El señor del carnaval (50 page)

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Authors: Craig Russell

Tags: #Policíaco, #Thriller

BOOK: El señor del carnaval
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Fabel le habló. Le habló de curarla, ahora que estaba de vuelta en Hamburgo. El doctor Minks la ayudaría con su tratamiento. La Policía de Hamburgo lo había organizado todo. María seguía sin responder pero continuaba mirando por la ventana, hacia la vista más allá de la carretera, o hacia la nada absoluta. Fabel seguía hablando de la recuperación que sabía que nunca llegaría, o, al menos, no del todo. Le hablaba de los compañeros con los que sabía que jamás volvería a trabajar. Le hablaba con la misma serenidad forzada con la que le había hablado hacía tanto tiempo cuando ella yacía cerca de la muerte en aquel prado de Cuxhaven. Pero esta vez, él sabía que ya no podía salvarla.

De vez en cuando María sonreía, pero Fabel sabía que no era por nada que él hubiera dicho, sino más bien por algo del mundo interior, profundo y lejano, en el que ahora habitaba.

Aquel día llovía en Hamburgo. Fabel se encontró con Susanne en el bar que había a la esquina de su piso de Pöseldorf. Territorio neutral.

—Susanne, quiero que hablemos —le explicó—. Creo que necesitamos aclarar las cosas.

—Creía que ya lo habíamos hecho —dijo ella, con contundencia—. Al menos, que tú ya lo habías hecho cuando me llamaste antes de irte a Colonia.

Fabel empujó su botella de cerveza por encima de la mesa con actitud contemplativa. Pensó en las tres llamadas que había hecho semanas atrás: a Wagner, de la Agencia Federal contra el Crimen; a Roland Bartz, y a Susanne.

—Mira, Susanne —dijo, delicadamente—, cuando estaba en Colonia todo era muy confuso; supongo que es la razón de ser del carnaval. Pero yo ya no lo estaba, dejé de estarlo en el momento en que supe que María se había marchado en esa cruzada personal que le ha costado la cordura. Allí me encontré rodeado de gente que estaba adoptando otras personalidades. Vera Reinartz se había convertido en Andrea Sandow, que dice convertirse en ese payaso asesino sobre el que no tiene ningún control. Luego estaba Vitrenko, robando una identidad tras otra y manipulando a todo aquel que le rodea. En cambio yo… yo sabía perfectamente quién era. Lo curioso es que no sabía quién era antes. O lo negaba, no lo sé.

—Y, entonces, ¿quién eres?

—Un policía. Exactamente igual que ese pobre chico, Breidenbach, al que dispararon por no permitir que un tipo armado saliera a la calle; exactamente igual que Werner o Anna o Benni Scholz de Colonia. Es lo que soy, y mi trabajo es interponerme entre la gente mala y la inocente. Lo que no había asumido hasta ahora es que eso es más que un trabajo. A menudo es desagradable y siempre desagradecido, pero es para lo que he nacido. Siempre he tratado de creerme que soy historiador, o un intelectual que se ha encontrado haciendo este trabajo por casualidad y que, en realidad, no me cuadra. Pero no es cierto, Susanne. No sé si encontré el trabajo o el trabajo me encontró a mí, pero es lo que tenía que ser.

—¿Así que has aceptado esa misión nacional? ¿Esa especie de Superbrigada de Homicidios?

—No exactamente. Les he dicho que los ayudaría en otras ciudades si era necesario, que prestaría mi experiencia. Pero eso es la otra cosa que he aprendido: que mi lugar está aquí, mi ciudad es Hamburgo. Ésta es la gente a la que quiero proteger.

—¿Y esto adonde nos lleva? —La voz de Susanne era fría y dura. Fabel le cogió las dos manos por encima de la mesa.

—Pues eso es justo lo que quería preguntarte…

Colonia. Seis meses más tarde
Andrea estaba sentada al borde de la cama, sin maquillaje, sin pintalabios, con el pelo rubio platino peinado hacia atrás, recogido severamente en una cola de caballo y con las raíces oscurecidas.

En la celda no había nada más que la cama y un mueble combinado de escritorio con banco, todo atornillado al suelo. Ningún peso suelto para hacer ejercicio. Ese sería uno de sus principales problemas mientras la mantuvieran encerrada en esta celda.

Andrea sabía que estaba bajo vigilancia de posible suicidio, y que en algún momento la sacarían de aquel lugar vacío. Hasta entonces, podría utilizar su propio peso corporal para ejercitar los principales grupos musculares. Sabía que sin pesas para levantar perdería masa, adelgazaría, pero al menos podría conservar el tono. Se levantó y se dirigió a la esquina de la celda, apoyó los pies en la pared para optimizar la carga sobre los brazos e inició una serie de abdominales. Sabía que había una enfermera observándola por la puerta. No podían negarle el acceso a un gimnasio durante todo su confinamiento, y en él habría pesas o máquinas de resistencia. Allí podría empezar de nuevo a desarrollar la musculatura y la fuerza. Mientras tanto, haría sus flexiones: series de veinte, seis series al día, tres días a la semana. Un total de diecinueve mil flexiones al año. En días alternos, mientras sus brazos y tronco superior descansaban, haría una rutina similar con abdominales.

Organizaría su entrenamiento para que no interfiriera con sus sesiones de terapia, equipos de trabajo, descansos de comidas y ejercicios comunitarios. Sería una paciente —o prisionera— modelo, fuera lo que fuese que la consideraran en ese lugar.

Algún día la dejarían salir. Tal vez pasaría mucho tiempo, pero los convencería de que estaba recuperada y de que ya no representaba ningún peligro. De que se había convertido, otra vez, en una persona nueva.

Algo que Andrea había aprendido en sus primeros días de culturista era que para mantener el cuerpo centrado tienes que mantener la mente centrada: establecer un objetivo y concentrarte en él. Apretó los dientes mientras las últimas repeticiones de su ejercicio le tensaban los brazos. Cuando empezó, su objetivo era la cara del payaso de carnaval que la había violado y agredido, casi estrangulándola con una corbata.

Había quemado aquella imagen en su mente con cada ejercicio, cada día, durante siete años. Había sido su objetivo necesario.

Pero ahora tenía otro. Con cada flexión, en su cabeza repetía un nuevo mantra: las palabras que se diría a sí misma con cada ejercicio, cada día, durante su confinamiento.

Jan Fabel.

Cuando saliera de allí conservaría toda su fuerza.

Agradecimientos

Q
UIERO agradecer el apoyo y la ayuda de las siguientes personas: Wendy Jonathan y Sophie; mi agente, Carole Blake; de Hutchinson, mi editor Paul Sidey, Tess Callaway y el editor del texto, Nick Austin; Bernd Rullkotter; Erste Pohzeihauptkommissarin Ulrike Sweden de la Policía de Hamburgo; doctor Jan Sperhake, patólogo jefe del Institut Für Rechtsmedizm; Udo Robel y Anja Sieg.

También me gustaría dar las gracias a mis editores de todo el mundo por su entusiasmo y su apoyo.

Notas

[1]
Escuadrón policial de operaciones especiales. Es el nombre genérico del Sistema de Unidades especiales de la Militsia (policía) de Rusia. (N. de la T.)
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[2]
Siglas de Sluzhba Bezpeky Ukrayiny, el servido de seguridad ucraniano. (N. de la T.)
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