El segundo anillo de poder (20 page)

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Authors: Carlos Castaneda

Tags: #Autoayuda, Esoterismo, Relato

BOOK: El segundo anillo de poder
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—La calabaza, una vez encontrada, debe cuidarse con gran esmero. Por lo general, las brujas las hallan en las parras de los bosques. Las cogen y las secan y las va­cían. Y luego las desbastan y las pulen. Tan pronto como el brujo tiene su calabaza, debe ofrecerla a los aliados y persuadirlos para que vivan en ella. Si los aliados consienten, la calabaza desaparece del mundo de los hombres y los aliados se convierten en una ayuda para el brujo. El Nagual y Genaro eran capaces de hacer hacer a sus aliados todo lo que necesitasen. Cosas que no podían hacer por sí mismos. Como por ejemplo, enviar al viento en mi busca, u ordenar a aquel pollito que se metiese en la blusa de Lidia.

Oí un siseo peculiar, prolongado, al otro lado de la puerta. Era exactamente el mismo que había oído en casa de doña Soledad dos días antes. Esa vez supe que era el jaguar. No me asusté. En realidad, habría salido a ver al jaguar, si la Gorda no me hubiese detenido.

—Aún estás incompleto —dijo—. Los aliados te van a devorar si sales por tu propia iniciativa. Especialmen­te ese atrevido que vino a rondar.

—Mi cuerpo se siente muy seguro —protesté.

Me palmeó la espalda y me retuvo contra el banco sobre el cual estaba escribiendo.

—Aún no eres un brujo completo —dijo—. Tienes un enorme parche en el centro de ti y la fuerza de los alia­dos te lo arrancaría. Ellos no bromean.

—¿Qué es lo que se supone que uno deba hacer cuando un aliado se le acerca de ese modo?

—No importa el modo en que lo hagan. El Nagual me enseñó a permanecer en equilibrio y no buscar nada con ansiedad. Esta noche, por ejemplo, yo sé qué aliados te corresponderían, si alguna vez consigues una calabaza y la preparas como es debido. Tú debes estar desean­do hacerte con ellos. Yo no. Lo más probable es que nunca me los lleve. Son un verdadero problema.

—¿Por qué?

—Porque son fuerzas y, como tales, pueden vaciarte hasta reducirte a la nada. El Nagual sostenía que se es­taba mejor sin nada que no fuera nuestra resolución y nuestra voluntad. Algún día, cuando estés completo, tal vez debamos decidir acerca de la conveniencia de llevar­los con nosotros o no.

Le dije que, personalmente, me gustaba el jaguar, a pesar de que había algo de despótico en él.

Me miró con curiosidad. Había sorpresa y confusión en sus ojos.

—Realmente me gusta —dije.

—Dime qué viste —replicó.

Comprendí entonces que, hasta ese momento, había estado dando por descontado que ella había visto lo mis­mo que yo. Describí con gran detalle a los cuatro alia­dos, tal como los había percibido. Me escuchó con mu­cha atención y parecía embelesada por mi relato.

—Los aliados no tienen forma —dijo cuando termi­né—. Son como una presencia, como un viento, como un brillo. El primero que hallamos esta noche era una ne­grura que pretendía introducirse en mi cuerpo. Por eso grité. Lo sentí a punto de treparse por mis piernas. Los demás eran solamente colores. Su luminosidad era tan intensa, sin embargo, que se veía el sendero como si es­tuviéramos a la luz del día.

Sus afirmaciones me dejaron atónito. Había termi­nado por admitir, tras años de luchas y sobre la sola base de nuestro encuentro de esa noche con ellos, que los aliados poseían una forma consensual, una sustan­cia susceptible de ser percibida del mismo modo por los sentidos de todos.

Bromeando, hice saber a la Gorda que ya había apuntado en mi libreta que se trataba de criaturas con forma.

—¿Qué voy a hacer ahora? —pregunté, sin realmen­te esperar una respuesta.

—Es muy sencillo —dijo—. Escribe que no lo son.

Me di cuenta de que tenía toda la razón.

