—No tiene sentido a menos que me manden empaquetado como regalo para Vitrenko. Tal vez sea yo el objetivo y Vitrenko quien tenga el dedo en el gatillo.
—Entonces no vayas. —Sasha frunció el ceño. El frío le había teñido de rojo las mejillas y la nariz.
—Tengo que ir. No es probable que sea una trampa, pero es posible. De todos modos, actúo por puro interés. Sólo ha habido tres personas que hayan estado a punto de hacer caer a Vitrenko: yo y dos policías alemanes. Somos tres cabos sueltos que acabará por atar. Si algo es Vitrenko, es pulcro, pero ésa es también su debilidad. A pesar de toda su eficacia, si se trata de un objetivo que le importa personalmente le gusta estar cerca para matarle. Muy cerca. Es como un gato que juega con su presa antes de acabar con ella. Y es el único momento en el que se expone. En fin… ¿has investigado los tres nombres que te di?
—Lo he hecho. Pero, de nuevo, no lo entiendo. Los has elegido porque los conoces personalmente. Si confías en ellos, ¿por qué me los haces investigar?
—Porque pensaba que conocía a Peotr Samolyuk. —Buslenko se refería al comandante del equipo de asalto que estaba presente cuando falló el golpe a Vitrenko en Kiev—. Confiaba en él, pero, al parecer, todos tenemos un precio.
—Bueno, pues les he investigado.
—¿Y no sabe ninguno de ellos que has estado revolviendo sus historiales?
—Si quieres saber quién ha estado accediendo a los historiales del Ministerio —Sasha temblaba a pesar de las capas de ropa gruesa que llevaba—, acudes a mí. No temas, he borrado todas mis huellas. De todos modos, los tres están limpios, como lo están los tres que he elegido. Ninguno ha servido a Vitrenko ni a las órdenes de nadie que haya estado con él, y no he podido encontrar rastros de ninguna otra conexión.
—¿Y has encontrado a los otros tres?
—Lo he hecho. —El frío heló la breve sonrisa satisfecha en la cara de Sasha—. Estoy bastante orgulloso de mis contribuciones. Los tres cumplen tus criterios con exactitud.
He incluido a una mujer, alguien a quien ya conoces: la capitana Olga Sarapenko de la brigada de crimen organizado de la milicia de Kiev.
Buslenko se sorprendió ante la elección de Sasha. Recordó a la bella ucraniana y lo bien que se había desenvuelto en la operación Celestia.
—¿Crees que está a la altura?
—Comprende a la perfección a Vitrenko, Molokov y sus operaciones. Es una de las mejores especialistas en crimen organizado de las que dispongo. Es pulcra y creo que ya has visto lo útil que puede resultar en una operación complicada. Como digo, es un equipo bueno y sólido.
—Lo único que me preocupa es que provengan de tantas unidades distintas —dijo Buslenko—. ¿No habría sido mejor seleccionarlos exclusivamente de
Sokill
El propio Buslenko era miembro de la unidad
Sokil
(Halcones) de la Spetsnatz. Eso lo convertía, técnicamente, más en policía que en soldado. Los Halcones eran una policía de elite Spetsnatz bajo las órdenes directas de la dirección contra el crimen organizado del Ministerio del Interior. El resto de su equipo provenía de otras unidades de la Spetsnatz del mismo ministerio: Titán, Skorpion, Leopardos Blancos y hasta una
Berkut
, las Águilas Doradas, en la cual había servido el propio Vitrenko.
Había también miembros de fuera del Ministerio del Interior que pertenecían al SBU, el servicio secreto de la Spetsnatz Alpha.
—He querido juntar el mejor equipo para este trabajo. Cada uno de sus miembros es experto en un campo especial. Lo que me preocupa es que Vitrenko pueda tener un equipo mejor. —Sasha se levantó y saltó sobre la nieve compacta. Le ofreció a Buslenko una carpeta con documentos que llevaba dentro del abrigo—. Todos los detalles están aquí. Cuídate, Taras.
