El segundo anillo de poder (14 page)

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Authors: Carlos Castaneda

Tags: #Autoayuda, Esoterismo, Relato

BOOK: El segundo anillo de poder
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Lidia se sentó a mi lado e hizo un gesto de impoten­cia. Se encogió de hombros.

—Ella es así —me susurró Lidia.

Josefina se volvió hacia ella. Su rostro se veía tras­tornado por una espantosa mueca de ira. Abrió la boca y vociferó, con todas sus fuerzas, dando rienda suelta a sonidos guturales, escalofriantes.

Lidia se deslizó del banco y con suma discreción dejó la cocina.

Rosa sostenía a Josefina por el brazo. Josefina pare­cía ser la representación de la furia. Movía la boca y de­formaba el rostro. En cuestión de minutos había perdido toda la belleza y toda la inocencia que me habían encan­tado. No sabía qué hacer. Traté de disculparme, pero los sonidos infrahumanos de Josefina ahogaban mis pala­bras. Finalmente, Rosa la llevó al interior de la casa.

Lidia regresó y se sentó frente a mí, al otro lado de la mesa.

—Algo se descompuso aquí arriba —dijo, tocándose la cabeza.

—¿Cuándo sucedió? —pregunté.

—Hace mucho. El Nagual debe de haberle hecho algo, porque de pronto perdió el habla.

Lidia se veía triste. Tuve la impresión de que la tris­teza se evidenciaba en contra de sus deseos. Hasta me sentí tentado de decirle que no se esforzase tanto por ocultar sus sentimientos.

—¿Cómo se comunica Josefina con ustedes? —pregunté—. ¿Escribe?

—Vamos, no seas necio. No escribe. No es tú. Se vale de las manos y de los pies para decirnos lo que quiere.

Josefina y Rosa volvieron a la cocina. Se detuvieron a mi lado. Josefina volvía a ser, a mis ojos, la imagen de la inocencia y el candor. Su beatífica expresión no reve­laba en lo más mínimo su capacidad para transformar­se en un ser tan feo, en tan poco tiempo. Al verla, com­prendí que su fabulosa ductilidad gestual estaba, sin duda, íntimamente ligada a su afasia. Razoné que solo una persona que ha perdido la posibilidad de verbalizar puede ser tan versátil para la mímica.

Rosa me dijo que Josefina le había confesado que deseaba poder hablar, porque yo le gustaba mucho.

—Hasta que llegaste, se sentía feliz como era —dijo Lidia con voz áspera.

Josefina sacudió la cabeza afirmativamente, corroborando la declaración de Lidia, y emitió una serie de suaves sonidos.

—Desearía que la Gorda estuviese aquí —dijo Rosa—. Lidia siempre hace enfadar a Josefina.

—¡No es esa mi intención! —protestó Lidia.

Josefina le sonrió y extendió el brazo para tocarla. Según todas las apariencias, su intención era disculpar­se. Lidia rechazó su mano.

—¡Muda imbécil! —murmuró.

Josefina no se irritó. Desvió la vista. Había una enor­me tristeza en sus ojos. Me vi obligado a interceder.

—Cree que es la única mujer en el mundo que tiene problemas —me espetó Lidia—. El Nagual nos dijo que la tratásemos con rigor y sin piedad hasta que dejase de sentir lástima por sí misma.

Rosa me miró confirmando la aseveración de Lidia con un movimiento de cabeza.

Lidia se volvió hacia Rosa y le ordenó apartarse de Josefina. Rosa la obedeció, yendo a sentarse en el ban­co, a mi lado.

—El Nagual dijo que cualquiera de estos días volve­ría a hablar —me confió Lidia.

—¡Hey! —dijo Rosa, tirándome de la manga—. Tal vez tú seas quien la haga hablar.

—¡Sí! —exclamó Lidia, como si hubiese estado pen­sando lo mismo—. Quizá sea por eso que hayamos debi­do esperarte.

—¡Es clarísimo! —agregó Rosa, con la expresión de quien ha tenido una verdadera revelación. Ambas se pusieron de pie de un salto y abrazaron a Josefina.

