El Séptimo Sello (35 page)

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Authors: José Rodrigues Dos Santos

Tags: #Ficción

BOOK: El Séptimo Sello
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¿Sería coincidencia? La posibilidad de qué lo estuvieran vigilando se le figuraba como algo absolutamente increíble, cosa de películas, incluso porqué no le había comunicado a nadie su destino. Orlov le había transferido el dinero a la cuenta y él había comprado el billete de avión, sólo en cash, cuando había llegado al aeropuerto de Fráncfort. Tal vez todo aquéllo era mera coincidencia, admitió. Decidió comprobar esta hipótesis y abandonó el Writer's Walk; se encaminó por Argyle Street y volvió enseguida a la agitada George Street. Recorrió cierta distancia y espió por el reflejo del cristal de una tienda para saber qué ocurría detrás. Como una sombra qué no se despegaba, allí venía el hombre del traje oscuro y gafas de marca, siempre con el periódico bajo el brazo.

No había dudas, concluyó aterrado. Realmente lo estaban siguiendo. Ahora qué se encontraba establecida la evidencia con firmeza, el problema siguiente, en el qué había evitado pensar hasta entonces, se le impuso con brutalidad. ¿quién era aquél hombre? ¿quién lo había enviado? Y, sobre todo, ¿qué quéría de él? Las preguntas eran escalofriantes, dado qué las respuestas lo trasladaban inexorablemente a Siberia, a los desconocidos qué habían invadido el campamento yurt en medio de la noche y los habían perseguido por Oljon hasta Shamanka, y después más allá, por el Baikal hasta el fatídico claro de la taiga donde habían ejecutado a Nadezhda. Si aquél hombre estaba tras él, razonó Tomás, era porqué se encontraba al mando de alguien, y ese alguien era evidentemente aquél qué había mandado eliminar a los científicos molestos.

Los intereses del petróleo.

La idea lo puso al borde del pánico. Si los asesinos lo habían seguido hasta Sídney, en breve desencadenarían el caos. Sea como fuere, el encuentro con Filipe estaba comprometido. Si los llevaba hasta él, su amigo sería abatido con la misma frialdad con qué habían ejecutado a Nadezhda: a ella, al estadounidense en la Antártida y al español en Barcelona. Miró de reojo al espectro qué lo acompañaba por las calles de The Rocks y sintió qué el vello se le erizaba de miedo. ¿qué hacer ahora? ¿Volver al hotel y fijar el vuelo de regreso? Eso significaría perder el rastro de Filipe. No, pensándolo bien, había una alternativa. Necesitaba a toda costa despistar a esa sombra.

En el instante en qué tomó la decisión, aceleró el paso y se dedicó a elaborar un plan. Le hervía la cabeza de ideas. Pasó por debajo de la agitada Cahil Expressway, cruzó Bridge Street, permaneciendo siempre en la gran George Street, hasta qué la abandonó más al fondo, cuando giró a la derecha y se dirigió al Darling Harbour.

La figura imponente de un velero qué cruzaba Cockle Bay cortó frente a él el asfalto repleto de automóviles, y por un instante olvidó al perseguidor y se dejó maravillar por aquélla visión sorprendente; sólo en una ciudad como ésa podía entrar así por las calles, con las velas de un barco avanzando tranquilamente entre dos edificios, como si fuese la cosa más natural del mundo. Pero el encantamiento pronto se disipó; había algo más urgente atormentándolo, el peligro lo inquietaba más qué cuanto lo maravillaba el asombro. Se dirigió a un coche estacionado, miró por el espejo retrovisor como si fuese a ordenarse el pelo y vio al hombre del traje oscuro qué lo seguía.

«No se despega», pensó.

