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Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantasía

El segundo imperio (29 page)

BOOK: El segundo imperio
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Corfe permaneció en silencio durante lo que pareció un largo rato, hasta que la reina empezó a impacientarse. Macrobius parecía tranquilo.

—Necesito más de novecientos caballos de guerra, para cubrir nuestras pérdidas y dar monturas a los nuevos reclutas que siguen llegando —dijo finalmente Corfe—. Luego hemos de solucionar los detalles logísticos con Passifal y el departamento de intendencia. Éste no será un simple ataque; cuando salgamos de Torunn esta vez debemos estar preparados para pasar fuera varias semanas, si no meses. A tal fin, la carretera del oeste debe ser reparada y limpiada, y hay que instalar depósitos de provisiones. Y tengo intención de reclutar a todos los hombres capaces del reino, sea cual sea su rango social.

Odelia abrió la boca, sobresaltada.

—¡No puedes hacer eso!

—¿Por qué no? Las leyes están en los estatutos. En teoría ya están vigentes, excepto por el hecho de que nunca se han aplicado.

—Ni siquiera John Mogen trató de obligarlos a ello, y con razón. Sabía que los nobles acabarían cortándole la cabeza si se atrevía a considerar semejante idea.

—No le hizo falta en Aekir. Todos los hombres de la ciudad echaron una mano en la defensa, aunque sólo fuera para transportar municiones y cubrir brechas.

—Aquello era distinto. Era un asedio.

El puño de Corfe cayó sobre la mesa con un golpe que dejó estupefactos a la reina y al pontífice.

—No habrá excepciones. Si recluto a todo el mundo, podré dejar una guarnición apropiada en la ciudad y llevarme a un ejército de campo de buen tamaño. Todos los nobles del sur del reino tienen ejércitos privados; lo sé demasiado bien. Es hora de que esas fuerzas privadas participen en la defensa general del reino. Hoy he dado orden de que todos los nobles traigan en persona a sus fuerzas armadas a la capital. Si mis cálculos son correctos, sólo entre los señores locales podrían añadir quince mil hombres más a la defensa.

—No tienes autoridad para… —empezó a decir Odelia con calor.

—¿No la tengo? Soy el comandante en jefe de todas las fuerzas torunianas. Los abogados pueden quejarse, pero yo considero que todos los hombres armados del reino forman parte de esas fuerzas. Que presenten quejas contra mí cuando acabe la guerra, pero de momento quiero a sus hombres, y si se niegan, por Dios que los colgaré.

Había muerte en su expresión. Odelia apartó la vista. Nunca había creído que pudiera tener miedo de ningún hombre, pero la brutalidad que invadía el espíritu de Corfe asomaba por sus ojos como un fuego sobrenatural. Se asustó. ¿Para cuántos hombres habrían sido aquellos ojos su última visión sobre la tierra? A veces pensaba que no tenía ni idea de hasta dónde era capaz de llegar, por mucho que lo amara.

—De acuerdo, entonces —dijo—. Tendrás tu reclutamiento. Firmaré tus órdenes, pero te lo advierto, Corfe, te estás creando enemigos muy poderosos.

—Los únicos enemigos que me preocupan están acampados al este. Me meo en todos los demás. Lo siento, padre.

Macrobius sonrió débilmente.

—Su majestad tiene razón, Corfe. Ni siquiera John Mogen se enfrentó a la nobleza.

—Necesito hombres, padre. Sus preciosos títulos no les valdrán de mucho si no queda reino que gobernar. Empeño mi cabeza en ello.

—No digas esas cosas —dijo Odelia con un escalofrío—. Trae mala suerte.

Corfe se encogió de hombros.

—No creo demasiado en la suerte, señora. Cada hombre se fabrica la suya, si es que existe. Tengo intención de llevarme de esta ciudad un ejército de cuarenta mil hombres en menos de dos semanas, y serán la táctica y la logística las que decidirán su destino, no la suerte.

