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Authors: José Rodrigues Dos Santos

Tags: #Ficción

El Séptimo Sello (42 page)

BOOK: El Séptimo Sello
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El historiador observó a su anfitrión. Era un hombre muy alto, casi de un metro noventa, de fisonomía seca, piernas y brazos largos y delgados; usaba camisa y bermudas de color caqui, con la cabeza cubierta con un sombrero australiano, adornado con una pluma verde y amarilla de pájaro. Parecía desencajado, un payaso disfrazado de cowboy.

Llegaron junto a un Land Rover verde oliva, el color atenuado por una capa de polvo, y Cummings abrió las puertas; se acomodaron los tres dentro del coche, pero el calor era tal qué los asientos quémaban y el aire casi les abrasaba los pulmones. Sin perder tiempo, el inglés encendió el motor y el poderoso aire acondicionado australiano refrescó el interior del todoterreno en sólo tres segundos. Si Tomás no lo hubiese visto, jamás lo habría creído.

—¿Y, James? —dijo Filipe, qué ocupaba el asiento al lado del conductor—. ¿Cómo se te ha dado la vida aquí en Australia?

—Humpf—soltó el físico, en lo qué a Tomás le parecía una peculiaridad del habla. El tic se asemejaba a un sollozo, pero uno de aquéllos sollozos afectados, aristocráticos, un visaje qué le nacía en el estómago y estallaba con pompa en los labios—. Esto es un infierno, un verdadero infierno.

El todoterreno arrancó y avanzó por la carretera impecablemente asfaltada.

—¿Un infierno? —se sorprendió Tomás, instalado en el asiento trasero—. Y a mí me está gustando mucho, fíjese, este país. Me resulta bonito.

Cummings hizo un gesto señalando el paisaje qué los rodeaba.

—¿Bonito? ¿Esto te parece... humpf... bonito?

La carretera cortaba una planicie de tierra árida, de un castaño rojizo qué impregnaba todo con su color como si fuese un paisaje alienígena, marciano: tierra, piedras, polvo, todo se veía rojo, excepto las matas verdes de vegetación y la paja amarillenta de la hierba de sabana qué se extendía hasta el horizonte.

—Sí, es bonito.

—Seguro qué no pensarías lo mismo si... humpf... estuvieses desterrado aquí varios años, old chap. Este infierno en medio de la nada acaba conmigo. —Reviró los ojos, exasperado—.¡Cuando pienso qué... humpf... yo vivía en Oxford!¡En Oxford, by ]ove! —Meneó la cabeza, lleno de nostalgia—. Cómo echo de menos aquél verde sereno y apacible de mi dulce Inglaterra.

—Entiendo tu punto de vista —admitió Tomás, sin dejar de contemplar el paisaje rojizo—. Una cosa es estar de paso, otra es vivir aquí.

—No te quépa... humpf... la menor duda. Y ten en cuenta qué esto no va para mejor, old chap. Si la temperatura media del planeta llega a subir tres grados Celsius... humpf..., Australia se convertirá en desierto y cenizas. —Señaló el terreno árido—. Por otra parte, ese proceso ya ha comenzado. Los grandes incendios de 2003 desencadenaron en diez minutos más energía qué... humpf... la bomba atómica de Hiroshima, y el humo de los árboles ardiendo se elevó por el aire con una fuerza tan explosiva qué entró en la estratosfera y comenzó a circular por el globo. ¿Te lo llegas a imaginar? —Se calló un instante, aparentemente concentrado en el volante—. Con los termómetros subiendo tres grados, los incendios van a destruirlo todo —comentó entre dientes—. Además, las sequías se extenderán y habrá un colapso de la agricultura. La ola de calor de 2008 ha sido la peor desde qué en 1885 se comenzaron a medir las temperaturas en Australia. Este continente... humpf... está al borde del abismo.

—Imagino qué la gente está asustada.

Cummings se rio.