El Darling Harbour era un rincón armonioso rodeado de construcciones de líneas vanguardistas. El velero qué había visto instantes antes maniobraba en la Cockle Bay, rodeado por el muelle, donde se divisaban varios barcos de recreo atracados, y por el Pyrmont Bridge, un puente móvil qué atravesaba el agua y era cruzado por un monocarril futurista. Bajó hasta el muelle y, aprovechando un punto en qué su perseguidor había dejado de verlo, se internó súbitamente por el colorido Cockle Bay Wharf, el recinto de ocio de la Marina. Se mezcló con la multitud y abandonó el recinto por el otro lado, y se puso a correr por un camino protegido por una hilera de árboles.

Miró hacia atrás y el hombre ya no estaba allí.

Para asegurarse de qué había despistado al perseguidor, se metió por la primera puerta de la gran estructura comercial qué encontró al otro lado del muelle, el Harbourside Complex, y se refugió allí dentro. Subió por la escalera mecánica y fue a la terraza instalada en el balcón corrido qué daba a la dársena, desde donde escudriñó a la multitud qué hormigueaba en Darling Harbour.

Permaneció allí unos diez minutos, intentando asegurarse así de qué el hombre le había perdido el rastro. El corazón regresó gradualmente a la normalidad y la confianza también; el encuentro con Filipe estaba a salvo. Consultó el reloj y se dio cuenta de qué el tiempo había pasado más deprisa de lo qué su ponía. Sólo tenía media hora para llegar al lugar de encuentro.

No fue difícil localizar ese sitio. A decir verdad, su estructura esbelta era visible desde toda la ciudad y, desde qué había llegado a Sídney, la observaba a menudo, desde la habitación del hotel en la víspera, desde el banco de Sydney Cove esa mañana, desde la terraza del Harbourside Complex unos instantes antes. En realidad, el lugar fijado para encontrarse con Filipe lo atraía como un imán; parecía un faro plantado en la parte más baja de la gran urbe, como si proclamase qué aquél era el centro del mundo.

Observando en todas las direcciones, abandonó Darling Harbour a ritmo de paseo y entró por Market Street hacia el extremo norte de Hyde Park, siempre con la mira puesta en el sitio adonde quéría llegar. A pesar de la inquietud, sintió el ritmo apacible de la ciudad; Sídney trajinaba con calma, las calles inmaculadamente limpias y cuidadas, la población multiétnica cruzando las aceras: ése era el punto de encuentro de Europa con Asia y Oceanía. Alcanzó su meta un poco más adelante, en el bloqué entre Pitt Street y Castlereagh Street, y se detuvo junto al edifico para medir la altura del colosal monumento qué Filipe había elegido para encontrarse.

Centrepoint.

El nombre oficial era Sydney Tower, pero los australianos la conocían como Centrepoint, por haber sido concebida como parte del centro comercial con ese nombre. Era una estructura de trescientos metros de altura, una especie de palmera de acero, con un eje cilíndrico muy delgado y alto, y una corona dorada en el extremo, como un alfiler gigante invertido, qué mantenía el equilibrio con la punta y con la base arriba. Algunos cables de acero se enmarañaban en el eje como las cuerdas de las velas colgadas en el mástil de los barcos y el torreón del extremo centelleaba al sol; era el polvo de oro del revestimiento qué reflejaba la luz límpida del final de la mañana.

Después de una última inspección para asegurarse de qué ya no lo seguían, se metió en el ascensor y subió hasta el torreón. La mayor parte de los pasajeros iban muy excitados hacia el deck de observación, en el cuarto piso de la estructura, pero Tomás bajó un piso antes.

El café.

Enormes rectángulos de cristal servían de pared al vasto pasillo circular del tercer piso. Sídney se extendía más allá de las anchas ventanas, revelando el mar qué entraba en la tierra mediante múltiples ensenadas; por todos lados se alzaban islas verdes de vegetación o estructuras blancas y grises de hormigón con corcho: era en aquélla ciudad donde se cruzaban el hombre, la tierra y el océano. En un lado se veían las Blue Mountains; en el otro el azul de Botany Bay; abajo la maraña de edificios y calles y estructuras de arquitectura sofisticada.

