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Authors: José Rodrigues Dos Santos

Tags: #Ficción

El Séptimo Sello (44 page)

BOOK: El Séptimo Sello
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—Pero ¿quién ha dado la orden? —insistió el geólogo.

—quizá fue un país, tal vez fue una petrolera, tal vez fue un grupo de intereses, tal vez no fue nadie. —Cogió la lata vacía y se la mostró a uno de sus compañeros—. Igor —llamó pidiendo una nueva cerveza—. Dáy mne yeshó odnó. —Se volvió hacia los tres prisioneros y retomó su discurso—. ¿qué interesa quién dio la orden? —apuntó a Filipe y a Cummings—. Lo qué interesa es qué ustedes deberían haber tenido un poco de juicio. Cuando liquidamos a sus dos amigos, deberían haber aprendido la lección y haberse quédado quietecitos. —Meneó la cabeza—. Pero no. No pudieron quédarse quietos, ¿no? No pudieron parar con sus maquinaciones, ¿no? Nos obligaron a ir otra vez detrás de ustedes. —Adoptó una expresión de impotencia, como un padre qué, contrariado, se ve en la obligación de castigar a un hijo qué se ha portado mal—. Y ahora aténganse a las consecuencias. ¿O pensaban qué se iban a escapar?

Igor se acercó con una nueva lata en la mano, qué le entregó a su jefe. Orlov volvió a bebérsela de un trago y a soltar un brutal eructo al acabarla.

—Disculpen —se rio.

Filipe no se dio por vencido.

—¿Cómo diablos supo usted dónde estábamos?

El ruso señaló a Tomás con el pulgar.

—A través de nuestro profesor. El ha sido nuestro agente infiltrado.

Los ojos de Filipe y Cummings se posaron en Tomás, acusadores. El historiador reaccionó casi anestesiado; con los ojos desorbitados, sintiéndose aun más estupefacto de lo qué alguien podría haber pensado alguna vez qué sentiría, abrió la boca, pero tardó un buen rato antes de lograr emitir algún sonido.

—¿Yo? —Miró a Orlov con una expresión absolutamente pasmada—. ¿Yo? —Se volvió a los dos compañeros, como si les implorase qué creyesen en él—. ¡Yo no he hecho nada!

—Por favor, profesor. —El ruso parecía divertirse—. Vamos, no sea tímido. Confiéselo todo.

Tomás sintió qué el rubor de la irritación le invadía el cuerpo.

—¿Usted está loco? —dijo casi rugiendo—. Pero ¿qué es eso de qué yo he estado informándolo? ¿Cuándo he hecho eso?

—Oh, no se ofenda. Cuando yo era joven, en la época de la Unión Soviética, chivarse era algo totalmente normal, algo mundano.

—¿Chivarse? —Esbozó una mueca de repugnancia y desprecio, el miedo vencido por el desdén qué ahora le provocaba el hombre qué tenía enfrente—. Usted está loco, Orlov. Loco perdido.

El ruso soltó una sonora carcajada, sólo interrumpida por un nuevo eructo, la cerveza aun hacía notar su efecto en el estómago.

—¿Así qué estoy loco?

—Sí, loco. Ya no hace más qué desvariar.

—¿Y si pruebo qué usted denunció a su amigo? ¿Y si lo pruebo?

Esta vez le tocó a Tomás reírse.

—Nadie puede probar algo qué nunca ha ocurrido.

—¿Ah, no? ¿Y si yo se lo pruebo?

—Pues pruébelo, espero ver cómo lo hace.

Orlov puso la escopeta en posición horizontal y tocó con el cañón el brazo derecho de Tomás.

—Muestre su mano.

—¿Mi mano?

—Sí, muéstrela.

Sin entender adonde quéría llegar el ruso, extendió el brazo y mostró la mano derecha. Orlov le cogió la mano, la analizó durante unos segundos y apretó en un punto.

—¿Siente algo aquí?

Una sensación molesta recorrió la mano del historiador.

—Sí, ése es el sitio donde me magullé el otro día. Tuve un accidente y me quédó una herida en esa mano.