—¿Por qué los veo como monstruos? —pregunté.

—Ese no es ningún misterio —respondió—. Tú toda­vía no has perdido la forma humana. Lo mismo me su­cedía a mí. Solía ver a los aliados como personas; todos ellos eran indios con rostros horribles y miradas cana­llas. Solían esperarme en lugares desiertos. Yo creía que me seguían por mi condición de mujer. El Nagual reía hasta por los codos ante mis temores. Pero yo se­guía estando muerta de miedo. Uno de ellos venía a me­nudo a sentarse en mi cama, y la sacudía hasta que me despertaba. El miedo que me daba ese aliado es algo que prefiero no recordar, ni siquiera ahora, que he cam­biado. Creo que esta noche les tuve tanto miedo como entonces.

—¿Quieres decir que ya no los ves con forma huma­na?

—No. Ya no. El Nagual te ha dicho que un aliado ca­rece de forma. Tiene razón. Un aliado es sólo una pre­sencia, un ayudante que es nada, a pesar de ser tan real como tú y como yo.

—¿Han visto las hermanitas a los aliados?

—Todas los han visto una que otra vez.

—¿Son también para ellas los aliados únicamente una fuerza?

—No. Ellas son como tú; aún no han perdido su for­ma humana. Ninguna de ellas. Para todos ellos, las her­manitas, los Genaro y Soledad, los aliados son cosas ho­rrendas; con ellos, los aliados se comportan como malévolas, espantosas criaturas de noche. La sola men­ción de los aliados lleva a Lidia, Josefina y Pablito a la locura. Rosa y Néstor no los temen tanto, pero tampoco quieren tener nada que ver con ellos. Benigno está en lo suyo, de modo que no le atañen. Por eso a él no le mo­lestan; ni a mi. Pero los demás son presa fácil de los aliados, especialmente ahora, cuando se hallan fuera de las calabazas del Nagual y de Genaro. Pasan el tiempo buscándonos.

—El Nagual me dijo que en tanto uno conserva la for­ma humana, sólo le es posible reflejar esa apariencia, y, puesto que los aliados se alimentan directamente de nuestra fuerza vital, del centro de nuestro estómago, por lo general nos enferman; es entonces cuando los ve­mos como criaturas pesadas, feas.

—¿Hay algo que podamos hacer para protegernos, o para variar el aspecto de esas criaturas?

—Todo lo que tienes que hacer es perder tu forma humana.

—¿Qué quieres decir?

Mi pregunta pareció no tener sentido para ella. Me miró sin comprender, como si aguardase que le aclarara lo que acababa de decir. Cerró los ojos un instante.

—No sabes nada acerca del molde humano y la for­ma humana, ¿verdad? —preguntó.

Me quedé mirándola.

—Acabo de
ver
que nada sabes acerca de ello —dijo, y sonrió.

—Tienes toda la razón —repliqué.

—El Nagual me dijo que la forma humana es una fuerza —prosiguió—. Y el molde humano es… bueno… un molde. Dijo que todo tenía un molde particular. Las plantas tienen moldes, los animales tienen moldes, los gusanos tienen moldes. ¿Estás seguro de que el Nagual nunca te mostró el molde humano?

Le hice saber que había esbozado el concepto, pero de manera muy breve, en cierta ocasión en que había inten­tado explicarme un sueño. En el sueño en cuestión había visto a un hombre oculto en la oscuridad de un estrecho barranco. Hallarle allí me sobresaltaba. Le miraba por un momento y entonces el hombre se adelantaba y se me hacía visible. Estaba desnudo y su cuerpo resplandecía. Su apariencia era endeble, casi quebradiza. Sus ojos me agradaban. Eran amistosos y profundos. Me resultaban muy bondadosos. Pero luego regresaba a la oscuridad del barranco y sus ojos se convertían en dos espejos, se asemejaban a los de un animal feroz.

