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Authors: Carlos Castaneda

Tags: #Autoayuda, Esoterismo, Relato

El segundo anillo de poder (17 page)

BOOK: El segundo anillo de poder
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—Llegó el día en que mi tía me dijo que aquel hombre estaba en el pueblo, buscándome. Había dicho a la poli­cía que me había dado dinero por adelantado y yo había huido llevándomelo, tras asesinar a un niño. Comprendí que ese era el fin para mí. Empero, el destino me favore­ció una vez más y conseguí marcharme en el camión de un norteamericano. Lo vi venir por el camino y alcé la mano desesperadamente; el hombre se detuvo y me dejó subir. Me trajo hasta esta región de México. Me dejó en la ciudad. Yo no conocía a nadie. Vagué durante días, como un perro loco, comiendo desperdicios en las calles. Fue entonces que mi suerte cambió por última vez.

—Conocí a Pablito, con quien tengo una deuda que jamás podré pagar. Me llevó a su carpintería y me permi­tió dormir en un rincón. Lo hizo porque le di pena. Me encontró en el mercado: tropezó y cayó encima de mí. Yo estaba sentada, pidiendo. Una polilla, o una abeja, no sé bien qué, le entró en un ojo. Giró sobre sus talones y perdió el equilibrio y cayó exactamente sobre mí. Ima­giné que estaría fuera de sí, que me golpearía; en cam­bio, me dio dinero. Le pregunté si me podría proporcio­nar trabajo. Fue entonces cuando me llevó a su tienda y me proveyó de una plancha y una mesa para planchar, de manera que me fuera posible ganarme la vida como lavandera.

—Me fue muy bien. Aparte de que engordé, ya que toda la gente a la que servía me daba sus sobras. A ve­ces llegaba a comer dieciséis veces por día. No hacía sino comer. Los chicos de la calle se burlaban de mí, y se me acercaban a hurtadillas y me pisaban los talones y algunos llegaban a hacerme caer. Me hacían llorar con sus bromas crueles, especialmente cuando me echaban a perder el trabajo adrede, ensuciando la ropa que tenía preparada.

—Un día, muy entrada la noche, llegó un viejo miste­rioso a ver a Pablito. Nunca lo había visto. No sabía que Pablito tuviese relación con hombre alguno tan intimi­dante, tan imponente. Le di la espalda y seguí trabajan­do. Estaba sola. De pronto, sentí sus manos en el cuello. Mi corazón de detuvo. No podía gritar; no podía siquie­ra respirar. Caí de rodillas y ese hombre horrible me sujetó la cabeza, tal vez durante una hora. Luego se marchó. Estaba tan aterrorizada que no me moví del lugar en que me había dejado caer hasta la mañana si­guiente. Pablito me encontró allí; rió y dijo que debía sentirme muy orgullosa y feliz porque el viejo era un poderoso brujo y uno de sus maestros. Estaba descon­certada; no podía creer que Pablito fuese un brujo. Me dijo que su maestro había visto volar polillas en un círculo perfecto en torno de mi cabeza. También había visto a la muerte rondándome. Esa era la razón por la cual ha­bía actuado con la velocidad del relámpago, cambiando la dirección de mis ojos. También me explicó que el Na­gual me había impuesto las manos y había entrado en mi cuerpo, y que yo no tardaría en ser diferente. Yo no tenía idea de aquello a lo que se refería. Tampoco tenía idea de lo que había hecho el viejo loco. Pero no me im­portaba. Yo era como un perro al que todos apartan a puntapiés. Pablito había sido la única persona amable conmigo. Al principio creí que me quería por mujer. Pero era demasiado fea y gorda y maloliente. Lo único que pretendía era ser amable conmigo.

