—Cierto, pero dentro de unos parámetros determinados. Si observa usted el ideal clásico de las esculturas griegas o romanas resulta bastante parecido al de los años cincuenta, que fue cuando surgió la preocupación por el pecho grande. Sin embargo, si observa el arte renacentista, los pechos eran siempre pequeños y firmes. En aquellos tiempos, los senos grandes se asociaban a las nodrizas: mujeres de clase baja que amamantaban a los bebés de las madres ricas que deseaban conservar su figura.
Ha habido cambios radicales en las modas, y el ejemplo más extremo fueron las modelos casi obesas de Tiziano, pero, en líneas generales, ha habido límites.
Fabel pensó en las mujeres asesinadas en Colonia, en el hecho de que tuvieran todas caderas anchas y nalgas rotundas.
—¿Qué hay de las nalgas? —preguntó—. ¿Ha habido también modas en culos?
—Desde luego que hubo una auténtica fijación por ellos en el siglo XIX. Los miriñaques exageraban el culo hasta un extremo físicamente imposible. Pero, en general, la función de las caderas y nalgas era destacar la estrechez de la cintura; y ésa era ciertamente la intención del miriñaque. No hay una sola parte del cuerpo que sea importante: lo que importa es su relación con el resto de las partes. Todas las mujeres gordas tienen el culo grande, pero la obesidad no es atractiva. Los hombres que prefieren los culos grandes tienden a buscar el contraste con una cintura fina; eso forma parte de nuestra psicología más primitiva. Evaluamos la figura del otro para juzgar su capacidad e idoneidad como pareja sexual.
Al salir del acto, Fabel y Susanne tomaron un taxi de regreso al apartamento de ella.
—Creo que le he gustado —dijo Susanne, riéndose.
—Mmm.
—¿Qué ocurre? —Susanne lo agarró del brazo—. ¿Estás celoso? No era exactamente mi tipo…
Fabel sonrió, pero su cabeza seguía lejos, tratando de componer una imagen de mujer en su mente. Sabía exactamente el tipo, el que caería en manos del caníbal de Colonia la próxima vez, a menos que Scholz fuera capaz de detenerle antes.
La pareja del rincón no dejaba de distraer a Andrea de sus cálculos. Cada vez que llegaba al total de los ingresos del mes anterior, una voz masculina elevaba el tono y le hacía desconcentrarse. El último mes no había sido tan bueno como esperaba. El café servía comida buena pero sencilla, había preparado un menú navideño básico de platos tradicionales favoritos y había decorado el local, pero seguía estando un poco demasiado alejado del centro urbano como para llegar a atraer a las masas de turistas que inundaban el mercado navideño de Colonia. Ni siquiera había conseguido amortizar la hilera de ordenadores de pantalla plana que había instalado en la barra del fondo. Se esforzaba por equilibrar sus inversiones y estaba harta de tener que sacrificar sus ingresos «extras» para complementar lo que había ganado con la cafetería.
Andrea dejó los cálculos y miró la pantalla de su móvil. Tenía un mensaje escrito de la agencia: dos reservas. La que era para esa misma noche le molestaba por la escasísima antelación, pero fue la segunda reserva la que le llamó terriblemente la atención. Una fecha especial: Weiberfastnacht. ¿Por qué iba alguien a querer reservar la noche del carnaval de las Mujeres? ¿Por qué tenía que ser precisamente aquella fecha? Contestó a la agencia que podía formalizar la reserva para esta noche si le mandaban los detalles. La otra… la otra tenía que pensarlo.
El sonido de las voces gritonas volvió a centrar su atención en el café. La pareja volvía a la carga, o más bien era el hombre el que gritaba cada vez más. No habían pedido más que un café y la escena daba a entender claramente que habían entrado en el local sólo para tener dónde sentarse a acabar una discusión monotemática que había empezado fuera. Andrea los observó: él era un sapo asqueroso; ella era curiosamente guapa para estar con un tipejo como aquél, pero era blanda. Andrea había empezado por mirarlos de reojo y escuchar de vez en cuando mientras atendía las mesas, pero, a medida que su discusión fue subiendo de tono, cada vez le resultaba más imposible de ignorar. Además, empezaban a molestar a los otros clientes. Con un suspiro, Andrea cerró los libros de cuentas y cruzó el local.
—¿Hay algún problema?
Andrea se acercó, apoyó las manos de uñas pintadas en la mesa y habló en un tono tranquilo y sereno. La pareja estaba tan sumergida en su acalorada discusión que ni siquiera advirtieron la presencia de Andrea. El joven volvió su rostro lleno de acné hacia ella y recorrió el contorno de su cuerpo con la mirada. Andrea llevaba una camiseta negra ajustada con el logo del café estampado; sus bíceps se marcaban bajo las mangas cortas, y tenía los pechos recogidos como pequeños bollos apretados sobre sus anchos y fuertes músculos pectorales. En los labios del chico percibió un rastro de sonrisita.
—¿Qué te pasa? —La sonrisita se volvió desdeñosa.
—Estáis empezando a molestar a los otros clientes. —Andrea mantuvo la voz tranquila y baja—. Eso es lo que me pasa. Creo que deberíais iros. Ahora.