—¡Volverás a hablar! —gritaba Rosa mientras sacu­día a Josefina, aferrándola por los hombros.

Josefina abrió los ojos y los hizo girar en sus órbitas. Empezó a suspirar, débil y entrecortadamente, como si sollozara, y terminó por echar a correr de un lado a otro, gritando como un animal. Su excitación era tal, que se la veía incapaz de cerrar la boca. Francamente, la creía al borde de un colapso nervioso. Lidia y Rosa co­rrieron a su lado y la ayudaron a cerrar la boca. Pero no intentaron serenarla.

—¡Volverás a hablar! ¡Volverás a hablar! —gritaban.

Josefina sollozaba y aullaba de tal manera que yo sentía un escalofrío que me recorría la columna verte­bral.

Estaba absolutamente desconcertado. Traté de decir algo razonable. Apelé a su sentido común, pero no tardé en comprender que, según mis cánones, tenían muy poco. Comencé a andar de un lado para otro, delante de ellas, intentando tomar una decisión.

—Vas a ayudarla, ¿no? —me apremiaba Lidia.

—Por favor, señor, por favor —me suplicaba Rosa.

Les dije que estaban locas, que no tenía la menor idea de qué se podía hacer. Y, sin embargo, según ha­blaba, una feliz sensación de optimismo y seguridad se iba adueñando de mi mente. En un principio, traté de ignorarla, pero finalmente hube de ceder a ella. En una oportunidad anterior había experimentado lo mismo, en relación con una amiga muy querida que se hallaba mortalmente enferma. Pensé que podía sanarla y hacerla abandonar el hospital en que se hallaba ingresada. Fui a consultar con don Juan.

—Claro. Puedes curarla y hacerla salir de esa tram­pa mortal —me dijo.

—¿Cómo? —le pregunté.

—El procedimiento es muy simple —dijo—. Todo lo que debes hacer es recordarle que se trata de una paciente incurable. Puesto que es un caso terminal, tiene poder. No tiene nada más que perder. Ya lo ha perdido todo. Cuando no se tiene nada que perder, se adquiere coraje. Somos temerosos únicamente en la medida que tengamos algo a que aferrarnos.

—¿Pero acaso basta con recordárselo?

—No. Eso le dará el estímulo que necesita. Entonces tiene que deshacerse de la enfermedad, empujándola con la mano izquierda. Debe empujar hacia afuera con el brazo, el puño cerrado como si estuviese asiendo el tirador de una puerta. Debe empujar más y más, y, a la vez repetir: «fuera, fuera, fuera». Dile que, puesto que ya no le queda nada por hacer, debe dedicar cada se­gundo del tiempo que le quede de vida a realizar esa actividad. Te aseguro que podrá levantarse e irse por su propio pie, si es que lo desea.

—Parece tan sencillo… —dije.

Don Juan rió entre dientes.

—Parece sencillo —dijo—, pero no lo es. Para hacer­lo, tu amiga necesita un espíritu impecable.

Se quedó mirándome por un largo rato. En aparien­cia, estaba midiendo el grado de preocupación y de tris­teza que experimentaba por mi amiga.

—Desde luego —agregó—, si tu amiga poseyese un espíritu impecable, no estaría allí.

Conté a mi amiga lo que don Juan me había dicho. Pero ya se encontraba demasiado débil para intentar si­quiera mover el brazo.

En el caso de Josefina, la razón fundamental de mi secreta confianza radicaba en el hecho de que ella era un guerrero con un espíritu impecable. ¿Sería posible, me pregunté en silencio, llevarla a valerse del mismo movimiento de mano?

Dije a Josefina que su incapacidad para hablar era debida a una especie de bloqueo.

—Sí, sí, es un bloqueo —repitieron Lidia y Rosa en cuanto lo oyeron.

Enseñé a Josefina el modo de mover el brazo y le dije que tenía que deshacerse del bloqueo empujando así.