—Esperemos —dijo Macrobius, tocando ligeramente la muñeca de Corfe— que la fe tenga también algo que ver.

—Cuando los hombres tienen fe en sí mismos, padre —dijo Corfe con obstinación—, no necesitan tener fe en nada más.

Albrec y Mehr Jirah se reunieron en una habitación en la gran torre del dique de Ormann, no muy lejos de los aposentos de la reina. Era la tercera hora de la noche, y no había nadie despierto en el vasto edificio, a excepción de unos cuantos centinelas soñolientos. Pero bajo la torre miles de hombres trabajaban durante toda la noche a la luz de las hogueras. Se movían como hormigas en las dos orillas del Searil, demoliendo en el oeste y reconstruyendo en el este. El río, negro a la luz de la luna, estaba abarrotado de pesadas barcazas y botes cargados hasta la regala de madera, piedra y brigadas de trabajadores exhaustos, y en los muelles improvisados construidos a cada lado del río aguardaban pacientemente decenas de elefantes con arneses, mientras sus conductores dormitaban sobre sus cuellos. El sultán había decretado que la reconstrucción del dique de Ormann debía completarse antes del verano, y, cuando las obras terminaran, el edificio recibiría el nombre de
Khedi Anwar
, la Fortaleza del Río.

La cámara donde se encontraban Albrec y Mehr Jirah no tenía ventanas. Era un almacén polvoriento lleno de toda clase de chatarra. Fragmentos de cota de malla, con los eslabones oxidados y convertidos en una masa naranja. Hojas de espada rotas, uniformes torunianos mohosos, incluso una caja de pan duro agusanado muy roído por los ratones. Los dos clérigos, tras haberse saludado con la cabeza, permanecieron a la espera, pues ninguno de los dos hablaba la lengua del otro. Finalmente, les sobresaltó la rápida entrada de la reina Ahara y Shahr Baraz. La reina vestía como una doncella merduk, cubierta con un velo, y Shahr Baraz como un soldado raso.

—No tenemos mucho tiempo —dijo la reina—. Los eunucos me echarán en falta dentro de un cuarto de hora, o menos. Albrec, tenéis que partir hacia Torunn esta noche. Shahr Baraz tiene caballos y dos de sus hombres os esperan abajo. Os escoltarán hasta la capital.

—Señora —dijo Albrec—, no estoy seguro…

—No hay tiempo para discutir. Shahr Baraz os ha conseguido un salvoconducto que os permitirá pasar junto a los centinelas. Debéis predicar vuestro mensaje en Torunna como lo habéis hecho aquí. Mehr Jirah está de acuerdo. Vuestra vida estará en peligro mientras continuéis en el dique de Ormann.

Albrec se inclinó sin hablar. Cuando se irguió, estrechó las manos de Mehr Jirah y Shahr Baraz.

—Pese a todo lo que pueda haber entre los merduk —dijo con voz ronca—, he encontrado a dos hombres buenos. —Heria tradujo la breve frase, y los dos merduk apartaron la vista. Shahr Baraz sacó una bolsa de cuero por cuyo cuello asomaba una tela de color pardo.

—Poneos esto —dijo en normanio—. Es una túnica de mulá merduk. Un hombre santo. Que… que el Dios de las Victorias os proteja. —Luego miró a Heria, inclinó la cabeza y salió. Mehr Jirah lo siguió sin más palabras.

—Todavía puedo predicar también aquí, señora —dijo Albrec suavemente.

—No. Volved con él. Dadle esto. —Tendió al pequeño monje un pergamino con sello militar—. Son los planes para la próxima campaña. Pero no le digáis quién os los dio, padre.

Albrec tomó el pergamino cuidadosamente.

—Parece que tengo la costumbre de viajar con documentos trascendentales. ¿No teníais ningún otro modo de llevar esto a Torunn? No soy un buen mensajero.