—¿Y nuestros cafés? —preguntó el hombre. La chica tenía la cabeza baja y dejaba que el pelo le cayera como una cortina para ocultar su rostro del resto de clientes del café.
—Ya os los habéis tomado —dijo Andrea—. Dejad el resto.
Invita la casa.
—Bueno, ¿y tú qué eres? —El joven lleno de acné parecía ahora consciente de tener público. Se apoyó en el respaldo de su silla como si la examinara: la melena de pelo platino recogida en una cola de caballo, el fuerte maquillaje, el pintalabios carmesí, los hombros fuertes—. Justo ahora nos lo estábamos preguntando… ¿qué eras cuando naciste? ¿Hombre o mujer? No veo la puta diferencia. ¿Eres un travelo?
Andrea se recompuso.
—He dicho que os larguéis. Ahora.
—¿Qué te hace pensar que puedes trabajar aquí, entre gente normal? Que aquí venden comida, me cago en Dios. La gente come aquí. Y tu careto nos revuelve el estómago.
La chica que lo acompañaba seguía inmóvil y en silencio tras su cortina de cabello.
—Tenéis dos segundos para marcharos —dijo Andrea en un tono sereno que ocultaba la olla de odio y rabia que hervía en sus entrañas—. O llamo a la policía.
El tipo se levantó y tiró de la manga de la chica. Ella se incorporó rápidamente, se apartó de la mesa y salió veloz del café sin mirar a nadie. El joven repugnante miró a Andrea con odio. Intentó apartarla de su camino pero el cuerpo de Andrea no cedió.
—Puto friqui… —se rio el tipo con desprecio, mientras se veía obligado a pasar de lado junto a ella. Andrea los observó marcharse y pasó junto a la ventana, mientras el tipo se reía y la miraba a través del cristal y su compañera seguía intentando pasar desapercibida. Cuando desaparecieron de su vista Andrea respiró hondo y miró al resto de clientes con una ancha sonrisa de labios carmesí y dientes blancos y fuertes.
—Lamento el incidente —dijo.
Entre los clientes había unos cuantos habituales y uno de ellos dijo:
—Bien hecho… así es como hay que tratar a esa escoria.
Andrea conservó su sonrisa.
—¿Me puedes reemplazar un rato, Britta? —le pidió a la otra camarera mientras entraba en la cocina. Luego salió rápidamente al callejón por la puerta trasera del local. Corrió por la estrecha vía hasta donde una calle lateral desembocaba en ángulo recto en Eintrachtstrasse y luego subió hasta la esquina con Cordulastrasse. Allí estaban. La chica seguía con la cabeza gacha mientras el pequeño matón la reprendía a voz en grito por algo. Su lenguaje corporal, el de él agresivo, el de ella sumiso, revelaba al mundo la dinámica de su relación; y Andrea supo que la violencia formaba parte de ella. Casi no había otros peatones y sólo unos pocos coches pasaban por la calle mojada, haciendo el ruido de las olas en la playa. Andrea volvió cabizbaja hasta la esquina. El aire frío le ponía la piel de gallina en los brazos, morenos de rayos UVA. Pero, por dentro, la rabia todavía la carcomía.
El tipejo seguía tan ocupado chuleando a la chica que no se dio cuenta de que Andrea les cerraba el paso. Pareció quedarse atónito cuando lo agarró por las solapas del abrigo y lo arrastró hasta el callejón.
—¿Qué me has llamado? —El rostro de Andrea se endureció dibujando los tendones debajo del maquillaje. El tipo no respondió y ella lo estrelló contra la pared de ladrillo—. ¡Te he preguntado qué cojones me has llamado!
—Yo… yo… —La expresión del cobardica revelaba miedo y confusión.
Andrea lo miró a la cara pastosa y llena de acné. Muy dentro de ella, alguien destapó la olla de su odio y éste salió a borbotones, desenfrenado. Estrelló la frente contra su cara y sintió que le rompía la nariz. Lo soltó y él la miró con los ojos desorbitados y la cara llena de sangre. Andrea aprovechó su sorpresa y le pegó una fuerte patada en la entrepierna con la bota. El chico, respirando entrecortadamente y con arcadas, cayó de rodillas y se sujetó los testículos machacados. Andrea se volvió hacia la chica, que miraba, horrorizada, cómo su novio caía al suelo y se tumbaba de lado en la acera. Boquiabierta, con un grito estrangulado en la garganta, los ojos se le llenaron de lágrimas.
—Tú eres peor que él. —Andrea se dirigió a la chica con tono asqueado—. Tú eres peor por hacer el papel de víctima, por aguantarle. Te desprecio, desprecio a todas las mujeres como tú. ¿Por qué dejas que te trate así… y en público? ¿No tienes dignidad?
La chica seguía mirando a su novio. Su cara reflejaba lo atónita y asustada que estaba. Andrea resopló, dio media vuelta y se marchó de nuevo al café. Mientras lo hacía, el grito agudo de la chica le retronaba en los oídos:
—¡Friqui de mierda! ¡Puto friqui enfermo!