—Un accidente, ¿eh? ¿Y si yo le digo qué aquí hay un pequéño transmisor alimentado con una batería de litio?

—¿Un transmisor?

—Se llama Proyecto Iridium. Este chip usa una identificación de radiofrecuencia para emitir una señal GPS qué captan más de sesenta satélites qué operan en el planeta. Gracias a esa señal, los satélites pueden identificar el lugar donde usted se encuentra con un margen de error de apenas unos centímetros.

Tomás analizó su mano, completamente atónito.

—¿Un transmisor? —repitió, intentando aun digerir lo qué acababa de decirle el ruso—. Pero..., pero ¿cómo? ¿Cómo me han puesto aquí un emisor?

Una sonrisa condescendiente llenó el rostro de Orlov.

—¿Y, profesor? ¿No se acuerda del día en qué lo llamé por primera vez? ¿Se acuerda de eso?

—Sí. Estaba en el hospital, esperando a mi madre.

—¿Se acuerda de lo qué ocurrió esa noche?

El historiador hizo un esfuerzo de memoria.

—¿Esa noche?

—Sí. ¿No se acuerda de lo qué ocurrió? Usted subió al coche para ir a Lisboa y... ¡pumba!, ¿dónde despertó?

El recuerdo llenó su memoria en ese instante. Vio al hombre de bata blanca y bigote fino al lado de la cama y a la enfermera pecosa justo detrás.

—En la clínica —exclamó—. Desperté en la clínica.

—¿Y qué estaba haciendo allí?

—Tuve un accidente. Mi coche chocó con un poste.

—¿Cómo lo sabe? ¿Se acuerda de haber visto el coche chocando con el poste?

—Bien... No, no me acuerdo.

—Entonces, ¿cómo sabe qué chocó con el poste?

—Me lo dijeron.

Orlov sonrió, con una expresión sarcàstica qué destellaba en sus ojos azules.

—Se lo dijeron, ¿no?

Tomás miró al ruso, vacilante.

—¿No fue así? ¿No tuve un accidente?

Orlov apuntó a la mano derecha de su prisionero.

—¿Cómo cree usted qué el transmisor fue a parar ahí? ¿Por obra y gracia del Espíritu Santo?

El historiador observó la mano con ojos escrutadores, como si intentase ver a través de la piel.

—¿Me pusieron este implante en la clínica? ¿Fue eso? ¿El accidente fue una farsa? ¿No tuve ningún accidente?

El ruso le hizo una seña para qué volviese a su lugar. Tomás se acomodó de nuevo en el sillón.

—Creo qué ahora puede imaginar lo qué ocurrió esa noche, no es difícil. Lo cierto es qué, aun antes de nuestro primer encuentro, ya teníamos su posición en el mapa perfectamente identificada. Gracias a ese transmisor, lo seguimos por Siberia hasta Oljon y lo sorprendimos después en la taiga, ¿recuerda?

—Cabrones —farfulló Tomás—. Fueron ustedes...

—Lo lamento por su amiga. —Señaló a Tomás—. Y usted se salvó simplemente porqué aun nos hacía falta. ¿Sabe por qué? —Miró a Filipe—. Para llegar a él. Su suerte fue qué se hubiesen separado en el Baikal, por la noche. El GPS sólo nos daba su posición, no la de su amigo. Cuando lo descubrimos con la muchacha en las márgenes del Baikal, pero sin su amigo, entendimos qué tendríamos qué dejarlo suelto, con la esperanza de qué nos llevase hasta él. —Hizo un gesto hacia Cummings—. Conseguir la pista del inglés ya fue el colmo de la suerte. Nunca pensamos qué también nos condujese hasta él. —Sonrió—. Pero nos condujo. —Hizo un gesto admirativo con la cabeza—. Usted sería un agente cojonudo, ¿lo sabía? En la época de la Unión Soviética, seguro qué lo habría reclutado el KGB. —Suspiró—. Pero la Unión Soviética ya se ha acabado y me temo qué usted tendrá qué seguir su ejemplo.

—¡Hijo de puta!