—Ya hemos enviado a dos hombres —dijo Heria en voz baja—. Soldados merduk con sangre ramusiana, hombres de Shahr Baraz. Pero no sabemos si consiguieron pasar.

Albrec la miró, maravillado.

—¿De modo que él también está en esto? ¿Cómo le convencisteis?

—Dice que su padre también lo hubiera hecho. El Shahr Baraz que conquistó Aekir no hubiera aprobado una guerra librada como lo hace hoy Aurungzeb. Y además, mi Shahr Baraz es un hombre piadoso. Ahora piensa que la guerra tiene que terminar, dado que los ramusianos son sus hermanos en la fe. Mehr Jirah y muchos de los mulás opinan lo mismo.

—Venid conmigo, Heria —dijo Albrec, impulsivamente—. Regresad con vuestro pueblo, con vuestro esposo.

Ella negó con la cabeza, con los ojos llenos de lágrimas por encima del velo.

—Ya es demasiado tarde para mí. Y además, me echarían en falta antes de una hora. Nos perseguirían. No, padre, regresad solo. Ayudadle a salvar a mi pueblo.

—Entonces permitidme al menos que le diga que estáis viva.

—¡No! Estoy muerta, ¿me habéis oído? Ya no soy digna de ser la esposa de Corfe. Éste es mi mundo ahora. Debo sacarle el mejor partido que pueda.

Albrec le tomó una mano y la besó.

—En ese caso, los merduk tienen una gran reina.

Heria se volvió.

—Ahora debo irme. Tomad las escaleras del fondo del pasadizo. Os conducirán al patio oeste. Vuestra escolta os espera allí. Tendréis varias horas de ventaja; no os echarán de menos hasta después de que amanezca. Ahora marchaos, padre. Llevad ese mensaje a Corfe.

Albrec se inclinó, con los ojos húmedos de compasión, e hizo lo que se le ordenaba.

El sol se estaba poniendo. Una fuerte brisa del este se había llevado todas las nubes oscuras del cielo. Mientras el día se hundía en un marasmo de silencio, había un pequeño cruce a unas doce leguas al norte de Torunn, en la carretera del oeste, que permanecía desierto bajo la última luz del rojo atardecer. Donde se encontraban los caminos había una aldea vacía, y sobre las tejas de las casas abandonadas se habían posado los cuervos, bien alimentados con los despojos de la guerra. El nombre del lugar era Armagedir, que en el idioma de las tribus címbricas significaba «final del viaje». Mientras el atardecer iba adquiriendo tonos más oscuros de violeta y aguamarina bajo la primera luz de las estrellas, las casas abandonadas se hundieron en las tinieblas. Su paz permaneció inalterada, por el momento, por cualquier visión o sonido que pudiera indicar la presencia de hombres vivos.

Capítulo 18

Llevaban todo el día entrando en la ciudad, una abigarrada procesión de hombres armados, con libreas de todos los colores del arco iris. Algunos traían sólo albardas y hoces sobre largos palos, otros llegaban espléndidamente equipados con arcabuces y sables. La mayoría iba a pie, pero había varios centenares de hombres montados en caballos de guerra, ataviados con media armadura y con pendones de seda en el extremo de sus lanzas.

Corfe, el general Rusio y el intendente Passifal se encontraban sobre la pasarela de la barbacana sur, contemplando la procesión. Cuando la larga columna llegó a su fin, apareció un grupo compacto de quinientos jinetes catedralistas, con Andruw a la cabeza. Mientras los salvajes cruzaban la puerta, Andruw les saludó con un guiño, y luego se perdió en el cavernoso estrépito de cascos de caballo cuando él y sus hombres entraron en la ciudad.

—Éste es el último contingente que llegará esta semana, general —dijo Passifal. Estaba consultando un montón de papeles húmedos—. Gavriar de Rone ha prometido trescientos hombres, pero pasarán muchos días en la carretera, y el duque de Gebrar, el viejo Saranfyr, traerá cuatrocientos más, pero hay al menos ciento cuarenta leguas de aquí a Gebrar. Tendremos suerte si los vemos antes de un mes.

