El sindicato de policía Yiddish (23 page)

BOOK: El sindicato de policía Yiddish
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—Hemos dicho que no íbamos a hablar del tema —dice Landsman.

—Sí, bueno, hemos dicho muchas cosas —dice ella—. Tú y yo.

Ella se gira a medias y agarra la correa de cuero del bolso en donde habita su vida entera.

—Quiero verte mañana en mi oficina.

—Mmm… Ya. Lo que pasa es —dice Landsman— que justo estoy saliendo de un turno de doce días.

La declaración, aunque correcta, no parece causar ninguna impresión a Bina. Puede que no la haya oído o puede que él no esté hablando ningún idioma indoeuropeo.

—Te veo mañana —dice él—. A menos que me vuele los sesos esta noche.

—He dicho que nada de poesía amorosa —dice Bina. Ella se recoge un rizo suelto de su pelo color calabaza oscuro y se lo mete dentro de un clip dentado que lleva por encima y por detrás de la oreja derecha—. Con o sin sesos, te quiero ver en mi despacho a las nueve.

Landsman se queda mirando cómo ella cruza la zona de las mesas hasta las puertas de la Polar-Shtern Kafeteria. Apuesta un dólar consigo mismo a que ella no se va a girar para mirarlo antes de ponerse la capucha y salir a la nieve. Pero es un hombre caritativo, y además era una apuesta de bobos, así que no se molesta en reclamarse el dinero.

19

Cuando el teléfono lo despierta a las seis de la mañana siguiente, Landsman está sentado en el sillón de orejas, vestido con sus calzoncillos blancos y agarrando sin fuerza la empuñadura de su M-39.

Tenenboym está terminando su turno.

—Me lo pidió usted —dice, y cuelga.

Landsman no recuerda haber encargado que lo llamaran para despertarlo. No recuerda haberse pulido la botella de
slivovitz
que ahora se yergue vacía sobre la superficie rayada de uretano del tablero de imitación de roble de la mesa, junto al sillón de orejas. No recuerda haberse comido el pudin de fideos cuyo tercio restante se encuentra ahora acurrucado en un rincón del recipiente de plástico con tapa que hay junto a la botella de
slivovitz
. A juzgar por la posición de los trozos de cristal pintado que hay en el suelo, puede reconstruir que anoche tiró su vaso de chupito de la Exposición Universal de 1977 de Sitka contra el radiador. Tal vez se sentía frustrado por no haber podido avanzar nada con el ajedrez de bolsillo que está tirado boca abajo debajo de la cama, con las piezas diminutas desperdigadas libremente por toda la sala. Pero no recuerda nada del lanzamiento en sí, ni de que el vaso se rompiera. Puede que estuviera bebiendo para brindar por algo o por alguien, con el radiador haciendo las veces de chimenea. No se acuerda. Pero no se puede decir que nada le sorprenda en el sórdido escenario de la habitación 505, ni mucho menos el
sholem
cargado que tiene en la mano.

Comprueba el seguro del percutor y devuelve la pistola a su funda, que está echada sobre el respaldo del sillón de orejas. Luego va hasta la pared y saca la cama abatible de su sitio. Aparta las sábanas y se mete en ella. La ropa de cama está limpia, y huele a la plancha de vapor y al polvo que hay en el hueco de la pared. Landsman recuerda vagamente haber concebido un proyecto romántico, alrededor de la pasada medianoche, consistente en presentarse temprano en el trabajo y ver qué han obtenido los forenses y la gente de balística sobre el caso Shpilman, tal vez incluso ir a las islas, a los vecindarios rusos, y tratar de presionar al
patzer
ex presidiario Vassily Shitnovitzer. Hacer lo que pueda, lo que esté en su mano, antes de que a las nueve Bina le aplique unas tenazas a los dientes y las uñas. Sonríe con tristeza al pensar en el joven valiente y testarudo que fue la noche pasada. Una llamada para despertarlo a las seis en punto.

Se tapa la cabeza con las sábanas y cierra los ojos. De forma espontánea, la formación de peones y piezas se despliega en el tablero de su mente, con el rey negro acorralado en el centro del tablero pero sin que nadie le haga jaque y el peón en la penúltima fila a punto de convertirse en algo mejor. Ya no hace ninguna falta el ajedrez de bolsillo: para su horror, se sabe la posición de memoria. Intenta sacársela de la cabeza, eliminarla, barrer las piezas del tablero y llenar todos los recuadros blancos de negro. Un tablero completamente negro, no contaminado por piezas ni jugadores, gambitos ni finales, tempos ni tácticas ni ventajas materiales, negro como las montañas de Baranof.

