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Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantasía

El segundo imperio (24 page)

BOOK: El segundo imperio
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—Cerveza —dijo Andruw con vehemencia—. Una jarra grande y con mucha espuma. Y un trozo de queso grande como la cuña de una puerta. Y una manzana.

—Y pan recién amasado —añadió Marsch—. Con miel. Cualquier cosa menos carne. No volveré a comer carne en todo un mes. Y preferiría morir de hambre a comer otro caballo.

Corfe pensó en los aposentos de la reina, en un baño lleno de agua humeante junto a un buen fuego. No se había quitado las botas en una semana, y sus pies parecían masas hinchadas de carne empapada. Las cintas de cuero de su armadura estaban verdes de moho, y el propio acero había adquirido un tono azafrán oxidado donde había saltado la pintura roja. Sólo la hoja de la espada de John Mogen continuaba brillante e inmaculada. Tenía sangre merduk bajo las uñas.

—Los hombres necesitan descanso —dijo—. Todo el ejército debe ser reaprovisionado, y habrá que pedir más caballos del sur. Me pregunto cómo le ha ido a Rusio mientras estábamos fuera.

—Me apuesto algo a que no ha apartado el trasero del fuego en todo este tiempo —repuso Andruw—. La próxima vez, envía a unos cuantos de esos soldados de papel de la guarnición, Corfe. Que descubran la sensación de la lluvia en la cara.

—Tal vez lo haga, Andruw. Tal vez lo haga. Por el momento, quiero que vosotros tres entréis en la ciudad. Aseguraos de que los hombres están bien alojados. No aguantéis tonterías de ningún intendente. Quiero verlos a todos borrachos al anochecer. Se lo merecen.

—Ésa es una orden fácil de obedecer —sonrió Andruw—. Marsch, Formio, ya lo habéis oído. Tenemos trabajo que hacer.

—¿Y tú, general? —preguntó Formio.

—Creo que me quedaré aquí un rato más, viendo pasar al ejército.

—Vamos, Corfe, entra y resguárdate de la lluvia —le pidió Andruw—. No irán más rápido porque tú estés aquí.

—No. Vosotros seguid adelante. Quiero pensar.

Andruw le palmeó el hombro.

—No te pases demasiado rato filosofando; te puedes encontrar con que te has quedado sin cerveza cuando decidas cruzar la puerta.

Andruw y Marsch montaron en sus demacrados caballos y se dirigieron a reunirse con la columna, pero Formio se entretuvo un instante.

—Hicimos lo que pudimos, general.

—Lo sé. Es sólo que nunca parece suficiente.

El fimbrio asintió.

—Si sirve de algo, mis hombres están contentos de servir a tus órdenes. Al parecer, Torunna también puede producir soldados.

Corfe sonrió, para su propia sorpresa.

—Sigue adelante y ocúpate de tus hombres, Formio. Y gracias. —Comprendió que acababa de recibir el mayor cumplido profesional de su vida.

Formio emprendió la marcha detrás de Marsch y Andruw sin más palabras.

Corfe permaneció solo hasta que la retaguardia apareció ante su vista, casi una hora más tarde. Entonces montó en su caballo y se dirigió al trote a reunirse con los soldados. Doscientos catedralistas al mando de Ebro y Morin, con los hocicos de los caballos a pocas pulgadas del suelo.

—¿Qué tal, capitán? —preguntó.

Ebro saludó. El oficial joven y pomposo al que Corfe había conocido el año anterior se había convertido en un líder experimentado con mirada de veterano. Había hecho un largo viaje.

—Otros cinco caballos en las dos últimas millas —le dijo Ebro—. Un día más, y creo que habríamos acabado todos a pie.

—¿Alguna señal del enemigo?

Ebro negó con la cabeza.

—General, creo que ya están a mitad de camino de Orkhan. Les metimos el miedo en el cuerpo.

—Ésa era la idea. Buen trabajo, Ebro.

Los jinetes de armadura escarlata desfilaron junto a ellos en una embarrada procesión. Algunos levantaban la vista al pasar junto a su comandante, e inclinaban la cabeza o levantaban una mano. Muchos de ellos llevaban cabezas de merduk arrugadas colgando de las sillas. Corfe se preguntó cuántos de los esclavos originales habrían sobrevivido. Permaneció sobre su caballo hasta que todos hubieron pasado, y finalmente fue el último hombre del ejército en cruzar la puerta oriental. Los pesados batientes de madera y hierro se cerraron tras él con un fuerte golpe.

Era muy tarde cuando entró finalmente en sus habitaciones. Había visitado a los heridos en los hospitales de campaña, esforzándose por saludar a cada soldado por su nombre, destacando a los que había visto en combate y recordándoles su coraje. Sostuvo el puño huesudo de un salvaje de las Címbricas mientras el hombre moría allí y entonces, delante de él. Todos aquellos días al aire libre, comiendo carne de caballo, sufriendo el traqueteo de una carreta sin muelles, sólo para perder la batalla al encontrarse al fin en una cama caliente con mantas limpias. El salvaje había muerto con el nombre de Corfe en los labios, sin comprender una palabra de normanio.