—El viejo loco volvió una noche y, nuevamente, me co­gió por el cuello desde atrás. Me lastimó en forma terri­ble. Grité y aullé. No sabía qué era lo que estaba hacien­do. Nunca me decía una palabra. Le temía mortalmente. Más tarde comenzó a hablarme y a decirme qué hacer de mi vida. Me gustaba lo que decía. Me llevaba a todas partes con él. Pero mi vaciedad era mi peor enemigo. No podía aceptar sus costumbres, de modo que un día se hartó de mimarme y envió al viento en mi busca. Estaba sola en los fondos de la casa de Soledad ese día, y sentí que el viento cobraba una gran fuerza. Soplaba a través de la cerca. Penetraba en mis ojos. Quise entrar en la casa, pero mi cuerpo estaba asustado y, en vez de traspo­ner la puerta de la casa, me dirigí hacia la cerca. El viento me empujaba y me hacía girar sobre mí misma. Intenté regresar, pero fue inútil. No podía superar la vio­lencia del viento. Me arrastró por sobre las colinas y me apartó de los caminos y terminé dando con mis huesos en un profundo agujero, semejante a una tumba. El viento me retuvo allí días y días, hasta que hube decidido cam­biar y aceptar mi destino sin resistencia alguna. Enton­ces el viento cesó, y el Nagual me encontró y me llevó de vuelta a la casa. Me dijo que mi misión consistía en dar aquello de lo que carecía, amor y afecto, y en cuidar de las hermanas, Lidia y Josefina, más que de mí misma. Com­prendí entonces que el Nagual había pasado años dicién­domelo. Mi vida había concluido largo tiempo atrás.

Él me ofrecía una nueva, y ésta debía serlo por com­pleto. No podía llevar a ella mis viejos modos. Aquella primera noche, la noche en que dio conmigo, las polillas le revelaron mi existencia; yo no tenía motivos para re­belarme contra mi destino.

—Mi cambio se produjo al empezar a preocuparme más por Lidia y Josefina que por mí misma. Hice todo lo que el Nagual me dijo y una noche, en este mismo ba­rranco y en esta misma cueva, hallé mi plenitud. Dor­mía en el mismo lugar en que me encuentro ahora, cuando un ruido me despertó. Alcé los ojos y me vi como había sido otrora: joven, fresca, delgada. Era mi espíri­tu, que iniciaba su camino de regreso a mí. En un prin­cipio no quería acercarse, porque aún se me veía bas­tante espantosa. Pero acabó por no poder resistirse y se aproximó. Entonces comprendí de golpe aquello que el Nagual había intentado durante años comunicarme. Él decía que, cuando se tiene un niño, nuestro espíritu pierde fuerza. Para una mujer, el tener una niña signi­fica una pérdida de capacidad. El haber tenido dos, como en mi caso, era el fin. Lo mejor de mi fortaleza y de mis ilusiones había ido a parar a esas niñas. Me ro­baron cierta pujanza, como yo, al decir del Nagual, la había robado a mis padres. Ese es nuestro destino. Un chico roba la mayor parte de su potencia a su padre; una niña, a su madre. El Nagual afirmaba que quien ha tenido niños puede decir, a menos que sea tan terco como tú, que echa de menos algo suyo. Cierta locura, cierta nerviosidad, cierto poder que antes poseía. Solía tenerlo, pero ¿dónde se halla ahora? El Nagual sostenía que se encontraba en el pequeño que daba vueltas en torno de la casa, lleno de energías, lleno de ilusiones. En otras palabras, completo. Decía que, si observára­mos a los niños, estaríamos en condiciones de aseverar que son valerosos, que se mueven a saltos. Si observamos a sus padres, les vemos cautelosos y tímidos. Ya no saltan. Según el Nagual, explicábamos el fenómeno fun­dándonos en la idea de que los padres son adultos y tie­nen responsabilidades. Pero eso no es cierto. Lo cierto es que han perdido cierta pujanza.

Pregunté a la Gorda qué hubiese dicho el Nagual si yo le hubiera comunicado que conocía padres con mucho más espíritu y más capacidad que sus hijos.

Rió, cubriéndose el rostro con fingido azoramiento.

—Puedes interrogarme —dijo, sofocando una risi­lla—. ¿Quieres saber qué pienso?

—Claro que quiero saberlo.

—Esa gente no tiene más espíritu; simplemente han sido más fuertes y han preparado a sus hijos para ser obedientes y sumisos. Los han atemorizado para toda la vida; nada más.

Le narré el caso de un hombre que conocía, padre de cuatro hijos, que a los cincuenta y tres años había cam­biado su vida por completo. Ello supuso el que dejara a su esposa y su puesto ejecutivo en una gran corpora­ción, al cabo de más de veinticinco años de esfuerzo en pro de su carrera y su familia. Arrojó todo por la borda osadamente y se fue a vivir en una isla de Pacífico.