Todavía está allí tumbado, con todos los recuadros blancos de la mente tachados, en calcetines y calzoncillos, cuando alguien llama a la puerta. Se incorpora, mirando a la pared, con el corazón convertido en un tambor que le aporrea las sienes, bien envuelto en las sábanas como si fuera un niño que intenta asustar a alguien. Ha estado tumbado boca abajo, tal vez bastante rato. Recuerda haber oído, desde el fondo de una tumba de lodo negro, desde el interior de una cueva sin luz situada un kilómetro por debajo de la superficie de la tierra, las vibraciones lejanas de su
shoyfer
, y un poco más tarde, el débil gorjeo del teléfono en la mesa de imitación de roble. Pero estaba tan profundamente sepultado en el lodo que aunque los teléfonos no hubieran sido más que los teléfonos de un sueño, no habría tenido ni fuerza ni voluntad para contestarlos. Su almohada está empapada de un brebaje asqueroso de sudor de borracho, pánico y saliva. Se mira el reloj de pulsera. Son las diez y veinte.

—¿Meyer?

Landsman vuelve a caer en la cama, cabeza abajo y enredado en las sábanas.

—Renuncio —dice—. Bina, dimito.

Bina no contesta de inmediato. Landsman confía en que haya aceptado su dimisión —que de todas maneras es superflua— y haya regresado al barracón y al hombre de la Sociedad de Enterradores y a su transición personal de mujer policía judía a agente de la ley del gran estado de Alaska. En cuanto esté seguro de que ella se ha marchado, Landsman organizará las cosas para que la doncella que cambia la ropa de cama y las toallas una vez por semana entre y le pegue un tiro. Después, lo único que tendrá que hacer para enterrarlo será devolver la cama abatible a su nicho de la pared. La claustrofobia de él, y su miedo a la oscuridad, ya no le supondrán ningún problema.

Un momento más tarde oye los dientes de una llave en una cerradura y la puerta de la 505 se abre. Bina entra con el mismo sigilo con que se entra en la habitación de un enfermo, en una unidad de cardíacos, esperando algo espantoso, reminiscencias de la mortalidad, verdades siniestras sobre el cuerpo.

—Me cago en la puta —dice ella con su acento perfecto de tierra batida.

Se trata de una expresión que a Landsman siempre le ha parecido curiosa, o por lo menos le ha parecido algo que pagaría por ver.

Ella camina con cuidado por entre varias piezas del traje gris de Landsman y una toalla de baño y se detiene a los pies de la cama. Contempla el papel de pared rosado con dibujos de guirnaldas en relieve de color burdeos, la moqueta de pelo verde con su motivo aleatorio de quemaduras y manchas misteriosas, los cristales rotos, la botella vacía y por fin el enchapado de madera descascarillado y ajado del mobiliario. Mirándola con la cabeza a los pies de la cama abatible, Landsman disfruta de la cara de horror de ella, sobre todo porque si no lo disfruta va a tener que sentirse avergonzado.

—¿Cómo se dice «montón de mierda» en esperanto? —dice Bina.

Va hasta la mesa de enchapado y contempla los últimos rizos empapados de pudin de fideos que hay en el recipiente con tapa manchado de grasa.

—Por lo menos has comido algo.

Ella le da la vuelta al sillón de orejas y lo pone mirando a la cama y luego deja su bolsón en el suelo. Examina el asiento del sillón. Por la cara que pone, él puede ver que se está planteando aplicarle al asiento del sillón algo cáustico o antibacteriano que lleva en su bolsa mágica. Por fin ella se sienta en el sillón de orejas, muy despacio. Lleva puesto un traje chaqueta gris de alguna clase de material elegante con un forro iridiscente de color blanco por debajo. Por debajo de la chaqueta lleva una blusa de seda sin mangas de color verde mar. Tiene la cara limpia salvo por dos tiras de pintura de labios de color ladrillo en la boca. A esta hora del día, sus esfuerzos matinales por controlar su maraña de pelo con horquillas y clips todavía no han empezado a fracasar. Si ha dormido bien esa noche, en la cama estrecha de su vieja habitación, en el piso de arriba de una casa para dos familias en la isla de Japonski, con el viejo señor Oysher y su pierna prostética aporreando el suelo en el piso de abajo, no se le nota en los huecos y sombras de la cara. Sus cejas vuelven a hacer cosas juntas todo el tiempo. Sus labios pintados se han estrechado hasta convertirse en una costura de color ladrillo de dos milímetros de anchura.

—¿Y cómo le va la mañana, inspectora?

—No me gusta esperar —dice ella—. Y sobre todo no me gusta esperarte a ti.

—Tal vez no me haya oído —dice Landsman—. Renuncio.

—Es curioso, pero sorprendentemente el hecho de que repitas esa idiotez en concreto no contribuye a mejorarme el humor.

—No puedo trabajar para ti, Bina. Venga ya. Es una locura. Es exactamente la clase de locura que me esperaría ahora mismo del departamento. Si tan mal van las cosas, si a eso hemos llegado, entonces olvídalo. Estoy harto de todo este rollo de seguir jugando cuando ya has perdido. Así que
nu
, dimito. ¿Para qué me necesitas? Ponles la bandera negra a todos nuestros casos. Abiertos, cerrados. ¿A quién le importa un pimiento? Al fin y al cabo no son más que un puñado de
yids
muertos.