Luego había tenido que ocuparse de los pocos caballos restantes, cerciorarse de que las monturas supervivientes eran bien cuidadas, y a continuación le esperaban media docena de reuniones con varios intendentes para asegurarse de que alguien se hacía cargo de los prisioneros liberados que había traído consigo. Casi todos fueron alojados con la población civil. Y finalmente había bebido una rápida cerveza con Andruw, Marsch, Formio, Ranafast y Ebro, de pie en un ruidoso barracón, tragando una pinta de líquido tibio y entrechocando las jarras entre los seis como si estuvieran en una fiesta, mientras a su alrededor los soldados hacían lo propio, la mayor parte desnudos tras librarse de sus mugrientas ropas y armaduras oxidadas. Corfe había dejado a sus oficiales bebiendo y se había dirigido al palacio, lamentando y alegrándose al mismo tiempo de abandonar el calor y la camaradería del barracón.

Le pareció que había toda una multitud aguardándole cuando finalmente llegó, todos inclinándose y deseosos de ponerle las manos encima. Por una vez, se alegró de tener una nube de lacayos a su alrededor, desabrochando correas, quitándole las botas y cubriéndolo con una cálida túnica de lana. Habían encendido un buen fuego en la chimenea, y cerrado las persianas a la lluvia torrencial que caía al otro lado del balcón. Le trajeron cubos de agua humeante y bandejas de comida y bebida. También lo habrían lavado, si se lo hubiera permitido. Ordenó que salieran y lo hizo por sí mismo, pero estaba demasiado cansado para usar las toallas que le habían preparado, de modo que permaneció sentado a solas, observando las llamas con los pies desnudos tendidos hacia la chimenea, y un charco de agua sobre las losas del suelo bajo sus pies. Tenía la piel pálida y arrugada, y aún llevaba sangre de hombres muertos bajo las uñas, pero no le importaba. Estaba demasiado cansado incluso para probar las exquisiteces que le habían traído, pero se sirvió algo de vino y lo bebió de un trago para calentarse las tripas. Era un placer estar solo, en silencio y sin decisiones inmediatas que tomar. Limitarse a sentir la gentileza y el calor del vino mientras escuchaba el golpeteo de la lluvia en la ventana.

—Salve, héroe conquistador —dijo una voz—. De modo que has vuelto.

Corfe no se volvió.

—He vuelto.

La reina de Torunna apareció a la luz del fuego. Ni siquiera la había oído entrar en la habitación.

—Pareces exhausto.

Odelia llevaba un sencillo vestido de lino, y el cabello le colgaba suelto en torno a los hombros, reluciente a la luz del fuego. Parecía una joven a punto de acostarse.

—Te he esperado despierta —dijo—, pero me han dicho que estabas en la ciudad, con el ejército.

—Tenía cosas que hacer.

—Estoy segura de ello. Has estado fuera casi seis semanas. ¿No podías encontrar tiempo para visitar a tu reina y hablarle de la campaña?

—Iba a esperar hasta mañana. Al amanecer me reuniré con el alto mando.

Odelia colocó una silla junto a él.

—Entonces infórmame ahora, y con palabras sencillas, sin tecnicismos militares.

Corfe contempló la luz escarlata de las llamas atrapadas en su copa de vino. Era como si un pequeño corazón tratara de latir allí dentro.

—Encontramos a un ejército merduk cerca de Berrona, junto al Searil, y lo destruimos. Habían estado devastando toda la región. Se llevaban a las mujeres y mataban a todos los hombres. Toda la zona está cubierta de cadáveres, despoblada. Una región salvaje. El regreso a Torunna ha sido… difícil. Las carretas nos obligaban a ir despacio, y la comida escaseaba. Hemos perdido a la mitad de los caballos, pero nuestras bajas fueron muy escasas, dadas las circunstancias. Creo que el paso de Torrin vuelve a estar seguro, al menos por un tiempo.

—Bueno, eso son buenas noticias. Te felicito, Corfe. Tu banda de héroes ha vuelto a conseguirlo. ¿A cuántos merduk han matado esta vez?

Corfe recordó la increíble matanza en el interior del campamento merduk, sin ningún tipo de orden, hombres suplicando por sus vidas y chillando en el barro. Los torunianos de Ranafast habían capturado a doscientos enemigos al salir de sus tiendas, y les habían cortado el cuello a todos. No hubo cuartel. Ni prisioneros.

—¿Qué noticias hay en la capital? —quiso saber Corfe, ignorando la pregunta de la reina.

—La flota de Bersa ha derrotado a los barcos nalbeni en una acción frente a la costa de Kardikia. No llegarán más provisiones en barco para los ejércitos de Aurungzeb. Los espías de Fournier dicen que el sultán ha encontrado una esposa. Demolió el dique de Ormann y se casó con ella entre las ruinas. Se rumorea que es ramusiana.

Corfe se removió.

—El dique de Ormann…

—Ha sido destruido, sí. Las murallas de Kaile Ormann han sido derribadas, y los merduk están levantando otra fortaleza en la orilla oriental del río. Parece que tienen intención de quedarse allí.