María estaba sentaba al borde de la cama del hotel y repasaba su plan: sabía que la única manera de dominar el caos era tener un plan.
La idea se le ocurrió cuando Liese la llamó justo después de todos los problemas con Frank. Ésta era una vieja amiga del colegio de Hanover con la que María había conservado la amistad; estaba al tanto de todos sus problemas y siempre la había apoyado. Liese le ofreció a María la oportunidad de alejarse de todo e ir a pasar unos días con ella a Colonia. María se lo agradeció pero rechazó la oferta, pues necesitaba algo más que una breve escapada a Colonia para lo que tenía planeado. Pero luego todo acabó cuadrando: Liese llamó a María y le dijo que le había surgido un tema de trabajo y que tenía que irse tres meses a Japón. La oportunidad surgió de manera inesperada y pilló a Liese desprevenida; le preocupaba que su apartamento se quedara vacío tanto tiempo. María le haría un favor si se quedaba en él. Liese sabía que su amiga necesitaba un cambio de aires, de modo que el trato parecía ideal. Pero a la chica le extrañó un poco que María le pidiera que sólo hablara con los vecinos más cercanos sobre el asunto y que, incluso a ellos, les diera sólo su nombre de pila.
—Necesito el anonimato durante una temporada —le explicó María. El apartamento estaba en el barrio belga, cerca de una de las puertas que eran vestigios de la antigua muralla de la ciudad. Liese le dijo a María que los Dressier, los únicos vecinos de la misma planta, eran una pareja joven sin hijos que trabajaban fuera todo el día y salían de noche a menudo. En la planta de abajo había un par de familias y, en la planta baja, un joven con el que Liese nunca llegó a encontrarse y otra pareja de jóvenes profesionales. Era perfecto, pero no bastaba: necesitaría más de un refugio. De todos modos, Liese no se marcharía hasta finales de la semana. María había decidido quedarse unos días en aquel hotel barato, y hasta podía ser que conservase la habitación durante un tiempo después de instalarse en el apartamento.
Sacó el ordenador portátil de su maletín. Sentada en la cama, abrió los archivos a los que había accedido desde la base de datos del BKA antes de coger la baja por enfermedad. Como detective de la Mordkommission de Hamburgo tenía una accesibilidad limitada a la información, y aunque aquélla era general, contenía los elementos suficientes de la imagen para suponer un punto de partida. Incluso había llegado a soportar un almuerzo con una mujer con la que había ido a la academia de Landespolizeischule y que ahora era un pez gordo en la Agencia Federal contra el Crimen del BKA. María advirtió la expresión de alarma en su compañera de mesa al ver lo cambiada que estaba. Había podido confirmar la existencia de un dossier mucho más detallado sobre Vitrenko, pero la mujer del BKA se mostró reticente a hablarle del tema y María sospechó que era porque se había preocupado por su estado mental.
Ella era consciente de que no estaba bien. No fue hasta después de unas cuantas sesiones con el doctor Minks cuando empezó a reconocer que su conducta se había vuelto rara; que se había acostumbrado a una serie de rituales y obsesiones extrañas que se superponían unos encima de otros y dificultaban su visión de lo que es normal. Desde el apuñalamiento, lo que más esfuerzo le había costado era superar su hafefobia, un miedo patológico al contacto físico con otros seres humanos. Desde el asunto con Frank había sufrido una grave depresión y había desarrollado un trastorno alimentario. Ahora, María apenas podía soportar mirarse al espejo sin experimentar repulsión; aun así, se examinaba con frecuencia: se desnudaba y se ponía delante de una luna de cuerpo entero durante una hora, llena de odio y aversión hacia ella misma. Se miraba y despreciaba la carne con la que estaba hecha, y, por encima de todo, miraba su imagen y deseaba ser otra persona. Cualquiera.
Todo formaba parte del caos mental en el que se había sumido para ser capaz de superar cada día que pasaba. Pero una parte suficiente de la antigua María, la organizada, meticulosa, eficiente María, seguía allí para hacerle capaz de elaborar su propio dossier detallado antes de coger la baja por enfermedad.
El día que se enteró de que el investigador ucraniano Turchenko había muerto en un accidente de tráfico decidió reunir toda la información que pudo sobre Vitrenko y su organización. Turchenko, un abogado tranquilo, educado y muy inteligente convertido en investigador, había pasado por Hamburgo siguiendo el rastro de Vasyl Vitrenko y le había pedido a María que describiera con detalle los hechos que llevaron a su apuñalamiento. Ella intentó explicarle al detective ucraniano, como había tratado de hacerle entender a los psicólogos y terapeutas después de los hechos, que lo que realmente le destruyó cualquier sentimiento de amor propio que pudiera tener fue que Vitrenko no quiso matarla. En vez de ello, utilizó su refinada experiencia para clavar el cuchillo en el lugar que haría que su vida pendiera de un hilo. Lo único que María representó para Vitrenko fue una táctica de dilación. Éste sabía que si dejaba a María viva pero gravemente herida Fabel se vería obligado a abandonar su persecución. La había utilizado. Su cuerpo había sido profanado por Vitrenko de la misma manera que si la hubiera violado.