El sindicato de policía Yiddish (22 page)

BOOK: El sindicato de policía Yiddish
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Después de que Bina llegara de Narcóticos, se pasaron cuatro años enteros trabajando en el mismo turno de Homicidios. Landsman tuvo de compañero a Zelly Boybriker y luego a Berko, y a Bina le tocó el pobre Morris Handler. Pero un día el mismo ángel travieso que los había convertido en pareja organizó una confluencia de permisos y lesiones de Morris Handler que dejó a Landsman y a Bina como compañeros, por primera y única vez, en el caso Grinshteyn. Juntos soportaron aquella aparición del fracaso: fracasaron todos los días durante horas seguidas, fracasaron en su cama por las noches y fracasaron en las calles de Sitka. La chica asesinada, Ariela, y los destrozados Grinshteyn, la madre y el padre, desagradables, arruinados, odiándose entre ellos y odiando el agujero que era lo único que les quedaba a lo que aferrarse: él y Bina también habían compartido aquello. Y luego estaba Django, que tomó forma e ímpetu a partir del fracaso del caso Grinshteyn, de aquel agujero con forma de niña regordeta. Bina y Landsman estaban atados, una pareja trenzada de cromosomas con efectos misteriosos. ¿Y ahora? Ahora los dos fingen que no han visto al otro y miran a otro lado.

Landsman mira a otro lado.

Las pisadas en la nieve se han vuelto tan poco profundas como si las hubiera dejado un ángel. Al otro lado de la calle un hombre pequeño y encorvado camina con la cabeza gacha y el viento en contra, arrastrando una maleta pesada por delante de las ventanas entabladas de Krasny’s. El ala ancha y blanca de su sombrero ondea como las alas de un pájaro. Landsman contempla el avance del profeta Elías en medio de la ventisca y planea su propia muerte. Se trata de una estrategia que ha desarrollado para animarse un poco cuando se está yendo al garete. Pero, por supuesto, tiene que andarse con cuidado de no llevarla demasiado lejos.

Landsman, hijo y nieto paterno de suicidas, ha visto a seres humanos quitarse de en medio de todas las formas posibles, desde las más ineptas a las más eficaces. Sabe cómo tiene que hacerse y cómo no. Tirarse desde puentes y desde ventanas de hoteles: pintoresco pero peliagudo. Tirarse por huecos de escaleras: poco seguro, impulsivo y demasiado parecido a una muerte accidental. Cortarse las venas, con o sin la variante popular pero innecesaria de la bañera: más difícil de lo que parece y teñido de un amor más bien femenino por la teatralidad. El destripamiento ritual con una espada samurái: muy duro, se tarda un segundo y en un
yid
quedaría muy afectado. Landsman nunca ha visto un suicidio de este último estilo, pero una vez conoció a un
noz
que decía que él sí lo había visto. El abuelo de Landsman se tiró bajo las ruedas de un tranvía en Lodz, con lo cual demostró un grado de determinación que Landsman siempre ha admirado. Su padre usó tabletas de cien miligramos de Nembutal, que ayudó a bajar con un vaso de vodka de alcaravea, un método muy recomendable. Añádase una bolsa de plástico sobre la cabeza, amplia y sin agujeros, y tendrá usted algo limpio, silencioso y fiable.

Pero cuando se imagina quitándose la vida, a Landsman le gusta hacerlo con pistola, como Melekh Gaystik, el campeón del mundo. La 39 recortada que él tiene es un
sholem
más que suficiente para la tarea. Si sabes dónde poner la boca del cañón (justo dentro del ángulo del mentón) y cómo dirigir el disparo (a veinte grados de la vertical, hacia el núcleo reptiliano del cerebro), es rápido y fiable. Sucio, pero Landsman no tiene escrúpulos, por alguna razón, a la hora de dejar atrás un buen fregado.

—¿Desde cuándo te gustan los
blintzes
?

El sonido de la voz de ella lo sobresalta. Su rodilla golpea la pata de la mesa, y el café rocía el cristal del plato dejando una salpicadura como de herida de salida.

—Eh, Skipper —dice él en americano.

Busca a tientas una servilleta, pero solamente ha cogido una del servilletero que hay junto a las bandejas. Hay regueros de café por todas partes. Se saca varios trozos de papel al azar del bolsillo de la chaqueta y seca la mancha cada vez más grande.

—¿Hay alguien sentado aquí?

Ella sujeta la bandeja en equilibrio con una mano mientras con la otra forcejea con su bolso atiborrado. En la cara tiene una expresión particular que él conoce bien. Las cejas arqueadas, la ligera premonición de una sonrisa. Es la cara que ella pone antes de entrar en el salón de baile de un hotel para mezclarse con un puñado de agentes masculinos de la ley, o bien cuando entra en una tienda de alimentación del Harkavy vestida con una falda que no le cubre las rodillas. Es una cara que dice: «No he venido a buscarme problemas. Lo único que quiero es un paquete de chicle». Deja la bolsa y se sienta antes de que él tenga tiempo de contestar.

