está escrito en tu cuerpo.

—¿En qué te basas para decir eso?

—Tienes un agujero en el medio.

—¿En el medio de mi cuerpo? ¿Dónde?

Con suma delicadeza, tocó un lugar en el lado dere­cho de mi estómago. Trazó un círculo con el dedo, como si recorriese con él los bordes de un agujero invisible de diez o doce centímetros de ancho.

—¿Tú también estás vacía, Lidia?

—¿Bromeas? Estoy entera. ¿No lo
ves
?

Sus respuestas a mis preguntas estaban tomando un giro inesperado. No quería que mi ignorancia me pu­siera a malas con ella. Asentí con la cabeza.

—¿Qué es lo que te lleva a pensar que tengo allí un agujero que me hace estar vacío? —pregunté, tras con­siderar cuál sería el más inocente de los interrogantes que le podía plantear.

No respondió. Me volvió la espalda y se lamentó de que la luz de la lámpara le hiciese escocer los ojos. In­sistí. Me enfrentó, desafiante.

—No quiero decirte nada más —dijo—. Eres estúpi­do. Ni siquiera Pablito es tan estúpido, y es el peor.

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