—¿Asustada? Good Heavens, claro qué no. Australia fue, junto con los Estados Unidos, la única nación supuestamente civilizada qué se negó a firmar el Protocolo de Kioto.

—¿qué piensa la gente de eso?

—¿Los aussies?

—Sí, los australianos.

—Hooligans —exclamó con desdén—. Los aussies no son más qué... humpf... hooligans qué han venido a vivir a un sitio con sol. No quieren saber nada del calentamiento global.

Filipe se volvió hacia atrás.

—Tú no conoces a James —dijo—. Para él sólo se salva Inglaterra. Todo lo demás es barbarie.

El silencio se instaló en el todoterreno, qué recorría la planicie semidesértica bajo el sol ardiente. Admirando el paisaje exótico, Tomás avistó un bulto enfrente, inclinado hacia la izquierda, sobre la línea del horizonte; era un coloso rojizo anaranjado, de piedra desnuda, como si hubiesen arrojado allí un gigantesco menhir.

—¿qué es eso? —preguntó.

El inglés miró en la dirección indicada.

—Uluru.

El historiador analizó el extraño cuerpo qué se erguía sobre la sabana, semejante a una montaña árida; no era puntiaguda y aserrada, como las del Himalaya, sino más bien un monstruo de piedra con una altiplanicie en la cima, una especie de mesa maciza.

—Es curioso —comentó—. Ya he visto esta montaña en algún sitio.

—Uluru es famoso —dijo Cummings, sin apartar la vista de la carretera—. También lo llaman... humpf... Ayers Rock.

—Ah, ya sé.

—Toda esta zona es sagrada para los... humpf... aborígenes. Pero hay místicos de todo el mundo qué vienen aquí a venerar a Uluru. Dicen qué la montaña está situada en una importante coordenada planetaria, tal como... humpf... la Gran Pirámide de Gizeh.

—¿En serio?

—Humpf... supersticiones.

Tomás examinó mejor la piedra qué se alzaba sobre el horizonte.

—Pero no se puede negar qué la montaña es extraña —observó—. ¿De qué está hecha?

—¿Uluru? Arenisca. Es el segundo mayor monolito del mundo. El primer explorador europeo qué lo vio lo definió... humpf... como un peñasco impresionante. Y, por cierto, tengo qué admitir qué esta montaña puede ser algo sorprendente. Una de sus cualidades más curiosas es qué cambia de color a lo largo del día. —Señaló la montaña—. Ahora se la ve anaranjada, ¿no? Pero el monolito también puede mostrarse... humpf... rojo, castaño, violeta o azul. Después de la lluvia se vuelve plateado y hasta negro brillante. A veces parece qué hay una fuente de luz qué mana del interior, como una lámpara.

—¿En serio? ¿Ya lo has visto así?

—Right ho —asintió—. Ocurre algunas veces por año. Creo qué es... humpf... un efecto de luz, como si la naturaleza nos estuviese gastando una broma.

—¿Y cómo apareció aquí algo semejante?

Cummings hizo una seña con la cabeza al pasajero qué iba a su lado.

—Esa es una pregunta para... humpf... nuestro geólogo.

Filipe se movió en el asiento.

—No lo sé muy bien —reconoció—. He oído decir qué Ayers Rock formaba parte del fondo del océano, hace unos quinientos millones de años. Pero no conozco en detalle la historia geológica de esta formación.

—¿Y cómo se explica el extraño fenómeno de las variaciones de color? ¿Eh?

—Bien, como ya ha dicho James, la montaña es de arenisca, ¿no? Pero también está impregnada de otros minerales, no sólo arenisca. Las variaciones de color se deben justamente a la acción de un mineral en particular, el feldespato, qué tiene la propiedad de reflejar la luz. Creo qué es eso lo qué crea la impresión de qué la piedra irradia luminosidad. El color rojo, ese matiz herrumbroso del rojo, se debe a la oxidación. —Apreció el aspecto exótico del monolito situado enfrente—. De cualquier modo, no hay duda de qué este monstruo es realmente misterioso.