—Por favor —dice él, apartando su plato para hacer sitio. Bina le da unas cuantas servilletas más y él se encarga de limpiar el desastre. Luego tira el montón de servilletas empapadas a una de las mesas de al lado—. No sé por qué los he pedido. Tienes razón,
blintzes
de queso, puaj.

Bina deja sobre la mesa una servilleta que viene con cuchillo, tenedor y cuchara. Coge dos platos de la bandeja y los coloca el uno junto al otro: una cucharada de ensalada de atún colocada sobre una de las hojas de lechuga de la señora Nemintziner, y un cuadrado dorado y reluciente de pudin de fideos. Mete la mano en su bolsón abarrotado y saca una cajita de plástico con tapa de bisagra. Contiene un pastillero con tapa de rosca. El pastillero contiene una píldora de vitamina, una píldora de aceite de pescado y una tableta de enzimas que permite a su estómago digerir la leche. Dentro de la caja de plástico con bisagra también lleva paquetitos de sal, pimienta, rábano picante, toallitas limpiadoras, una botella de tabasco del tamaño de una muñeca, pastillas de cloro para tratar el agua potable, caramelos masticables de Pepto-Bismol y Dios sabe cuántas cosas más. Si vas a un concierto, Bina tiene prismáticos de ir a la ópera. Si necesitas sentarte en la hierba, te saca una toalla. Trampas para hormigas, un sacacorchos, velas y cerillas, un bozal para perros, un cortaplumas, una pequeña lata de refrigerante en aerosol, una lupa… Todo eso ha visto salir Landsman en una u otra ocasión de ese bolso de piel de vaca siempre repleto.

Hay que mirar a los judíos como Bina Gelbfish, piensa Landsman, para explicar la amplia gama y la persistencia de la raza. A esos judíos que llevan su casa a cuestas en un viejo bolso de piel de vaca, en la parte de atrás de un camello, o en la burbuja de aire que tienen en el centro del cerebro. A los judíos que caen de pie, que caen ya corriendo, que se escapan de las vicisitudes y que sacan el máximo partido de lo que les cae en las manos, desde Egipto a Babilonia, desde Minsk Gubernia hasta el distrito de Sitka. Metódicos, organizados, persistentes, llenos de recursos, preparados. Berko tiene razón: Bina prosperaría en cualquier comisaría del mundo. Un simple trazado nuevo de las fronteras, un cambio de gobierno, son cosas incapaces de perturbar a una judía provista de un buen cargamento de toallitas limpiadoras en la bolsa.

—Ensalada de atún —observa Landsman acordándose de cuando ella dejó de comer atún al descubrir que estaba embarazada de Django.

—Sí, intento ingerir todo el mercurio que puedo —dice Bina, leyendo el recuerdo en su cara. Se traga la tableta de enzimas—. El mercurio es lo que me va últimamente.

Landsman señala con el pulgar a la señora Nemintziner, que está de pie y lista con su cuchara.

—Tendrías que pedir el termómetro al horno.

—Lo haría —dice ella—. Pero solo lo tienen rectal.

—¿Has visto a Pingüino?

—¿A Pingüino Simkowitz? ¿Dónde?

Ella mira a su alrededor, girando la cintura, y Landsman aprovecha la oportunidad para mirar dentro de su camisa. Puede ver la parte superior pecosa de su pecho izquierdo, el borde de encaje de la copa de su sujetador, la huella oscura de su pezón bajo la copa. Le inunda un deseo de meterle la mano debajo de la camisa, de cogerle el pecho, de meterse en el hueco blando que hay allí y encogerse en posición fetal y quedarse dormido. Cuando ella se da la vuelta, lo sorprende en plena ensoñación con el escote. Landsman siente que se le ruborizan las mejillas.

—Ja —dice ella.

—¿Cómo te ha ido el día? —dice Landsman como si fuera la pregunta más natural que puede hacer.

—Hagamos un trato —dice ella, y su tono de voz se congela. Se abrocha el botón de arriba de la blusa—. ¿Qué te parece si nos sentamos aquí, tú y yo, y nos comemos la cena juntos, y no decimos ni una maldita palabra sobre mi día? ¿Qué te parece eso, Meyer?

—Me parece la mar de bien —dice él.

—Bien.

Ella se mete en la boca una cucharada de ensalada de atún. Él vislumbra el destello de su premolar con montura dorada y recuerda el día en que ella llegó a casa con él, colocada de óxido nitroso e invitándolo a meterle la lengua en la boca y notar la sensación. Después del primer bocado de ensalada de atún, Bina se pone seria. Se mete diez u once cucharadas más, masticando y tragando con abandono. El aliento le sale por los orificios nasales en forma de chorros ávidos. Tiene los ojos clavados en la interacción de su cuchara con su plato. Una chica con buen apetito, esa fue la primera declaración registrada que llevó a cabo hace veinte años la madre de él sobre el tema de Bina Gelbfish. Como la mayoría de los cumplidos de su madre, era convertible en insulto siempre que las circunstancias lo requerían. Pero Landsman solo confía en las mujeres que comen como hombres. Cuando no queda nada más que una manchita de mayonesa sobre la hoja de lechuga, Bina se limpia la boca con su servilleta y suelta un profundo suspiro de saciedad.