Buslenko observó a Sasha alejarse en dirección a Chervona Plosha, con su oscura figura encogida mientras caminaba.
—Tú también —dijo Buslenko cuando Sasha ya estaba demasiado lejos para oírle.
La madre de Fabel estuvo encantada de ver a su hijo. Le abrazó cariñosamente ante la puerta y lo llevó hacia el salón, después de quitarle el impermeable. La madre de Fabel era británica, escocesa, y él sonrió al oír su rico acento alemán, tan influenciado por el frisio local como por su inglés materno. Era una combinación atípica y Fabel había crecido continuamente consciente de la otra dimensión en su identidad. Lo dejó junto a la
Kamin
(chimenea) de mosaico mientras ella iba a preparar un té. Fabel casi nunca tomó café mientras vivió en esa casa: los frisios orientales son los mayores consumidores mundiales de té; los ingleses y los irlandeses simplemente les siguen tras un rastro de taninos.
En los últimos veinticinco años, Fabel había pasado muy poco tiempo en aquella sala, pero todavía era capaz de cerrar los ojos y visualizar todo exactamente donde estaba: el sofá y las butacas eran nuevos, pero estaban exactamente en el mismo lugar que sus antecesores; la reproducción de
La ronda de noche
de Rembrandt; la librería demasiado grande para la estancia, abarrotada de libros y revistas; el pequeño escritorio que usaba su madre para la correspondencia, pues había dejado pasar el tren de los emails y la comunicación electrónica. Y, al igual que su contenido, la propia materia de la casa le seguía siendo enormemente familiar: las paredes gruesas y las puertas y marcos de las ventanas de madera maciza por las que siempre se había sentido abrazado. Con Norddeich mantenía una extraña relación: regresaba para visitar a su madre y no sentía ninguna afinidad especial con el lugar; sin embargo, era el único mundo que conoció de niño. Le había formado, le había definido. Se marchó de Frisia Oriental en varias etapas: primero para estudiar en la Universidad Carl von Ossietzky de Oldenburg, luego en la Universität Hamburg.
Cuando la madre volvió a entrar en el salón con la bandeja llena de las cosas para el té, compartió aquella idea con ella.
—Jamás pensé que acabaría siendo policía. Quiero decir, mientras me criaba aquí.
Ella puso una expresión de sorpresa y confusión.
—Es curioso que ahora, a mi edad, lo deje para ponerme a trabajar para alguien que creció justamente aquí, en Norddeich.
—Eso no es estrictamente cierto —dijo su madre. Le sirvió un poco de té, añadió un chorrito de leche y metió un
Kluntje
en la taza antes de ofrecérsela a Fabel, a pesar de que éste no había tomado azúcar con el té desde hacía casi treinta años—. Siempre fuiste un chico muy serio, siempre cuidabas a todo el mundo; hasta a Lex. Sabe Dios en los líos que se metía, y siempre eras tú quien le sacaba de todos ellos.
Fabel sonrió. El nombre de su hermano era una abreviatura de Alexander. El propio Fabel estuvo a punto de llamarse Iain, pero su madre escocesa finalmente pactó con su padre alemán y lo llamaron Jan, que se parecía lo suficiente. Lex era el mayor de los dos, pero Fabel fue siempre el más sensato y maduro. En aquel entonces, la actitud despreocupada de Lex ante la vida le molestaba mucho. Ahora, en cambio, la envidiaba.
—Y este cuadro —dijo la madre, señalando
La ronda de noche
—. Cuando eras pequeño te pasabas horas mirándolo. Un día me preguntaste por los hombres que salen en él, y yo te conté que vigilaban las calles de noche para proteger a la gente de los criminales, y recuerdo que me dijiste: «Eso es lo que yo haré cuando sea mayor.
Quiero proteger a la gente». Así que te equivocas. Sí que pensaste en ser policía cuando eras niño —se rio.