Don Juan aseveró que yo había dado con el molde humano «soñando». Explicó que los brujos contaban en su «soñar» con una vía que les llevaba al molde, y que el molde de los hombres era una entidad definida, una en­tidad a cuya visión accedíamos algunos en oportunida­des en que nos hallábamos imbuidos de poder, y todos, sin duda, en el momento de nuestra muerte. Describió el molde como la fuente, el origen del hombre, puesto que, sin el molde, capaz de concentrar la fuerza vital, no había modo de que la misma se organizase según la for­ma humana.

Interpretó mi sueño como una visión breve y ex­traordinariamente sencilla del molde. Sostuvo que el sueño confirmaba el hecho de que yo era un sujeto en extremo simple y basto.

La Gorda rió y contó que lo mismo le había dicho a ella. El visualizar el molde como un hombre corriente desnudo, y luego como un animal, suponía una concep­ción sumamente ingenua del mismo.

—Tal vez no pasara de ser un sueño estúpido, sin importancia —dije, intentando defenderme.

—No —dijo, con una gran sonrisa—. Como compren­derás, el molde humano resplandece; y siempre se lo halla en charcas y barrancos estrechos.

—¿Por qué en barrancos y charcas? —pregunté.

—Se alimenta de agua. Sin agua no hay molde —re­plicó—. Sé que el Nagual te llevaba a menudo a char­cas, con la esperanza de mostrarte el molde; pero tu va­ciedad te impedía ver nada. Lo mismo me sucedía a mí. Solía hacerme tender desnuda sobre una roca en el cen­tro mismo de una charca desecada, pero lo único que lo­graba era percibir la presencia de algo que me aterrori­zaba al punto de ponerme fuera de mí.

—¿Por qué impide la vaciedad ver el molde?

—El Nagual afirmaba que todo en el mundo es una fuerza; un rechazo o una atracción. Para ser atraídos o rechazados debemos ser como una vela, como un cometa al viento. Pero si tenemos un agujero en el centro de nuestra luminosidad, las fuerzas pasan a través de él y jamás nos afectan.

—El Nagual me contó que Genaro te apreciaba mu­cho e intentaba hacerte tomar conciencia del agujero de tu centro. Echaba a volar su sombrero al modo de una cometa para atormentarte; llegó a tirar de los bordes de ese agujero hasta provocarte diarrea, pero tú nunca caíste en la cuenta de lo que estaba haciendo.

—¿Por qué nunca me habló claramente, como lo ha­ces tú?

—Lo hizo, pero no le escuchaste.

Su declaración me resultaba imposible de creer. Aceptar que me había hablado sin que yo me hubiese dado por enterado, era impensable.

—¿Alguna vez viste el molde, Gorda? —pregunté.

—Claro; cuando volví a estar completa. Un día, sola, fui hasta aquella charca, y allí estaba. Era un ser radiante, luminoso. No pude mirarlo directamente. Me cegó. Pero es­tar en su presencia me bastó. Me sentí feliz y fuerte. Y eso era lo único importante; lo único. Estar allí era todo lo que deseaba. El Nagual decía que a veces, si tenemos el suficiente poder personal, obtenemos una visión del mol­de, aunque no seamos brujos; cuando eso ocurre, decimos que hemos visto a Dios. Él afirmaba que lo llamá­bamos Dios porque era justo hacerlo. El molde es Dios.

—Me costó una barbaridad entender al Nagual, por­que yo era una mujer sumamente religiosa. No tenía nada en el mundo, salvo mi religión. De modo que me producía escalofríos el oír las cosas que el Nagual solía decir. Pero luego me completé y las fuerzas del mundo comenzaron a atraerme, y comprendí que el Nagual te­nía razón. El molde es Dios. ¿Qué piensas?

—El día en que lo vea, te lo diré, Gorda —dije.

Rió y me contó que el Nagual se burlaba frecuente­mente de mí, asegurando que el día en que yo viese el molde me haría fraile franciscano, porque en lo profun­do de mi ser era un alma mística.

—¿Era el molde que tú viste hombre o mujer? —pre­gunté.