Nu
, ¿de qué tenemos que hablar, entonces? De tu día tampoco.

—Te aseguro que no.

—¿Y eso con qué nos deja?

—En mi caso —dice Landsman—, con poca cosa.

—Hay cosas que no cambian nunca.

Ella aparta el plato vacío y convoca al pudin de fideos para que afronte su destino. El mero hecho de verla mirar ese
kugel
le hace más feliz de lo que ha sido en años.

—Todavía me gusta hablar de mi coche —dice él.

—Ya sabes que no soy aficionada a la poesía amorosa.

—Está claro que no tenemos que hablar de la Revocación.

—De acuerdo. Y no quiero oír ni una palabra sobre pollos que hablan, ni sobre el
kreplach
con la forma de la cabeza de Maimónides, ni sobre ninguno de esos rollos milagrosos.

Se pregunta qué pensaría Bina de la historia que Zimbalist les ha contado hoy sobre el hombre que yace en un cajón del sótano del Hospital General de Sitka.

—Nada que tenga que ver con judíos, estipulemos —dice Landsman.

—Estipulado, Meyer. Estoy hasta las narices de judíos.

—Ni con Alaska.

—Por Dios, no.

—Ni con política. Nada de Rusia, ni de Manchuria, ni de Alemania, ni de los árabes.

—También estoy hasta el moño de los árabes.

—¿Y si hablamos del pudin de fideos? —dice Landsman.

—Bueno —dice ella—. Pero por favor, Meyer, come un poco, me rompe el corazón verte así, Dios mío, qué flaco estás. Ten, come un bocado de esto. No sé qué le hacen, alguien me dijo que le ponen un poco de jengibre. Te lo aseguro, en Yakovy solo vemos un buen
kugel
en sueños.

Ella le corta un pedazo de pudin de fideos y hace el gesto de metérselo en la boca con el tenedor. Algo parecido a una mano fría le agarra las tripas a Landsman cuando ve el
kugel
que se le acerca. Aparta la cara. El tenedor se detiene en mitad de su trayectoria. Bina deja el pedazo de crema de huevo y fideos, engalanado con pasas de Corinto, en el plato de él, al lado de sus
blintzes
intactos.

—En fin, tendrías que probarlo —dice ella. Da un par de bocados y deja su tenedor en la mesa—. Supongo que ya no hay más que decir sobre el pudin de fideos.

Landsman da un sorbo de café y Bina se traga las píldoras que le quedan con un vaso de agua.


Nu
—dice ella.

—Bueno, pues —dice Landsman.

Si la deja marchar ahora, ya nunca yacerá en el hueco de su pecho, dormido. Nunca más dormirá sin la ayuda de un puñado de Nembutal o sin los buenos oficios de su M-39 recortada.

Bina se retira de la mesa y se pone su parka. Devuelve la caja de plástico al bolso de cuero y luego se la echa al hombro con un gemido.

—Buenas noches, Meyer.

—¿Dónde te estás quedando?

—Con mis padres —dice con el mismo tono que se podría usar para emitir una sentencia de muerte al planeta entero.


Oy vey
.

—Dímelo a mí. Solamente hasta que encuentre un sitio. En todo caso, no puede ser peor que el hotel Zamenhof.

Ella se sube la cremallera de la parka y luego se queda allí plantada un largo rato, sometiéndolo a su inspección de
shammes
. La mirada de ella no es tan exhaustiva como la de él —a veces pasa por alto los detalles—, pero las cosas que ve es capaz de relacionarlas rápidamente en su mente con lo que sabe de los hombres y las mujeres, de las víctimas y los asesinos. Puede darles con plena confianza la forma de narraciones que se sostienen y tienen lógica. No resuelve exactamente los casos, sino que más bien cuenta sus historias.

—Mírate. Eres como una casa que se cae.

—Lo sé —dice Landsman, notando una opresión en el pecho.

—Había oído que estabas mal, pero creía que solo estaban intentando animarme.

Él se ríe y se limpia la mejilla con la manga de la chaqueta.

—¿Qué es esto? —dice ella.

Con las uñas del pulgar y el índice coge un folleto arrugado y sucio de café y lo extrae del montón de servilletas que Landsman ha tirado a la mesa de al lado. Landsman intenta agarrarlo, pero Bina es demasiado rápida para él, como siempre. Separa el papel del resto y lo estira hasta aplanarlo.

—«Cinco grandes verdades y cinco grandes mentiras sobre el hasidismo
verbover
» —dice ella. Sus cejas se buscan por encima del puente de su nariz—. ¿Estás pensando en volverte sombrero negro?

Él no responde lo bastante deprisa y ella entiende lo que hay que entender a partir de su cara y su silencio y de lo que sabe de él, que es básicamente todo.

—¿Qué estás tramando, Meyer? —dice ella. De repente tiene aspecto de estar tan cansada y harta como él—. No. No importa. Estoy demasiado hecha polvo. —Vuelve a arrugar el folleto de los
verbover
y se lo tira a la cabeza.

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