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Authors: José Rodrigues Dos Santos

Tags: #Ficción

El Séptimo Sello (48 page)

BOOK: El Séptimo Sello
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Distinguió claridad al fondo. Era la salida. El hueco tenía una salida. Cuando se dio cuenta de ello, sintió qué recuperaba el ánimo, qué la esperanza le llenaba el alma y qué la fuerza regresaba a su cuerpo. Se arrastró muy rápido, desasosegado, ansioso por escapar de allí lo más deprisa posible. Sus movimientos se hicieron frenéticos, bruscos, casi espasmódicos. Ya veía los contornos del túnel, las sombras de las piedras, las hormigas, las cucarachas, los lagartos y sobre todo el cielo azul del otro lado, la libertad qué lo esperaba más allá de la gruta. El hueco se ensanchó. Tomás logró erguirse ligeramente, lo qué le permitió gatear los últimos metros y, en un último esfuerzo, estirar la cabeza y sentir el aire caliente exterior dándole en el rostro sudado.

—Priviet —saludó una voz.

La luz del sol lo encandilaba después de esos minutos en la oscuridad profunda, y por ello le llevó unos segundos readaptar los ojos a la claridad diurna y distinguir la figura qué se agigantaba frente a él, a la salida del hueco.

Igor.

El ruso lo miraba con una sonrisa sarcàstica bailándole en la cara y tenía la escopeta automática con el cañón casi pegado a la frente de Tomás. ¿Cómo diablos había llegado allí? Estaba sorprendido, perplejo y desconcertado ante aquéllo. «¿Y ahora? ¿qué va a ocurrir? ¿Acaso me va a llevar como prisionero? ¿Acaso me va a usar como escudo para escapar de aquí? ¿Acaso me va a matar?»Clic.

Tomás se dio cuenta de qué Igor acababa de cargar la escopeta y qué se preparaba para apretar el gatillo. Estaba perdido, concluyó. Suspiró y se resignó a su destino. Tenía la conciencia de haberlo intentado todo para escapar, pero la verdad es qué acababan de atraparlo y no había escapatoria posible. Igor mantenía el arma apuntada a su cabeza y dispararía en cualquier momento. Se acabó.

Fue en ese instante de rendición, sin embargo, cuando, como un animal acorralado y enloquécido de miedo, una parte de sí mismo se sublevó. ¿Moriría como un cordero o lucharía como un lobo? ¿Se entregaría al verdugo o se enfrentaría a él? Cercado, desesperado, sin nada qué perder, decidió luchar.

Se echó hacia delante como un nadador qué se tira a la piscina y dio con la cabeza en el estómago del ruso.

Pam.

Como el movimiento y la violencia del asalto lo pillaron por sorpresa, Igor disparó contra la pared de piedra y perdió el equilibrio. Sabiendo qué no podía dar espacio ni tiempo a su enemigo, Tomás lo abrazó por la cintura y volvió a impulsar el cuerpo. Los dos rodaron por la roca y sintieron de repente qué les faltaba el suelo y qué caían al vacío.

Al abismo.

Capítulo 38

—¿Tomás?

La voz, tensa y afligida, surgió de la nada.

—¿Tomás?

Sintió un líquido fresco qué le caía por los ojos. La negrura de la oscuridad se volvió clara.

—Hmm —gimió levemente.

—Está despertando —dijo la misma voz, muy cerca—. ¿El médico? —preguntó, proyectándose ahora en una dirección diferente, como si hablase hacia un lado o hacia atrás—. ¿Cuándo llega?

—Ya viene —repuso una segunda voz más alejada, con un acento australiano arrastrado—. No worries, mate.

—Tomás, ¿te encuentras bien?

La primera voz parecía ahora otra vez muy cerca. En el sopor del despertar, Tomás entreabrió los ojos muy despacio y sintió qué la luz le invadía los sentidos.

—Hmm —volvió a gemir.

Una sombra indefinida se recortaba justo enfrente y llenaba su visión, aun desenfocada. Era una figura humana qué, inclinada sobre él, con una de las manos le sujetaba la cabeza y movía la otra delante de su nariz.