—Ninguna de las dos cosas. Era simplemente un humano luminoso. El Nagual decía que podía haberle pedido algo. Que un guerrero no puede permitirse dejar pasar las oportunidades. Pero no se me ocurrió pedirle nada. Mejor así. Guardo de ello el más hermoso de los recuerdos. El Nagual sostenía que un guerrero con el poder suficiente puede
ver
el molde muchas, muchas ve­ces. ¡Qué gran fortuna ha de suponer!

—Ahora bien; si el molde humano es lo que aglutina nuestra sustancia, ¿qué es la forma humana?

—Algo viscoso, una fuerza viscosa que nos hace ser lo que somos. El Nagual me dijo que la forma humana carecía de forma. Al igual que los aliados que él llevaba en su calabaza, es nada; pero, a pesar de no tener for­ma, nos posee durante toda nuestra vida y no nos aban­dona hasta el momento de la muerte. Nunca he visto la forma humana, pero la he sentido en mi cuerpo.

Se lanzó entonces a la descripción de una serie de sensaciones complejas que había experimentado en el curso de cierto número de años, y que habían culminado en una grave enfermedad, cuyo apogeo era un estado físico que me recordó las exposiciones que había leído acerca de los ataques cardíacos. Aseguró que la forma humana, como fuerza que era, había salido de su cuerpo recién al cabo de una cruenta lucha interior, manifesta­da a su vez como enfermedad.

—A juzgar por lo que narras, has tenido crisis car­díacas —dije.

—Tal vez —replicó—, pero hay algo de lo que estoy segura: el día en que tuvieron lugar, perdí mi forma hu­mana. Quedé tan débil que pasaron días antes de que pudiese siquiera levantarme del lecho. Desde entonces, no encontré la energía necesaria para ser como antes, mi viejo ser. De tiempo en tiempo, intentaba recobrar mis antiguos hábitos, pero me faltaba vigor para disfrutar de ellos como otrora. Al cabo, dejé de lado toda tentativa.

—¿En qué radica la importancia de perder la forma?

—Un guerrero debe deshacerse de la forma humana si quiere cambiar, realmente cambiar. De otra manera, las cosas no pasan de ser una conversación sobre el cambio, como en tu caso. El Nagual decía que era inútil creer o esperar que sea posible cambiar los propios há­bitos. No se cambia un ápice en tanto se conserva la for­ma humana. El Nagual me dijo que un guerrero sabe que no puede cambiar; es más: sabe que no le está per­mitido. Es la única ventaja que tiene un guerrero sobre un hombre corriente. El guerrero jamás se decepciona al fracasar en una tentativa de cambiar.

—Pero tú, Gorda, sigues siendo tú misma, ¿no?

—No, ya no. La forma es lo único que te hace seguir pensando que tú eres tú. Cuando te abandona no eres nada.

—Pero tú sigues hablando, pensando y sintiendo como lo has hecho siempre, ¿verdad?

—En absoluto. Soy nueva.

Rió y me abrazó como quien consuela a un niño.

—Solamente Eligio y yo hemos perdido nuestra for­ma —prosiguió—. Fue una gran suerte para nosotros el perderla cuando el Nagual aún estaba entre nosotros. Tú pasarás una época horrible. Es tu destino. Quien­quiera que sea el próximo en deshacerse de ella, me tendrá a mí por única compañía. Ya lo lamento por aquel a quien le corresponda.

—¿Qué más sentiste, Gorda, al perder tu forma, ade­más de que ello te dejaba sin la energía suficiente?

—El Nagual me dijo que un guerrero sin forma co­mienza a ver un ojo. Veía un ojo frente a mí toda vez que cerraba los párpados. Llegó a tal extremo que no podía descansar; el ojo me seguía a todas partes. Estuve a punto de volverme loca. Al cabo, supongo, me acos­tumbré a él. Ahora ni siquiera tomo en cuenta su pre­sencia, puesto que ha pasado a formar parte de mí. El guerrero sin forma se vale de ese ojo para empezar a
so­ñar
. Si no tienes forma, no te es necesario dormir para
soñar
. El ojo que tienes delante te lleva a ello cada vez que deseas ir.

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