Los ojos de Josefina estaban completamente fijos. Parecía hallarse en trance. Movía la boca, emitiendo so­nidos escasamente audibles. Trató de mover el brazo, pero se sentía tan excitada que lo hizo sin coordinación alguna. Intenté ordenar sus actos, pero daba la impre­sión de estar aturdida al punto de no oír lo que yo le de­cía. Su mirada estaba desenfocada y comprendí que se iba a desmayar. En apariencia, Rosa se dio cuenta de lo que estaba sucediendo; saltó de su asiento, cogió una taza de agua y se la echó sobre el rostro. Los ojos de Jo­sefina quedaron en blanco. Parpadeó repetidas veces, hasta recuperar la visión normal. Movía la boca, pero sin producir sonido alguno.

—¡Tócale la garganta! —me gritó Rosa.

—¡No! ¡No! —le respondió Lidia, también en un gri­to—. Tócale la cabeza. ¡Lo tiene en la cabeza, hombre hueco!

Me cogió la mano, y yo, a regañadientes, le permití ponerla sobre la cabeza de Josefina.

Josefina se estremeció, y poco a poco fue dejando es­capar una serie de sonidos débiles. En cierto sentido, re­sultaban más melodiosos que aquellos ruidos infrahu­manos que había emitido poco antes.

También Rosa había reparado en la diferencia.

—¿Has oído eso? ¿Has oído eso? —me preguntó en un susurro.

No obstante, fuese cual fuere la diferencia, los soni­dos que Josefina hizo a continuación fueron más grotescos que nunca. Cuando se tranquilizó, sollozó un mo­mento, y de inmediato entró en otro nivel de euforia. Li­dia y Rosa lograron por último serenarla. Se dejó caer pesadamente en el banco, parecía exhausta. Con enor­me dificultad, consiguió abrir los ojos y mirarme. Me sonrió en forma sumisa.

—Lo siento, lo siento mucho —dije, y le cogí la mano.

Todo su cuerpo vibró. Bajó la cabeza y volvió a pro­rrumpir en sollozos. Me sobrevino una oleada de esen­cial simpatía hacia ella. En ese momento hubiese dado mi vida por auxiliarla.

Lloraba de manera incontrolable, a la vez que trata­ba de hablarme. Lidia y Rosa parecían tan profunda­mente inmersas en su drama, que remedaban sus ges­tos con la boca.

—¡Por el amor de Dios, haz algo! —exclamó Rosa con voz plañidera.

Experimenté una intolerable ansiedad. Josefina se puso de pie y se me abrazó; mejor dicho, se colgó de mí frenéticamente y me apartó de la mesa a rastras. En ese instante, Lidia y Rosa, con asombrosa agilidad, rapidez y dominio, me cogieron por los hombros con ambas ma­nos, a la vez que con los pies me inmovilizaban los talones. El peso del cuerpo de Josefina, sumado a la velocidad de maniobra de Lidia y Rosa, me dejó indefenso. Todas ellas actuaban simultáneamente, y, antes de que pudiese darme cuenta de lo que ocurría, me encontré tendido en el piso, con Josefina encima de mí. Sentía la­tir su corazón. Se aferraba a mí con gran fuerza; el ruido de su corazón resonaba en mis oídos, latía en mi pecho. Traté de apartarla, pero se apresuró a asegurarse. Rosa y Lidia me sujetaban contra el suelo, descargando todo su físico sobre mis brazos y piernas. Rosa reía como una loca; comenzó a mordisquearme el costado. Sus peque­ños y agudos dientes castañeteaban según sus mandíbu­las se abrían y se cerraban en nerviosos espasmos.

Fui presa de un monstruoso dolor, seguido de repug­nancia y terror. Perdí el aliento. No podía fijar la vista. Comprendí que estaba perdiendo el conocimiento. Oí el ruido seco, de quebradura de tubo, en la base del cuello y sentí el cosquilleo de la coronilla. Inmediatamente después tuve conciencia de que las estaba observando desde el otro lado de la cocina. Las tres muchachas me miraban, echadas en el suelo.

—¿Qué están haciendo? —oí que decía alguien en una voz áspera, fuerte, autoritaria.