—¿Quieres decir que se fue solo? —preguntó la Gor­da con sorpresa.

Había dado por tierra con mi argumento. Hube de admitir que se había marchado con su prometida, de vein­titrés años.

—La cual sin duda está completa —agregó la Gorda.

Tuve que reconocer que era cierto.

—Un hombre vacío se vale permanentemente de la plenitud de una mujer —prosiguió—. La plenitud de una mujer es más peligrosa que la de un hombre. Ella se muestra informal, de ánimo inestable, nerviosa, aun­que también capaz de grandes transformaciones. Muje­res así están en condiciones de sostenerse por sí mis­mas e ir a cualquier parte. No harán nada una vez allí, pero ello es debido a que de partida no habrá nada en ellas. La gente vacía, por otra parte, no puede dar saltos semejantes, pero es más digna de crédito. El Nagual de­cía que la gente vacía es como las lombrices, que miran a su alrededor antes de avanzar, retroceden y luego re­corren otro brevísimo trecho. La gente completa siem­pre anda a saltos, da saltos mortales, y, las más de las veces, aterriza de cabeza, pero a ellos no les importa.

—El Nagual decía que, para entrar al otro mundo, uno debe estar completo. Para ser brujo es imprescindi­ble disponer de la totalidad de la propia luminosidad, es decir, de toda la capacidad del espíritu, sin agujeros ni remiendos. De modo que un brujo vacío debe recobrar la plenitud. Hombre o mujer, ha de estar completo para entrar en ese mundo de allí fuera, esa eternidad en la cual, ahora, el Nagual y Genaro nos esperan.

Calló y se me quedó mirando durante un momento muy largo. La luz era escasísima para escribir.

—¿Cómo recobraste tu plenitud? —pregunté.

Se sobresaltó al oír mi voz. Repetí la pregunta. Cla­vó la vista en el techo de la cueva antes de responder.

—Tuve que negar a aquellas dos niñas —dijo—. En una ocasión el Nagual te explicó cómo hacerlo, pero no quisiste escucharle. Todo consiste en volver a hacerse con la fuerza, robándola. Él decía que era así como se perdía, por el camino más arduo, y que se debía recupe­rar del mismo modo, por el camino más arduo.

—Él me guió, y lo primero que me obligó a hacer fue negar mi cariño por aquellas dos niñas. Tuve que hacer­lo
soñando
. Poco a poco aprendí a no quererlas. El Na­gual me dijo que eso era inútil: se debe aprender a no preocuparse y no a no querer. Cuando las niñas ya no significasen nada para mí, debía volver a verlas, imponerles mis ojos y mis manos. Debía golpearlas con suavi­dad en la cabeza y permitir que mi costado izquierdo les arrebatase la fuerza.

—¿Y qué les sucedió?

—Nada. Jamás sintieron nada. Se fueron a su casa y ahora parecen dos personas adultas. Vacías, como la mayoría de quienes las rodean. No les gusta la compa­ñía de muchachos porque no les sirven de nada. Yo di­ría que su situación es cómoda. Las libré de toda locura. No la necesitaban; yo sí. No había sabido lo que hacía al entregársela. Además, aún conservan la pujanza roba­da a su padre. El Nagual tenía razón: ninguna advirtió su pérdida, en tanto yo tuve conciencia de mi ganancia. Al mirar hacia el exterior de esta cueva, vi todas mis ilusiones, alineadas como una fila de soldados. El mun­do era luminoso y nuevo. Tanto el peso de mi cuerpo como el de mi espíritu habían desaparecido y yo era re­almente un nuevo ser.

—¿No sabes cómo fue que le arrebataste la fuerza a tus hijas?

—¡No son mis hijas! Nunca tuve hijas. Mírame.

Salió de la cueva, se alzó la falda y me mostró su cuerpo desnudo. Lo primero en llamar mi atención fue lo delgada y musculosa que era.