—Podría ser una buena señal; una señal de que el sultán empieza a pensar en términos defensivos.

—Me alegra oir eso.

—Esa esposa suya… ¿Por qué iba a casarse con una ramusiana? Tiene todo un harén de princesas merduk con las que acostarse, o eso es lo que dicen.

—Se supone que es una gran belleza, es todo lo que sabemos.

—Tal vez influirá sobre él.

—Tal vez. ¡Aunque yo no confiaría demasiado en las artes femeninas! Están sobrevaloradas.

—Viniendo de vos, majestad, eso es difícil de creer.

Ella se inclinó y lo besó.

—Yo soy distinta.

—Eso sí lo creo.

—Ven a la cama, Corfe. Te he echado de menos.

—Dentro de un momento. Quiero volver a sentir los pies, y recordar lo que es tener una silla bajo el trasero.

Ella se echó a reír, inclinando la cabeza, y en aquel momento Corfe la amó. Trató de esquivar el sentimiento, entre una oleada de culpabilidad y confusión, incluso algo de vergüenza. No la amaba. No quería amarla.

—Fournier ha estado muy ocupado en mi ausencia, según veo.

—Oh, sí. Por cierto… ¿alguna vez conociste a un pequeño monje deforme llamado Albrec?

—Creo que no —dijo Corfe con el ceño fruncido—. No… Espera. Sí, una vez, frente a Torunn. No tenía nariz.

—Es él. Macrobius me dijo que fue a predicar a los merduk.

—Siempre hay estúpidos capaces de todo, supongo. ¿Qué le hicieron? ¿Lo crucificaron?

—No. Ahora está siempre en la corte merduk, predicando sobre la hermandad de todos los hombres o algo parecido.

—Parece que estamos muy bien informados de lo que ocurre en la corte merduk.

—Eso es lo que quería decirte. Fournier tiene un espía allí, Dios sabe cómo. Puede que sea una comadreja rastrera, pero conoce su oficio. Ni siquiera yo puedo saber el nombre de nuestro agente. En dos ocasiones durante el pasado mes, un desertor merduk se ha presentado ante las puertas, llevando un despacho oculto.

—¿Utiliza soldados merduk? ¿Un hombre para cada mensaje? Lo atraparán pronto. Esas cosas no se pueden mantener en secreto por mucho tiempo. Supongo que no habrá forma de hacer llegar un mensaje a ese agente.

—No veo cómo Fournier podría conseguirlo —dijo Odelia, encogiéndose de hombros.

—¿Y qué hay de tus… habilidades? Tu…

—¿Mi brujería? —La reina se echó a reír de nuevo—. Va por otros caminos, Corfe. ¿Sabes algo de las Siete Disciplinas?

—He oído hablar de ellas, eso es todo.

—Un verdadero mago debe dominar cuatro de las siete. Yo sólo conozco dos: cantrimia y teúrgia verdadera. Es posible que esté un poco por encima de una bruja de pueblo, pero no soy maga.

—Comprendo. Entonces me gustaría hablar con esos supuestos desertores merduk.

—A mí también. Algo extraño está ocurriendo en la corte merduk. Pero Fournier los oculta como el botín de un avaro. Es posible que ya se haya librado de ellos.

—Vos sois la reina. Ordenadle que os los presente, o al menos los despachos que traían.

—Eso le ofendería, y podríamos perder su cooperación por completo.

Corfe entrecerró los ojos y en ellos se encendió una luz que se volvió roja con el reflejo de las llamas. Cuando tenía aquel aspecto, era posible ver la violencia contenida en su interior. Odelia sintió que se estremecía, como si alguien hubiera andado sobre su tumba. Corfe habló suavemente.

—¿Me estáis diciendo que ese hijo de perra de sangre azul se guarda deliberadamente una información que podría ser vital para la marcha de esta guerra, sólo para preservar su estúpido orgullo?

—No es uno de tus soldados, Corfe. Es un noble, y debe ser tratado con cuidado.

—Nobles. —Su voz aún era suave, pero el tono hizo que a Odelia se le erizara el velo de la nuca—. Todavía no he conocido a ninguno que valiera una mierda. Esos desertores, o lo que sean, su conocimiento de lo que sucede en los campamentos merduk, podrían ser inapreciables para nosotros.

—No puedes tocar a Fournier —espetó Odelia—. Pertenece a la nobleza. No puedes derribar los cimientos del edificio de un reino como si nada. Déjamelo a mí.

—De acuerdo, entonces; si el edificio de un reino es tan importante, le dejaré en paz.

«¿Qué clase de rey sería?», se preguntó Odelia. «¿Acaso estoy loca por considerarlo? Hay tanta rabia en él… Podría salvar Torunna, y luego destruirla de nuevo. Si pudiera curarlo»…

Odelia le apoyó una mano en la frente.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó Corfe, aún furioso.

—Robarte la mente, ¿o qué creías? Ahora cállate.

«Muy bien, hazlo. Atrévete». Odelia no era rimadora de mentes, pero sí tenía algo de curandera, y amaba a Corfe. Aquello le abrió la puerta. La reina la atravesó con una determinación teñida de miedo.

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