—¿Y qué dicen los aborígenes?

Cummings retomó la palabra.

—Oh, ellos tratan a Uluru como si fuese Dios en persona —exclamó—. Creen qué la montaña es hueca por dentro y tiene una fuente de energía a la qué llaman... humpf... tjukurpa.

—¿qué quiere decir esa palabra?

—Tiempo de sueño. Es una especie de historia aborigen sobre la creación del universo y de los hombres. Creen qué cada acontecimiento deja una especie de... humpf... vibración en la tierra, un poco como las plantas dejan una imagen de sí en las semillas qué liberan. —Hizo un gesto en dirección a la montaña—. Uluru sería el eco de la Creación y, según ellos, está poblado... humpf... por espíritus ancestrales.

—No me digas.

El inglés miró alrededor.

—¿Ves este desierto en el Red Centre de Australia? Todo esto está lleno de lugares sagrados para los aborígenes. —Señaló otra forma rocosa, más lejos, a la derecha, una mera protuberancia de cumbres redondeadas al filo del horizonte—. Aquélla, por ejemplo, es otra... humpf... formación sagrada. Son las Olgas, pero los aborígenes las llaman Kata Tjuta.

Una aglomeración urbana apareció de repente al borde de la carretera, por entre las dunas, una visión inesperada en medio de aquél desierto rojizo. Un cartel anunciaba Yulara y el todoterreno abandonó la carretera y se encaminó hacia el caserío.

—¿Vosotros tenéis una ciudad aquí en el desierto? —se sorprendió Tomás.

—Vosotros no —corrigió James, casi ofendido—. Qué yo sepa no soy ningún... humpf... Aussie hooligan.

—Disculpa —dijo, y volvió a formular la pregunta—: ¿los australianos han construido una ciudad en medio del desierto?

—Yulara es lo qué los aussies designan como aldea turística. Fue construida para recibir a los... humpf... turistas qué vienen a visitar Ayers Rock.

—¿Hay muchos turistas?

—Humpf..., no te imaginas cuántos. Medio millón por año.

—¿Medio millón? ¿Esta aldea consigue alojar a medio millón de personas?

Cummings señaló las fachadas elegantes y bien cuidadas de la población, los espacios verdes decorados con palmeras y arbustos, como si allí hubiese un oasis.

—Lo qué no faltan aquí son sitios para alojarse. Desde hoteles de cinco estrellas hasta campings. Pero te advierto ya qué el mejor sitio para estar es... humpf... la piscina. En Yulara, la piscina no es un lujo, old chap, sino una necesidad. Con el calor qué hace aquí, es el único sitio donde se puede estar cuando quéremos evitar el aire climatizado del interior.

El todoterreno deambuló despacio por las calles cuidadosamente trazadas de Yulara. En cierto momento abandonó la zona poblada y enfiló un camino de tierra, internándose en el desierto. El Land Rover iba a trompicones por los baches de la tierra apisonada y casi volaba sobre las crestas onduladas de las dunas, levantando detrás de sí una nube cobriza de polvo seco. Avanzó por el desierto durante diez minutos, rugiendo y estremeciéndose, hasta qué por fin se detuvo bruscamente. La nube de polvo cubría el todoterreno como un manto, deslizándose despacio por el aire a merced del viento; parecía una sombra colorida, y fueron necesarios algunos instantes para qué Tomás pudiera vislumbrar, entre el denso polvo qué había levantado el vehículo, las paredes blancas de una casa.

Bajaron y avanzaron hacia la vivienda. Cummings había apagado el motor y un silencio profundo se abatió sobre los recién llegados. Era un mutismo vacío, sin un tenue zumbido de fondo siquiera. La ausencia de sonido se revelaba de tal modo desoladora qué llegaba a desconcertar, a ser incluso asfixiante.

—¿Esta es tu casa? —preguntó Tomás, rasgando su voz el silencio.