—He repasado el montón —dice ella. Él se da cuenta de que después de tantos años ha conservado su emocionante poder para no hacer caso de él ni de sus brotes de fatalismo—. No he visto nada en ninguno de ellos que se pueda relacionar con los
verbovers
. —Mete la mano en su maletín y saca un paquete de Broadways, lo agita hasta extraer un cigarrillo y se lo encaja en los labios. Las siguientes doce palabras las dice de una forma brusca que a él le hace sospechar de inmediato—. Salvo quizá el yonqui ese que encontraste en el piso de abajo.

—A ese le pusiste tú la bandera negra —responde Landsman con perfecta insinceridad de policía—. ¿También vuelves a fumar?

—Tabaco, mercurio. —Se aparta con la mano un rizo de pelo, enciende su
papiros
y suelta una bocanada de humo—. Seguir jugando cuando ya has perdido.

—Dame uno.

Ella le pasa el paquete de Broadways y él se incorpora hasta sentarse, enrollándose alrededor una cuidadosa toga de ropa de cama. Ella lo contempla en todo su esplendor mientras enciende un segundo
papiros
: se fija en las canas que tiene alrededor de los pezones, en el avance de la grasa en su cintura y en sus rodillas huesudas.

—Dormir en calcetines y calzoncillos —dice ella—. Siempre fue mala señal en ti.

—Supongo que estoy deprimido —dice él—. Supongo que me cogió anoche.

—¿Anoche?

—¿El año pasado?

Ella mira a su alrededor en busca de algo que usar como cenicero.

—¿Fuisteis tú y Berko ayer a la isla de Verbov —dice ella— para hurgar en el rollo ese de Lasker?

La verdad es que no tiene sentido mentirle. Pero Landsman lleva demasiado tiempo desobedeciendo órdenes como para ponerse ahora a decir la verdad.

—¿No has recibido una llamada? —dice él.

—¿Una llamada? ¿De la isla de Verbov? ¿Un sábado por la mañana? ¿Quién hay allí que me vaya a llamar un sábado por la mañana? —Sus ojos adoptan una expresión de astucia, con los rabillos fruncidos—. ¿Y qué me van a decir cuando me llamen?

—Lo siento —dice Landsman—. Perdóname. No me puedo aguantar más.

Se levanta hasta quedarse de pie en calzoncillos y con una sábana colgando. Da un rodeo a la cama abatible hasta el cuarto de baño diminuto, con su pileta y su espejo de acero y su pera de ducha. No hay cortina, solamente un desagüe en el medio del suelo. Cierra la puerta y orina durante un rato largo, con verdadero placer. Tras colocar el
papiros
encendido en el borde del depósito del retrete, le da a su cara un masaje brusco con jabón y un trapo. Colgado de un gancho detrás de la puerta del baño hay un albornoz de lana, blanco con rayas rojas, verdes, amarillas y negras formando un diseño indio. Se lo pone y se ata el cinturón. Se devuelve el
papiros
a la boca y se contempla en el rectángulo todo rayado de acero pulimentado que hay encima de la pileta. Lo que ve allí no le reporta sorpresas ni le revela profundidades desconocidas. Tira de la cadena del retrete y regresa a la habitación.

—Bina —dice—, yo no conozco a ese hombre. Me lo pusieron delante. Me dieron la oportunidad de conocerlo, supongo, pero la rechacé. Si ese hombre y yo hubiéramos tenido oportunidad de conocernos, tal vez nos habríamos hecho colegas. Tal vez no. Él tenía un rollo con la heroína y probablemente con eso le bastaba. Es lo que suele pasar. Pero no importa en absoluto que yo lo conociera o no, y no importa que pudiéramos haber envejecido juntos y cogidos de la mano en un sofá del vestíbulo. Alguien entró en este hotel, en mi hotel, y le pegó un tiro a ese hombre en la nuca mientras él estaba en el país de los sueños. Y eso me molesta. Dejando de lado todas las objeciones generales que pueda haber formulado a lo largo de los años al concepto más amplio del homicidio. Olvídate de lo que está bien y lo que está mal, de la ley y el orden, de los procedimientos policiales, de las políticas del departamento, de la Revocación, de los judíos y de los indios. Esta pocilga es mi casa. Durante los próximos dos meses, o lo que dure, voy a vivir aquí. Todos estos desgraciados que pagan alquiler por una cama abatible y una lámina de acero atornillada a la pared del cuarto de baño, para bien o para mal, ahora son mi gente. Para serte sincero, no puedo decir que me caigan muy bien. Algunos de ellos son buena gente. La mayoría son bastante malos. Pero no pienso permitir que alguien entre aquí y les pegue un tiro en la cabeza.

Bina ha hervido dos tazas de café instantáneo. Le da una a Landsman.

—Negro y dulce —dice—, ¿verdad?

—Bina…

—Estás solo. La bandera negra sigue en su sitio. Si te pillan, si te metes en un lío, si los Rudashevsky te rompen las rodillas, yo no sé nada del tema. —Se acerca a su bolsa y saca un archivador de acordeón lleno de carpetas de expedientes. Lo deja sobre la mesa de enchapado—. El informe del forense solamente es parcial. Shpringer lo dejó más o menos en el aire. Sangre y pelo. Latentes. No es mucho. Balística sigue pendiente.

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