—¿Cuántos tenemos, entonces? —preguntó Corfe.

—En total, unos seis mil hombres armados, más otros cinco mil reclutas, la mayor parte gente de Aekir.

—No tantos como esperábamos —rezongó Rusio.

—No —le dijo Corfe—. Pero es mucho mejor que nada. Todavía podré dejar a seis o siete mil hombres para defender la ciudad y marchar con… ¿cuántos? Treinta y seis o treinta y siete mil.

—Algunos de los soldados que han enviado los señores son poco más que campesinos iletrados —dijo Rusio, apoyándose en una almena—. En muchos casos, nos han enviado a grupos de idiotas y delincuentes de poca monta, la hez de sus mesnadas.

—Todo lo que tendrán que hacer es permanecer sobre las murallas y blandir una pica —dijo Corfe—. Rusio, quiero que selecciones a quinientos veteranos y los pongas a adiestrar a los más ineptos. Algunos de los contingentes, sin embargo, pueden pasar a formar parte del ejército regular de inmediato.

—¿Qué hacemos con sus bonitos vestidos? —dijo Passifal, con la sombra de una sonrisa—. Muchos señores habían vestido a sus hombres con toda clase de llamativos uniformes.

—No serán tan bonitos después de unos cuantos días en el barro, te lo garantizo.

—¿Y qué hacemos con los nobles? —inquirió Rusio—. Tenemos a media docena de jóvenes entusiastas, decididos a dirigir los ejércitos de sus padres en el campo de batalla.

—Dales a todos el rango de alférez, y pon a sargentos competentes debajo de ellos.

—A sus padres no les gustará eso, ni tampoco a los mocosos.

—Me importa un rábano lo que piensen. No entregaré a mis hombres a oficiales inexpertos para que desperdicien sus vidas. Esto es una guerra, no una especie de juego de salón. Si hay quejas, que las presenten ante la reina.

—Sí, general.

Se oyeron pasos en la pasarela detrás de ellos y apareció Andruw, con el yelmo en una mano.

—Bueno, ésos eran los últimos —dijo—. Los demás están escondidos en los bosques o las colinas.

—¿Has tenido algún problema? —le preguntó Corfe.

—¿Hablas en serio? En cuanto vieron a los temibles jinetes escarlata, nos habrían entregado a sus hijas si se las hubiéramos pedido. Y he estado a punto de hacerlo. Pero la mayoría servirá de bien poco. Es posible que puedan permanecer sobre las murallas, Corfe, pero yo no los sacaría de aquí. Se desmoronarán en el campo de batalla.

—¿Y los soldados?

—Oh, están mejor equipados que los regulares, pero serán incapaces de maniobrar en un ejército de gran tamaño. Yo los pondría a proteger la intendencia, o algo parecido.

—Exactamente lo que yo pensaba. Gracias, Andruw. ¿Y qué me dices de los caballos?

—Tengo a cien hombres al mando de Marsch y Ebro escoltando a la manada mientras hablamos. Llegarán dentro de tres o cuatro días.

—¿Cuántos conseguisteis reunir?

—Mil quinientos, pero sólo una tercera parte son caballos de guerra. Algunos no son mejores que animales de tiro, y otros tienen sólo tres años y apenas están domados.

—Tendrán que servir. Los catedralistas son la única caballería pesada que tenemos. Si montamos a todos los hombres, podremos reunir a unos…

—Yo creo que más de dos mil —dijo Passifal, volviendo a consultar sus papeles—. Otro grupo de salvajes ha llegado esta mañana. Creo que son felimbri, casi doscientos hombres montados en sus pequeños ponis.

—Gracias, coronel.

—Si esto sigue así, la mitad del maldito ejército toruniano estará compuesta por salvajes o fimbrios —dijo Rusio bruscamente.

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