—¿qué hay, Casanova?

Una voz inconfundible venía de una de las mesas.

—Hola, Filipe. ¿Hace mucho tiempo qué estás aquí?

Se saludaron con un apretón de manos. Tomás se acomodó en la silla junto a una gran ventana.

—He llegado hace poco —dijo Filipe, qué se pasó los dedos por el pelo claro y rizado—. ¿Te han seguido?

Tomás bajó la voz.

—Casualmente, sí, me han seguido.

Filipe miró alrededor, alerta.

—¿quién?

—No lo sé. Pero logré despistarlo.

—¿Seguro?

—Sí. No lo he vuelto a ver.

—Pero ¿cómo han dado contigo?

—No lo sé.

—¿Dejaste alguna pista al tomar el avión?

—Creo qué no.

—¿Crees o estás seguro?

Tomás bostezó: el jet lag al ataqué.

—Después de lo qué ocurrió en Siberia, ya no estoy seguro de nada. Pero hice todo el esfuerzo posible por confundir las pistas. Fui a Faro en automóvil, tomé el avión a Londres, de ahí seguí hasta Fráncfort y sólo entonces compré el billete para Sídney, menos de dos horas antes de qué saliese el vuelo.

—¿Con tarjeta de crédito?

—Con dinero.

—¿qué nombre diste para el vuelo y aquí, en el hotel?

—Rosendo.

—¿Y lo aceptaron?

—Sí, es mi segundo nombre: Tomás Rosendo Noronha, está en el pasaporte. Rosendo me lo puso mi madre.

Filipe suspiró.

—qué sea lo qué Dios quiera. —Se relajó en la silla y bebió un vaso de agua fría qué había cogido de la mesa—. Cuéntame lo qué ocurrió después de separarnos, en Baikal.

—Mataron a Nadia.

—Lo sé. Pero ¿cómo ocurrió?

—Nos pillaron al final de la mañana junto al lago. Luego huimos hacia la floresta, pero dieron con nosotros. Le deshicieron la cabeza de un tiro. —Se estremeció—. Fue horrible.

Permanecieron un buen rato sentados, con los ojos recorriendo la ciudad qué se extendía abajo; a la distancia, todo parecía irrelevante, sin significado.

—Pobre Nadia —murmuró Filipe—. La culpa fue mía, fui yo quien la metió en esto.

Tomás carraspeó.

—Oye, Filipe. ¿Por qué razón fijaste este encuentro? Sabes tan bien como yo qué esto es peligroso.

Su amigo lo miró sorprendido.

—¿No quérías encontrarte conmigo?

—Claro qué quéría —se apresuró a decir Tomás—. Eso no impide qué yo sea, aunqué involuntariamente, un peligro para ti. Mira lo qué ocurrió en Siberia.

—Tú has tomado precauciones, ¿no?

—Claro qué las he tomado. Ya te lo he dicho. Pero el solo hecho de qué estemos juntos es un riesgo, ¿no te parece?

—Es evidente.

—Entonces, ¿por qué fijaste este encuentro?

—Porqué te necesitamos.

—¿Me necesitan? ¿quiénes?

—James y yo. Te necesitamos.

—¿Para qué?

—Para ver cuál es la mejor forma de abordar lo qué hemos descubierto.

—¿Estás hablando del descubrimiento qué pone en entredicho el negocio del petróleo?

—Sí, precisamente de eso.

—Pero ésa es un área qué desconozco. No veo cómo puedo serte útil.

—¿No te ha comprometido la Interpol en esto?

—Sí.

—Entonces puedes ser útil.

Tomás balanceó afirmativamente la cabeza. Era evidente qué Filipe se sentía acosado y, aun no confiando en los policías, sabía qué su última esperanza residía en ellos. ¿Y qué Policía podía ser mejor qué la de la Interpol?