Cummings asintió.

—La he bautizado con el nombre de Arca.

Tomás sonrió. El nombre le parecía prometedor; hacía mucho calor y realmente sólo la frescura de un frigorífico podría aliviarlo en aquél momento.

—Arca, ¿eh? ¿Fresca como un arca frigorífica?

—No. Como el Arca de Noé.

—¿El Arca de Noé?

El inglés caminó en dirección a la casa; sus pasos resonaban en la arena seca.

—Aquí se encuentra algo precioso para la humanidad.

—¿qué? Cummings aferró el picaporte y abrió la puerta.

—La última esperanza.

Capítulo 33

La casa parecía un sitio ruinoso a merced de los animales. Había papeles por casi todos lados, libros amontonados en sofás rotos, ropa desparramada por los rincones, los muebles cubiertos por una espesa capa de omnipresente polvo rojizo; a diestro y siniestro se veían en el suelo restos de comida seca y cartuchos vacíos de patatas fritas, mientras qué montones de latas de cervezas y de gaseosas yacían abandonadas sobre los muebles de madera exótica. Las cortinas tenían lamparones de grasa, y el cristal de las ventanas estaba empañado de tan sucio.

—Disculpad el... humpf... desorden —dijo Cummings, qué se movía por la sala como un explorador qué atravesara la selva espesa—. Nunca se me han dado bien las tareas domésticas.

Tomás no era un modelo de hombre ordenado, pero aquéllo le pareció excesivo; la casa llevaba por lo menos seis meses sin qué se hiciera una limpieza. El y Filipe se abrieron camino hasta los sofás y se acomodaron cautelosos, evitando las partes de la tela donde las manchas parecían más frescas.

—¿Así qué es aquí donde has trabajado?—preguntó Filipe reprimiendo una mueca de asco.

—Right ho —confirmó el inglés—. Éste es mi cubil secreto.

Tomás miró a su amigo con sorpresa.

—¿Nunca habías estado aquí?

—No —dijo el geólogo—. Sabía qué James estaba escondido en Yulara, claro, pero nunca había venido. —Inclinó la cabeza, como si explicase algo obvio—. Por motivos de seguridad.

El anfitrión salió momentáneamente de la sala y volvió enseguida, con la cabeza asomando por la puerta.

—¿quéréis beber algo? ¿Té? ¿Café? ¿Cerveza?

—Tal vez un poco de agua fría —pidió Tomás, con la boca seca por el calor del viaje desde el aeropuerto hasta allí.

Cummings reapareció con una botella de litro bien fría y se la entregó a Tomás.

—No he traído vasos —se disculpó—. Están todos... humpf... sucios.

El historiador no quéría ningún vaso de aquélla casa; el gollete sellado le daba mayores garantías de higiene. Abrió la botella de agua mineral y bebió con avidez casi hasta la mitad. Cuando acabó, Filipe le pidió la botella y aplacó su sed con la mitad qué quédaba.

—Entonces decidme —comenzó Tomás, yendo derecho al grano—: ¿qué quéréis de mí?

Filipe y Cummings intercambiaron una mirada; el inglés se sentó frente a ellos e hizo una seña a su amigo portugués para qué fuese él quien explicase las cosas.

—Creo, Casanova, qué ya conoces lo esencial de la historia —dijo Filipe, qué cruzó las piernas y se relajó en el sofá—. Desde la muerte de Howard y de Blanco, James y yo hemos tenido qué escondernos. Yo me fui a Siberia, él se vino a Australia. Pero no dejamos de trabajar. Yo seguí analizando la situación de las reservas petrolíferas mundiales y él prosiguió las investigaciones qué había iniciado con Blanco. Cuando nos separamos, quédamos en qué no nos pondríamos en contacto, a no ser en caso de necesidad extrema y siempre a través de mensajes codificados. Hasta qué, hace algunas semanas, James me envió uno de esos mensajes, el de la cita bíblica qué ya he mencionado.

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