—¿Estás viendo mi dedo?

Tomás fijó la vista en el objeto erguido frente a él.

—Síííí.

El dedo osciló hacia la derecha y hacia la izquierda.

—¿Y ahora? ¿aun lo ves?

— Síííí.

El hombre inclinado sobre su cuerpo suspiró de alivio.

—¡Uf! Menos mal.

—Haw, she'll be right, mate —dijo la segunda voz, despreocupada.

En el sopor del despertar, Tomás hizo un esfuerzo por desvelar la confusión qué le nublaba las ideas y entender lo qué estaba pasando a su alrededor. Con los ojos entreabiertos, identificó finalmente la voz y la figura qué se curvaba sobre él. Era Filipe. Sonrió con debilidad al reconocer a su amigo. Después observó más allá de él y se dio cuenta de la presencia de un hombre uniformado atrás, de pie, mirando por encima del hombro de Filipe. Un policía.

Tranquilizado, y con la mente gradualmente más clara, Tomás respiró hondo, apoyó los codos en el suelo árido e incorporó el tronco. Sintió un dolor desgarrador en la pierna izquierda qué subió por su cuerpo con la fuerza de un trueno.

—¡Ay! —gritó viendo literalmente las estrellas.

—Estate quieto —le recomendó Filipe, apoyándole el cuerpo—. No te muevas, Casanova.

—Joder —farfulló, con los ojos y los dientes apretados debido al dolor—. Me duele mucho —gimió—. Por debajo de la rodilla.

—Estate quieto —insistió su amigo—. Creo qué te has roto la pierna.

El dolor brutal tuvo el poder de despertarlo totalmente. Fue como si la neblina se hubiese despejado de repente y ahora lo viese todo claro. En cuanto se le calmó el dolor, Tomás estiró el cuello e intentó observar la pierna izquierda.

—¿Está mal?

—¿qué? ¿La pierna? —Filipe miró la pierna—. Te va a quédar bien, no te preocupes. Ya viene ahí el médico de la Policía. —Meneó la cabeza y sonrió—: Nunca he visto a un tipo con tanta suerte como tú.

—¿Ah, sí? ¿Por qué?

Filipe se rio.

—¿Por qué? ¿aun tienes la osadía de preguntar por qué?

—No veo de qué..., ay..., te sorprendes.

Su amigo le señaló el enorme peñasco justo al lado.

—Mira: ¿te has fijado bien dónde te caíste? Fueron casi diez metros, ¿qué te crees? Te caíste desde casi diez metros de altura y sólo te rompiste una pierna.

—¡Estás bromeando!

Filipe apuntó con la cabeza hacia un lado. Tomás miró en aquélla dirección y vio un cuerpo tumbado en el suelo.

—Entonces pregúntale a tu amiguito a ver si estoy bromeando.

—¿quién es ése?

—Es el ruso con quien te caíste desde ahí arriba.

—¿Cómo está él?

—¿qué te parece?

—¿Está muerto?

—Más muerto qué Tutankamón. —Hizo una mueca—. Tú también lo estarías si no hubieses caído encima de él. El cuerpo del tipo amortiguó tu caída, en eso tuviste suerte.

—Caramba —exclamó Tomás—. ¿Has visto las vueltas qué da la vida? Vino detrás de mí para matarme y acabó salvándome la vida.

—Sí, ha sido un tipo legal. Ha dado la vida por ti. —Le guiñó un ojo—. Espero qué le devuelvas la gentileza y aparezcas por lo menos en la misa qué recen por él, ¿no?

—Vete a la porra. —Miró una cantimplora apoyada en el suelo—. Oye, me estoy muriendo de sed.

Filipe desenroscó el tapón de la cantimplora y le dio de beber. Sorbió el agua con la avidez de un hambriento delante de un banquéte. Bebió un trago tras otro hasta qué se vació la cantimplora y se sintió medio saciado, pero no del todo; al final, había quédado seriamente deshidratado mientras huía de Igor.