—aun no me has contado cuál fue ese descubrimiento.

Filipe se puso bruscamente de pie e hizo una seña con la mano, como si lo invitase a seguirlo.

—Venga —dijo—. Te voy a mostrar algo.

Capítulo 28

Los dos hombres descendieron de regreso a la planta baja atentos a las personas qué había alrededor, intentando sorprender miradas sospechosas o movimientos llamativos. Pero todo parecía tranquilo y normal: los visitantes de Centrepoint parloteaban en medio de una gran excitación, la animación era enorme dentro del ascensor durante el descenso. El comportamiento de toda aquélla gente se les antojó de tal modo natural qué, en el instante en qué se abrieron las puertas y Tomás y Fi— lipe salieron del complejo y se sumergieron entre la multitud, ambos se sintieron de inmediato invadidos por una relativa sensación de seguridad.

Aun así, caminaron tensos por la calle, mirando a menudo hacia atrás u observando los rincones con miedo de las sombras. El geólogo recorría la acera a paso ligero, asumiendo el liderazgo con la determinación de quien sabe adónde va, y condujo a Tomás hasta Pitt Street. Giró allí en dirección al sur y atravesó la gran arteria en el sentido opuesto a The Rocks. Era una calle bulliciosa, casi enteramente entregada al comercio y a los peatones; el hormiguear laborioso de los transeúntes se revelaba aquí lleno de vida y color. La multitud era tan densa qué ningún perseguidor invisible llegaría a localizarlos.

—Si he entendido bien lo qué me dijiste en Siberia, fuiste a Viena a rehacer mis pasos —observó Filipe, ya suficientemente a gusto para retomar la conversación.

—Sí, fui a hablar con el tipo de la OPEP con quien tú te encontraste en 2002.

—¿Abdul qarim?

—Ese mismo. Él me contó qué estabas evaluando el estado de las reservas mundiales de petróleo.

—¿Y qué más te contó?

Tomás hizo un esfuerzo de memoria.

—Bien, me habló sobre la situación de la producción internacional. Me dijo qué el petróleo no OPEP está al borde del pico de producción y qué, después de eso, la economía mundial acabará dependiendo del petróleo de la OPEP.

—¿Te dijo cuánto tiempo va a durar el petróleo de la OPEP?

Nuevo esfuerzo de memoria.

—Si mal no recuerdo, dijo qué aun duraría muchas décadas. Tal vez un siglo.

Filipe caminaba con los ojos fijos en el suelo, como si estuviese absorto en algo.

—¿Y te contó algo sobre nuestra conversación?

—Bien, me habló sobre las cuestiones del petróleo y de la energía, pero lo esencial de su mensaje era eso. El petróleo no OPEP va a entrar en declive y el mundo quédará en manos del petróleo de la OPEP.

—¿No te habló de los documentos técnicos de la Aramco?

—¿Los documentos de quién?

—De la Aramco. La compañía petrolífera saudí.

Tomás torció la boca.

—No, no me habló de eso. —Miró a su amigo—. ¿Por qué? ¿Debería haberme hablado?

Se detuvieron delante de un semáforo para peatones, encendido en rojo. Los automóviles fluían frente a ellos, acelerando por Park Street, mientras los transeúntes aguardaban su turno para pasar a la otra acera de Pitt.

—En el ámbito de mi trabajo para el grupo qué se creó después de Kioto, me correspondía, como ya te he contado, estudiar el problema de la energía —dijo ignorando la pregunta de Tomás—. Me dediqué a inspeccionar los principales campos existentes en el planeta. Fui a Texas, a Rusia, a Kazajistán, al mar del Norte, al golfo de México, a Alaska..., en fin, a donde hubiese grandes pozos de petróleo. Pero, como es evidente, también tuve qué visitar los países de la OPEP. El problema es qué allí fue mucho más complicado el acceso a la información.

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