Fabel miró el cuadro. No recordaba haber expresado ningún interés en aquella pintura, ni en la ocupación de la gente retratada en él. Simplemente se había convertido en un elemento inadvertido y omnipresente de su entorno infantil.
—Bueno, de todos modos, todo es fruto de un error —dijo Jan antes de tomarse el té sin remover para dejar que el azúcar se disolviera y se posara al fondo de la taza—. Ni siquiera se trata de una escena nocturna; es porque el barniz la ensombreció. Y los personajes no tienen nada que ver con una ronda de noche: son milicianos civiles bajo las órdenes de un aristócrata. Pero ocurre que el original fue almacenado junto a otro cuadro titulado De
Nachtwacht
y los títulos se confundieron.
Margaret Fabel movió la cabeza, sonriendo con reproche.
—A veces, Jan, el conocimiento no es la respuesta a todo. Este cuadro es lo que tú crees que es cuando lo miras, no lo que la historia hace de él. Eso era otra característica tuya: siempre tenías que saberlo todo, averiguarlo todo. El hecho de que te convirtieras en policía no es realmente tan misterioso como te crees que es.
Fabel volvió a mirar el cuadro. No era de noche, sino de día. No eran policías, sino milicianos armados. Unos días atrás hubiera dicho que tenía más que ver con Breidenbach, el joven agente del MEK, que con Fabel. Pero ese muchacho había muerto definiendo la función de un policía: colocándose en el camino del peligro para proteger al ciudadano de a pie. Cambiaron de tema y hablaron un rato de su hermano Lex, de cómo su restaurante en la isla de Sylt estaba funcionando mejor que en muchos años. Después la madre de Fabel preguntó por Susanne.
—Está bien —respondió éste.
—¿Va todo bien entre vosotros?
—¿Por qué no debería ir bien?
—No lo sé… —La señora Fabel frunció el ceño y Jan advirtió las arrugas cada vez más marcadas de su entrecejo. La edad se había ido instalando en su madre sin que él se diera cuenta—. Es que últimamente no hablas tan a menudo de ella. Espero que todo os vaya bien. Es una persona encantadora, Jan. Tienes suerte de haberla encontrado.
Fabel dejó su taza.
—¿Te acuerdas de aquel caso en el que estuve metido el año pasado? ¿El que le hizo tanto daño a María Klee? Margaret Fabel asintió.
—En el caso había una conexión terrorista. Me impliqué en la investigación de grupos anarquistas y radicales que parecían haber desaparecido. Hurgué en el pasado, se podría decir.
—¿Y eso qué tiene que ver con Susanne?
—Me mandaron un expediente con información de apoyo, más que nada. Una de las fotos era la de un tipo llamado Christian Wohlmut. Databa aproximadamente de 1990, cuando el terrorismo nacional alemán daba sus últimos coletazos y Wohlmut quiso insuflarle nueva vida. Mandó paquetes y cartas bomba a intereses norteamericanos en Alemania; cosas de aficionado, la mayoría fueron interceptadas o nunca llegaron a estallar. Pero una fue lo bastante profesional como para mutilar a una joven secretaria empleada en una oficina de una empresa petrolera americana en Múnich, desde donde Wohlmut operaba. Allí estudiaba Susanne.
—Múnich es una ciudad muy grande, Jan —dijo su madre, pero su expresión indicaba que se había precipitado.
—En la foto de Wohlmut, junto a él, había una chica. Era una imagen borrosa y sólo la describieron como una «hembra desconocida».
—¿Susanne? —La madre de Fabel volvió a dejar su taza en el platito—. ¡No! ¿No creerás que Susanne ha tenido que ver con el terrorismo?
Fabel se encogió de hombros y tomó otro sorbo de té. Se había olvidado del azúcar y recibió un bocado de dulzor nauseabundo.
—No sé qué relación pudo tener con Wohlmut, pero sí sé que siempre está muy a la defensiva, casi hermética, cuando hago alguna referencia a su etapa de estudiante.