Me instó a acercarme y examinarla. Su cuerpo se veía tan magro y firme que tuve que concluir que no era posible que hubiese tenido hijos. Apoyó la pierna iz­quierda sobre una roca más alta y me mostró la vagina. Su insistencia en demostrar su transformación era tal, que me vi impelido a reír para dar rienda suelta a mi nerviosismo. Dije que no era médico y, por tanto, no me hallaba en situación de aseverar nada, pero que estaba seguro de que decía la verdad.

—Claro que digo la verdad —afirmó, y volvió a en­trar a la cueva—. Jamás salió nada de mi útero.

Tras una breve pausa respondió a mi pregunta, que yo ya había olvidado bajo el impacto de su exhibición.

—Mi costado izquierdo me devolvió la fuerza —dijo—. Todo lo que tuve que hacer fue ir a visitar a las niñas. Estuve con ellas cuatro o cinco veces, para acostumbrar­las a mi presencia. Habían crecido e iban a la escuela. Pensaba que me costaría cierto esfuerzo el no quererlas, pero el Nagual me dijo que ello no tenía importancia, que debía quererlas si lo necesitaba. Así, que las quise. Pero las quise como se puede querer a un extraño. Mi mente estaba completa, mis propósitos eran firmísimos. Deseo entrar en el otro mundo estando aún viva, de acuerdo con las propuestas del Nagual. Para hacerlo, ne­cesito únicamente la fuerza de mi espíritu. Necesito mi plenitud. ¡Nada puede apartarme de ese mundo! ¡Nada!

Me miró de modo desafiante.

—Deberías negar a los dos: a la mujer que te vació y al pequeño que contaba con tu cariño; eso, si aspiras a la plenitud. Te resultará fácil negar a la mujer. El niño es otra cosa. ¿Crees que aquel inútil afecto justifica tu imposibilidad para entrar en ese reino?

No tenía una respuesta para ella. No se trataba de que no quisiera pensar en ello, sino que me sentía total­mente confundido.

—Soledad debe quitar su fuerza a Pablito, si quiere entrar en el nagual —prosiguió—. ¿Cómo diablos va a hacerlo? Pablito, por muy débil que sea, es un brujo. Pero el Nagual concedió a Soledad una única oportuni­dad. Le dijo que ese momento único podía ser aquél en que tú entrases en la casa; a partir de entonces, no sólo nos indujo a cambiar de casa, sino que nos impuso ayu­darle a ensanchar el sendero de entrada a su vivienda, para que pudieses llegar con el coche hasta la puerta. Le dijo que, si vivía una vida impecable, lograría atra­parte y sorber toda tu luminosidad: todo el poder que el Nagual dejó en el interior de tu cuerpo. No le resultaría difícil hacerlo. Puesto que ella marchaba en la dirección opuesta, le era posible reducirte a la nada. Su gran proeza iba a consistir en llevarte a un instante de inde­fensión.

—Una vez te hubiese dado muerte, tu luminosidad habría incrementado su poder y ella se habría lanzado sobre nosotras. Yo era la única que lo sabía. Lidia, Josefina y Rosa le tienen cariño. Yo no; yo conocía sus desig­nios. Nos habría destruido una a una, cuando se le ocu­rriese, puesto que nada tenía que perder y sí en cambio, qué ganar. El Nagual me dijo que no le quedaba otro ca­mino. Me confió las niñas y me explicó lo que debía ha­cer en el caso de que Soledad te asesinara e intentase apoderarse de nuestra luminosidad. Suponía que aún me quedaba una oportunidad de salvarme y, quizás, salvar también a alguna de las otras tres. Verás: Sole­dad no es una mala mujer, en absoluto; simplemente está haciendo lo que le corresponde hacer a un guerrero impecable. Las hermanitas la quieren más que a sus propias madres. Es una verdadera madre para ellas. Eso era, decía el Nagual, lo que la ponía en ventaja. A pesar de mis esfuerzos no he conseguido separar de ella a las hermanitas. De modo que, si te hubiese matado, se habría apoderado de al menos dos de esas tres almas confiadas. Luego, al desaparecer tú del panorama, Pa­blito quedaba indefenso. Soledad lo habría aplastado como a un insecto. Entonces, completa y con poder, ha­bría entrado en ese mundo de allí fuera. Si yo me hubie­se encontrado en su situación, habría tratado de hacer exactamente lo mismo.

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