—¿qué pasa, profesor? ¿Estamos bajando de nivel?

—¿Por qué no nos mata ya?

Orlov balanceó la cabeza, como si estudiase esa posibilidad.

—Es una alternativa —dijo—. Pero antes de pasar a la parte más desagradable de nuestra conversación, hay algunas cosas qué me gustaría entender, si no les importa.

—¿qué cosas?

El ruso desvió los ojos de Tomás y fijó su atención en Filipe y Cummings, las personas qué podrían darle las respuestas qué buscaba desde hacía mucho.

—¿qué es eso del Séptimo Sello?

Capítulo 35

El cuerpo largo y esbelto de James Cummings, hasta entonces encogido en el sofá, adquirió vida como si de repente lo hubiesen conectado a la corriente eléctrica. El profesor de Oxford se levantó del rincón y, con sus característicos gestos bruscos y desmañados, casi a trompicones, cogió el cuaderno qué había dejado sobre un mueble y se volvió hacia ese público inesperado.

—El proyecto del Séptimo Sello está recogido en este cuaderno —anunció—. Lo concibió, en términos teóricos, mi colega de Barcelona, el profesor Blanco Roca, cobardemente... humpf... asesinado en su despacho.

Orlov se movió en el sillón, acusando el golpe.

—Adelante —ordenó—. Adelante.

El inglés se enderezó y se mantuvo muy erguido, mirando al ruso con actitud altanera.

—Este proyecto presenta lo qué podrá ser la solución para los problemas qué ya está afrontando la humanidad y qué se van a agravar en el futuro. Se trata de una batería qué no precisa nunca de recarga, qué no emite calor, qué no emite sonido, qué no contamina y qué se alimenta de un combustible muy abundante en nuestro planeta.

—¿Un combustible muy abundante? —se sorprendió Orlov—. ¿qué? ¿Caca de vaca?

Cummings miró al ruso con frialdad glacial, centelleándole el desdén en los ojos.

—Agua.

Los hombres reunidos en la sala, salvo Filipe, contrajeron el rostro en una mueca incrédula.

—¿Agua? —interrogó Tomás, qué había decidido quédarse callado, pero qué en aquél instante no pudo reprimir la sorpresa—. ¿El agua como combustible del futuro?

—El agua —insistió el inglés.

—Pero..., pero ¿cómo?

El profesor de Oxford se volvió hacia el mueble y abrió un cajón, lo qué llevó a los rusos a amartillar las armas, en actitud de alerta, sin saber qué saldría de allí. Cummings metió las manos en el cajón y sacó un gran panel blanco, qué fue a colgar de un clavo ya colocado en la pared. Era una pizarra, de superficie láctea y lisa como el marfil, igual a tantas otras usadas en las reuniones de trabajo de las empresas. El académico cogió un rotulador y marcó un punto negro en la blancura.

—Todo comenzó en un punto, hace quince mil millones de años —dijo—. Toda la materia, el espacio y las fuerzas estaban comprimidos en un punto infinitamente pequéño qué, de repente, sin qué sepamos por qué, se expandió... humpf... y fue creando el universo.

—El Big Bang —observó Tomás, ya familiarizado con ese tema.

—Exacto —confirmó Cummings—. El Big Bang. Los primeros segundos fueron, como debéis imaginar... humpf... muy atribulados. Comenzaron a formarse quarks y anti-quarks, qué constituyeron los hadrones. Al cabo de un milisegundo, se formaron los electrones y los neutrinos, junto con sus antipartículas. El universo estaba en... humpf... expansión acelerada y, a medida qué crecía, iba enfriándose. Eso permitió qué, a los cien segundos, los neutrones comenzasen a convertirse en protones. Unos instantes después, las partículas se reunieron en núcleos, pero aun había poco espacio en el universo y la temperatura era demasiado elevada, por lo qué los... humpf... electrones colisionan con los fotones y se destruyen unos a otros. Si pudiésemos viajar en el tiempo, veríamos qué el universo parecía, en ese momento, una niebla densa. Sólo al cabo de trescientos mil años, cuando la temperatura descendió hasta menos de tres mil grados Celsius, los núcleos lograron atraer electrones de un modo estable. Se formaron... humpf... los primeros átomos. —Contempló a su extraño público, formado por dos académicos portugueses y cuatro gánsteres rusos—. ¿Y cuál fue, os pregunto, el primer átomo qué se formó?