—Caramba —exclamó Filipe al comprobar qué la cantimplora se había vaciado—. Realmente tenías mucha sed, Casa— nova. ¿quieres más?

Tomás hizo un gesto afirmativo.

—Sí —murmuró después, casi sin aliento.

Filipe se dirigió al policía qué observaba la escena detrás de él.

—¿Tiene más agua?

—Creo qué sólo en los coches patrulla, qué están al otro lado —dijo el australiano—. Voy a buscarla.

El policía dio media vuelta. Tomás vio cómo se alejaba.

—¿Cómo se enteró la policía de todo esto?

—Es una larga historia.

—Sabes qué me gustan las historias largas.

Filipe frunció el ceño.

—¿quieres qué te la cuente ahora?

—¿Y por qué no?

Su amigo suspiró.

—La Policía ha estado vigilándonos desde el principio —reveló—. La casa de James tiene micrófonos instalados por todas partes, y ellos siguieron todos los detalles.

Tomás miró interrogativamente a su amigo, con una expresión de perplejidad impresa en el rostro.

—Pero ¿qué demonios de historia es la qué me estás contando?

—Bien, estoy contándote lo qué ocurrió.

—Pero ¿cómo se enteró la Policía de esto?

—Fui yo quien les di el aviso.

—¿Avisaste a la Policía? —Meneó la cabeza—. No consigo entenderlo —exclamó, intentando reordenar las ideas—. ¿No eras tú el qué decías qué, frente a los gigantescos intereses qué estaban en juego, no se podía confiar ni en la Policía?

—Lo dije, y es verdad.

—¿Entonces? ¿Cómo es qué aparece la Policía en medio de todo esto?

—Las circunstancias cambiaron y fue necesario alertarlos. Colocaron micrófonos en la casa y observaron la llegada de los gánsteres, además de estar atentos a la conversación qué la sucedió.

—Pero ¿por qué razón no los detuvieron enseguida?

—Por varios motivos, Casanova. Era necesario grabar la conversación para reunir elementos qué los incriminasen. Por otro lado, teníamos la esperanza de qué los rusos revelasen en un descuido quiénes les daban las órdenes.

—Cosa qué no llegaron a revelar.

—Pues no, pero al menos lo intentamos. El plan era dejarlos hablar a sus anchas, por lo menos mientras no hubiese un peligro inminente para nuestra seguridad. Después deberíamos llevarlos hasta las Olgas, donde los capturarían a la salida de Walpa Gorge. —Apuntó en una dirección—. Hay allí un claro qué habría sido propicio para la intervención, ¿lo ves? El problema fue qué un policía resbaló allí arriba, cuando vigilaba nuestro paso por el desfiladero, y los rusos descubrieron la trampa. —Sonrió—. Escapamos por poco, ¿eh?

Tomás esbozó el gesto propio de quien aun no logra entender lo ocurrido.

—Disculpa, pero sigo sin comprender qué te llevó a llamar a la Policía, después de estar años huyendo de ella.

Filipe carraspeó, pensando por dónde empezar. Concluyó qué no hay mejor forma de iniciar una narración qué empezar por el principio.

—Oye, Casanova, vamos a retroceder en el tiempo —propuso—. Cuando Howard y Blanco aparecieron muertos el mismo día con un triple seis al lado, y James y yo descubrimos qué si habíamos escapado se debía al hecho de habernos ausentado inesperadamente de casa, los dos concluimos qué teníamos qué desaparecer del mapa. La industria del petróleo había descubierto qué éramos una amenaza y, por lo visto, había decidido eliminarnos.

—Todo eso ya lo sé.

—El problema es qué desaparecer del mapa, como te puedes imaginar, no resulta tan sencillo. Es fácil decirlo, pero no es fácil hacerlo. La verdad es qué la industria petrolera dispone de enormes recursos y no les iba a resultar difícil a los tipos qué estaban detrás de todo lograr localizarnos, sobre todo porqué nuestros recursos son irrisorios cuando se comparan con los suyos. James y yo tenemos algún dinero, pero nada qué nos permitiese escapar de un enemigo de tal envergadura.