Entonces tuve una impresión inconcebible: Josefina se dejaba ir de mí y se ponía de pie. Yo yacía en el suelo; no obstante, también me encontraba de pie, a cierta dis­tancia de la escena, mirando a una mujer a la que nun­ca antes había visto. Estaba junto a la puerta. Anduvo hacia mí y se detuvo a uno o dos metros. Me observó du­rante un instante. Comprendí de inmediato que era la Gorda. Exigió saber lo que estaba ocurriendo.

—Le estamos gastando una pequeña broma —dijo Josefina, aclarándose la garganta—. Yo fingía ser muda.

Las tres muchachas se reunieron, muy cerca las unas de las otras, y echaron a reír. La Gorda permane­ció impasible, contemplándome.

¡Me habían engañado! Encontré tan ultrajantes mi propia estupidez y mi necedad que estallé en una carca­jada histérica, casi fuera de control. Mi cuerpo se estre­mecía.

Entendí que Josefina no había estado jugando, como acababa de afirmar. Las tres habían actuado en serio. A decir verdad, había sentido el cuerpo de Josefina como una fuerza que en realidad se estaba introduciendo en mi propio cuerpo. El roer de Rosa en mi costado, indu­dablemente una estratagema para distraer mi atención, coincidió con la impresión de que el corazón de Josefina latía dentro de mi pecho.

Oí a la Gorda pedirme que me calmara.

Una conmoción nerviosa tuvo lugar dentro de mí, y luego una cólera lenta, sorda, me invadió. Las aborrecí. Había tenido bastante de ellas. Habría cogido mi cha­queta y mi libreta de notas y abandonado la casa, de no ser porque todavía no me había recuperado por comple­to. Estaba un tanto aturdido y mis sentimientos decididamente se hallaban embotados. Había tenido la sensa­ción, al mirar por primera vez a las muchachas desde el otro lado de la cocina, de estar haciéndolo en realidad desde un lugar situado por encima de mi plano visual, cercano al techo. Pero sucedía algo aún más desconcer­tante: había percibido a ciencia cierta que el cosquilleo de la coronilla me liberaba del abrazo de Josefina. No era una sensación vaga; verdaderamente algo había surgido de la cima de mi cabeza.

Pocos años antes, don Juan y don Genaro habían manipulado mi capacidad perceptiva y yo había experimentado una imposible doble impresión: sentí a don Juan caer encima mío, apretándome contra el piso, en tanto, a la vez, seguía encontrándome de pie. Lo cierto es que me hallaba en ambas situaciones simultáneamente. En términos de brujería, podría decir que mi cuerpo había conservado el recuerdo de aquella doble percepción y, a juzgar por las apariencias, la había re­petido. En esa oportunidad, sin embargo, había dos nuevos elementos para sumar a mi memoria corporal. Uno era el cosquilleo del que tan consciente venía sien­do en el curso de mis enfrentamientos con aquellas mu­jeres: ese era el vehículo mediante el cual arribaba a la doble percepción; el otro era aquel sonido en la base del cuello, que me permitía liberar algo de mí, capaz de surgir de la coronilla.

Al cabo de uno o dos minutos me sentí bajar del techo hasta encontrarme parado en el suelo. Me costó cierto tiempo readaptar los ojos al nivel de visión normal.

Al mirar a las cuatro mujeres me sentí desnudo y vulnerable. Viví un instante de disociación, o una solu­ción en la continuidad perceptual. Fue como si hubiese cerrado los ojos y una fuerza desconocida me hubiese he­cho girar sobre mí mismo un par de veces. Cuando abrí los ojos, las muchachas me observaban con la boca abierta. Pero, de un modo u otro, volvía a ser yo mismo.

C
APÍTULO
T
ERCERO

LA GORDA

Lo primero que me llamó la atención en la Gorda fueron sus ojos: muy oscuros y serenos. Era evidente que me es­taba examinando de pies a cabeza. Escudriñó mi cuerpo con la mirada, tal como solía hacerlo don Juan. A decir verdad, sus ojos revelaban una calma y una energía se­mejantes a las de él. Comprendí por qué era la mejor. Se me ocurrió que don Juan le había legado los ojos.

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