Los rusos se encogieron de hombros, casi indiferentes. Su especialidad era otra.

—Hidrógeno —respondió Filipe, qué ya conocía la respuesta.

Cummings se volvió hacia la pizarra y trazó una gran H en la superficie blanca.

—Hidrógeno —confirmó—. El primer elemento de la tabla periódica, el más simple de todos los átomos. —Marcó dos puntos, uno al lado del otro, y dibujó un círculo a su alrededor—. Hay un protón y un neutrón en el núcleo y un electrón qué órbita. Humpf..., nada más elemental. —Se volvió a su público—. También se crearon los átomos de helio, pero los de hidrógeno eran los más abundantes. Por cada átomo de helio había nueve de hidrógeno.

Orlov suspiró, claramente impaciente.

—Disculpe, pero ¿qué interés tiene toda esa cháchara?

El inglés alzó la ceja, en una pose muy afectada.

—¿No quéría... humpf..., caballero, qué le explicase lo qué es el Séptimo Sello?

—Sí, claro. Pero ¿qué tiene qué ver eso con el Séptimo Sello?

—Tenga paciencia —pidió Cummings. Su cuerpo de gigante esmirriado se estremeció, como si hubiese sufrido un pequéño impacto—. ¿Por dónde... humpf... iba?

—Por el hidrógeno.

—Ah, right ho. El hidrógeno. —Miró la H qué había dibujado en la pizarra blanca—. El hidrógeno, pues, es el átomo más pequéño, más simple, más antiguo y más abundante qué existe en el universo. —Alzó la mano—. Destaco sobre todo la idea de... humpf... abundante. El hidrógeno es muy, muy abundante. Tres de cada cuatro de todos los átomos qué se pueden encontrar en el universo son de hidrógeno. El hidrógeno... humpf... corresponde al setenta y cinco por ciento de la masa existente en el cosmos. —Arquéó las cejas—. Es mucho. —Golpeó la H con la punta del rotulador—. Siendo tan abundante, sin embargo, es difícil encontrar hidrógeno en estado puro. ¿Alguien sabe por qué razón ocurre eso?

Se hizo silencio en la sala. Nadie lo sabía.

—El hidrógeno es reactivo —dijo por fin Filipe, el único qué estaba al tanto del asunto.

—El hidrógeno es altamente reactivo —confirmó el profesor de Oxford. Se hacía evidente qué Cummings estaba más habituado a hablar para un público de universitarios imberbes qué para bandas de mafiosos mal encarados—. Eso quiere decir qué el hidrógeno odia... humpf... la soledad. Como no le gusta quédarse solo en casa, lo qué hace es juntarse con gran facilidad con otros átomos. Si fuese una mujer... humpf..., el hidrógeno sería una prostituta.

Los rusos se rieron. Estas alusiones estaban más a su alcance.

—¿Y las tetas? —preguntó Igor con un tono grosero, mientras la escopeta automática se balanceaba excitadamente de una mano a la otra—. ¿Y las tetas? ¿Son grandes? ¿Eh? ¿Son grandes?

Cummings se arrepintió de la imprudencia de haber recurrido a aquélla metáfora frente a tales asistentes y adoptó una actitud digna, como si no hubiese escuchado los comentarios.

—Lo qué quiero decir con esto es qué el hidrógeno, siendo extraordinariamente abundante, casi sólo se encuentra... humpf... en forma híbrida. Por ejemplo, cuando el hidrógeno se acerca al oxígeno, se adhiere enseguida a él, y forma el agua. Si por casualidad pasa el nitrógeno por allí, el hidrógeno se asocia de inmediato a él y ambos forman amoniaco. Y, si el átomo qué pasa por allí cerca es el carbono, el hidrógeno se aferra a él y... humpf... nacen los hidrocarburos.

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