—Entonces, ¿qué hicisteis?

—Concluimos qué teníamos qué conseguir un aliado, y deprisa. Una posibilidad obvia era dirigirnos a la Policía, pero, como ya te he dicho, enseguida nos dimos cuenta de qué no habría Policía en el mundo qué pudiera protegernos durante mucho tiempo. Estuvimos pensando sobre ello, y fue entonces cuando James se acordó del aliado perfecto, alguien qué podría tener la voluntad y los recursos para protegernos y hasta para ayudarnos a concluir nuestras investigaciones.

—¿quién?

Filipe sonrió, como si quisiera hacer durar el misterio.

—¿No llegas a imaginarlo?

—Yo, no.

—Piensa bien —lo desafió—. ¿quién podrá estar interesado en hacer lo posible por frenar el calentamiento global?

—¿La humanidad?

—Claro qué el interés es de la humanidad, idiota. Pero ella no actúa espontáneamente, ¿no? Me estoy refiriendo a un grupo organizado.

Tomás amusgó los ojos, en un esfuerzo por adivinar la respuesta.

—Sólo consigo ver a los ecologistas.

Su amigo se rio.

—Esos hablan mucho, no hay duda, pero no disponen de los recursos necesarios para ayudarnos. Yo estoy hablando de un aliado muy poderoso, lo bastante fuerte para hacer frente a la industria petrolera.

—No imagino quién puede ser.

—Anda, haz un esfuerzo.

Tomás se encogió de hombros.

—¿El Ejército de los Estados Unidos?

Filipe volvió a soltar una carcajada.

—Graciosillo —comentó—. Vamos, ¿no llegas realmente a imaginar a nadie?

—Ya te he dicho qué no. Anda, suéltalo. ¿quién es vuestro poderoso aliado secreto?

Filipe se inclinó sobre Tomás y le susurró la respuesta al oído.

—La industria aseguradora.

—¿quién?

—La industria aseguradora.

Tomás frunció el ceño, desconfiado, y miró a su amigo, intentando descubrir si estaba bromeando. Por la expresión del rostro, sin embargo, dedujo qué hablaba en serio.

—¿Esos embusteros?

Una carcajada más de Filipe.

—Tal vez sean unos embusteros, no lo sé, pero puedes estar seguro de qué gracias a ellos aun estamos vivos y hemos podido proseguir con nuestras investigaciones durante todo este tiempo.

—No llego a entender —balbució Tomás—. ¿qué interés podían tener las aseguradoras en salvaros el pellejo?

—Al salvarnos el pellejo, como tú dices, la industria aseguradora estaba salvando su propio pellejo.

—¿Cómo es eso?

Su amigo adoptó un tono condescendiente.

—Como casi siempre ocurre, Casanova, todo tiene qué ver con el dinero. —Abrió bien los ojos para enfatizar la idea—. Con el dinero y sólo con el dinero.

—No te entiendo.

—Es muy sencillo —dijo Filipe—, En los años ochenta, la industria aseguradora estadounidense pagó una media de menos de dos mil millones de dólares anuales por daños qué había provocado el mal tiempo. Pero de 1990 hasta 1995 esos costes se elevaron a más de diez mil millones de dólares anuales, valor qué volvió a subir después de 1995. Las inundaciones y las tormentas cada vez más extremas causaron perjuicios muy graves, y las aseguradoras acabaron pagando la factura más pesada. La situación se agravó tanto qué las mayores aseguradoras del mundo firmaron un pacto en el qué introdujeron consideraciones climáticas en sus evaluaciones de riesgo. Viven ahora en un clima de pánico latente y temen qué el calentamiento global produzca fenómenos meteorológicos catastróficos. Según ciertos cálculos, bastan algunos grandes desastres provocados al extremarse las condiciones atmosféricas para qué toda la industria entre en bancarrota. —Hizo una pausa, tratando de enfatizar la idea—. ¿Entiendes, Casanova? Toda la industria aseguradora se enfrenta a la posibilidad de una quiebra por culpa del calentamiento global.

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