Y hubo algún tipo en su pasado al que describe como manipulador y dominante. Fui yo quien propuso que nos fuéramos a vivir juntos… Susanne, al principio, se resistía, a causa de alguna mala experiencia que tuvo.
—¿Y crees que fue ese terrorista, Wohlmut?
—No lo sé.
—Bueno, ¿y qué si lo fuera? ¿Qué importa eso ahora? ¿Y si ella no hizo realmente nada malo? ¿Y si no ha infringido nunca la ley?
—Pues ése es exactamente el tema,
Mutti
… Nunca sabré seguro si estuvo o no activamente implicada.
—¿No estarás pensando seriamente en echárselo en cara?
—Ella sabe que hay algo raro, y la tengo siempre encima para saber qué es. Las cosas no van muy bien entre nosotros y sabe que estoy retrasando lo de vivir juntos.
—Susanne trabaja con la Policía, Jan. Si sus ideas políticas hubieran sido tan radicales en el pasado, no creo que hubiera acabado ahí.
—La gente cambia,
Mutti
.
—Pues, entonces, acéptala por quién es ahora, Jan. A menos que…
—A menos que… ¿Qué?
—A menos que, sencillamente, estés utilizando esta historia como excusa para terminar vuestra relación.
—No es eso. Pero tengo que saberlo. Tengo que saber la verdad.
—Como ya te he dicho, Jan —su madre le sonrió de la misma manera en que solía hacerlo cuando era «un niño tan serio» y ella trataba de tranquilizarlo sobre algo—, el conocimiento no siempre es la respuesta a todo.
Los británicos bombardearon Colonia hasta reducirla a un montón de escombros. Tan grave era la situación que después de la guerra llegó a sugerirse seriamente que la ciudad no fuera reconstruida, sino que se trasladara. Pero la catedral permaneció en pie para recordarles a todos que aquélla era la ciudad más antigua de Alemania y se merecía una segunda vida. De modo que reconstruyeron Colonia. Por desgracia, partes enteras de la ciudad resucitaron en una forma artificial y estéril de vida.
Chorweiler era un ejemplo perfecto del tipo de lugar que los arquitectos y urbanistas alardeaban de haber creado durante sus cenas, pero en el que nunca se plantearían vivir.
Cuando María pensaba en Slavko y sus paisanos, no podía creerse que pensaran que Chorweiler, con sus enormes núcleos de bloques de apartamentos apilados, fuera realmente el otro lado de un sueño. Dicho barrio estaba en el extremo norte de la ciudad y María calculaba que Viktor empezaría su ronda de recolección del sábado ahí y proseguiría su ruta hacia el centro. Estaba bastante segura de haber localizado en cuál de los inmensos edificios estaba el apartamento de Slavko; aparcó el Saxo a cierta distancia del bloque, calle abajo, y esperó dentro con el motor apagado. Al contrario de lo que reflejan las películas americanas, la vigilancia desde un coche no siempre es la mejor manera de controlar los movimientos de alguien. En general, la gente pasa junto a los vehículos y raramente se dan cuenta de si hay alguien sentado dentro, pero, cuando lo hacen, miran cada vez que pasan. María iba vestida con su atuendo más cutre y se había hundido ligeramente en el asiento del conductor para que su cabeza no sobresaliera del respaldo. La primera desventaja que tenía era que no contaba con ninguna foto del objetivo de su vigilancia; ni siquiera con una descripción de Viktor hecha por Slavko. Hacia las 11.30, un Audi aparcó y un hombre fortachón de unos cuarenta años entró en el edificio. María anotó la hora, la marca, el modelo y la matrícula del coche. Llevaba una pequeña cámara digital con un zoom más que decente y tomó una foto del hombre cuando entró en el edificio y otra cuando salió acompañado de un tipo más joven. María supo que no era su hombre y, por tanto, no siguió al Audi cuando se marchó. Volvió a esperar. La ropa que había comprado le iba grande, pero le abrigaba y le resultaba cómoda. Además, el cuerpo que odiaba se perdía dentro de su amplitud.