El sindicato de policía Yiddish (21 page)

BOOK: El sindicato de policía Yiddish
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Baronshteyn le pone su cara estrecha frente a las narices a Landsman. Landsman cierra los orificios nasales para protegerlos de un olor a semillas de tomate, tabaco y crema agria.

—Esta es una isla pequeña —dice Baronshteyn—. Pero en ella hay un millar de lugares donde un
noz
, o incluso un
shammes
condecorado, podría perderse y no salir nunca. Así que tengan cuidado, detectives, ¿de acuerdo? Y que tengan los dos un buen sabbath.

17

Miren a Landsman, con un faldón de la camisa colgando, el sombrero porkpie cubierto de nieve y caído a un lado, el abrigo enganchado de un pulgar y echado al hombro. Aferrándose a un ticket de cafetería de color celeste como si fuera la correa que lo mantiene de pie. Su cara necesita un afeitado. La espalda lo está matando. Por razones que no entiende —o tal vez sin razón alguna—, no ha bebido una sola copa de alcohol desde las nueve y media de la mañana. De pie en medio de la desolación de cromados y baldosas de la Polar-Shtern Kafeteria, a las nueve de la noche de un viernes, en medio de una tormenta de nieve, es el judío más solitario del distrito de Sitka. Puede notar en su interior el movimiento de algo oscuro e irresistible: un centenar de toneladas de barro negro sobre la ladera de una colina, recogiéndose las faldas antes de iniciar su descenso. La idea de comida, o hasta de un lingote dorado del pudin de fideos que constituye la joya de la corona de la Polar-Shtern Kafeteria, lo marea. Pero no ha comido en todo el día.

De hecho, Landsman sabe que él no es, ni de lejos, el judío más solitario del distrito de Sitka. Se burla de sí mismo por tener una idea semejante. La presencia de la autocompasión en sus pensamientos es la prueba de que está dando vueltas en torno al sumidero, trazando espirales que lo llevan más adentro y más abajo, abajo y abajo. Para resistir este movimiento de Coriolis, Landsman usa tres técnicas. Una es el trabajo, pero ahora el trabajo es oficialmente una broma. Otra es el alcohol, que le hace caer más deprisa y más profundamente y tardar más en hacerlo, pero le ayuda a que no le importe. El tercero es comer algo. Así que ahora lleva su ticket azul y su bandeja a la enorme mujer
litvak
que está detrás del mostrador de cristal, con su redecilla para el pelo y sus guantes de polietileno y su cuchara metálica, y se lo entrega.

—Los
blintzes
de queso, por favor —dice, aunque no quiere
blintzes
de queso y ni siquiera se ha molestado en ver si están en el menú esta noche—. ¿Cómo está usted, señora Nemintziner?

La señora Nemintziner coloca suavemente tres
blintzes
bien finos sobre un plato blanco que tiene una banda azul en torno al borde. Para adornar las comidas vespertinas de las almas solitarias de Sitka, ha preparado varias docenas de manzanas silvestres encurtidas sobre hojas de lechuga. Ahora engalana la cena de Landsman con uno de esos ramilletes. Luego le perfora el ticket y le hace entrega del plato.

—¿Cómo voy a estar? —dice.

Landsman reconoce que la respuesta a esa pregunta se le escapa. Carga con la bandeja de
blintzes
rellenos de requesón hasta los termos del café y extrae lo bastante para un tazón. Entrega su ticket perforado y su dinero a la cajera y se pone a deambular por el yermo de la zona del comedor, pasando junto a dos de sus competidores por el título de judío más solitario. Se dirige a la mesa que le gusta más, la que está junto a los ventanales delanteros, donde puede mantener la calle vigilada. En la mesa de al lado, alguien ha dejado un plato a medio comer de ternera al vinagre y patatas hervidas y un vaso a medio beber de algo que parece ser refresco de cereza. La comida abandonada y la servilleta arrugada y manchada le provocan a Landsman una ligera náusea de recelo. Pero esta es su mesa, y es un hecho que a los
noz
les gusta poder mantener la calle vigilada. Landsman se sienta, se mete la servilleta por dentro del cuello de la camisa, parte un
blintz
de queso y se mete un trozo en la boca. Mastica. Traga. Buen chico.

Uno de sus rivales de esta noche en el Polar-Shtern es un corredor de apuestas de la peor calaña que se llama Pingüino Simkowitz y que hace unos años manejó mal un montón de dinero ajeno y recibió una paliza tan brutal que le afectó al cerebro y al habla. Al otro, que está enfrascado en su plato de arenques con crema, Landsman no lo conoce. Pero la cuenca ocular izquierda del
yid
está escondida detrás de un vendaje adhesivo de color marrón. Le falta la lente izquierda de las gafas. Su pelo se limita a tres mechones grises y parecidos a pelusilla que tiene en la parte delantera de la cabeza. Se ha cortado la mejilla al afeitarse. Cuando este hombre empieza a llorar en silencio sobre su plato de arenque, Landsman derriba su rey sobre el tablero.

Luego ve a Buchbinder, el arqueólogo de la falsa ilusión. Dentista de profesión, su talento con las tenazas y el molde a la cera perdida, como les pasa tradicionalmente a los dentistas, lo llevó a adoptar alguna forma extralaboral de locura por las miniaturas, como por ejemplo fabricar joyas o hacer suelos de casas de muñecas. Pero entonces, como les pasa a veces a los dentistas, a Buchbinder se le fue un poco la mano. Le invadió la locura más antigua y profunda de los judíos. Empezó a fabricar recreaciones de la cubertería y los atuendos que usaban los antiguos
koyenim
, los altos sacerdotes de Yahvé. Al principio a escala pero después a tamaño natural. Cubos de sangre, horquillas para la carne, palas para la ceniza, todo lo que requiere el Levítico para las antiguas barbacoas sagradas que tenían lugar en Jerusalén. Antes tenía un museo entero, tal vez todavía sigue allí, en el extremo cerrado con neumáticos de la calle Ibn Ezra. En un local comercial del mismo edificio donde Buchbinder arrancaba dientes a los maleantes judíos. En el escaparate tenía el Templo de Salomón, hecho de cartón, enterrado bajo una ventisca de polvo y adornado con querubines y moscas muertas. El lugar fue destrozado en numerosas ocasiones por los yonquis del vecindario. A Landsman lo solían llamar, mientras estaba patrullando por el Untershtat, para que acudiera allí a las tres de la mañana y se encontrara a Buchbinder llorando en medio de las vitrinas rotas, con un zurullo flotando en el incensario de cobre dorado del sumo sacerdote.

Cuando Buchbinder ve a Landsman, frunce los ojos con expresión recelosa o tal vez miope. Regresa del lavabo de hombres a su plato de ternera al vinagre y a su refresco de cereza, abrochándose los botones de la bragueta con el aire ausente de un hombre que posee una inferencia sorprendente pero inútil sobre el mundo. Buchbinder es un hombre corpulento, enfundado en una chaqueta de lana con mangas raglán y faja de punto. Entre el arco de la barriga del hombre y la faja de punto hay indicios de cierta pugna en el pasado, aunque parece que ambos contendientes han llegado a un entendimiento. Pantalones de tweed y zapatillas deportivas de paseo en los pies. Su pelo y barba, de color rubio oscuro con motas de gris y plateado. Un broche metálico sujeta un
yarmulke
de bordado crewel a la parte de atrás de su cabeza. Lanza una sonrisa en dirección a Landsman igual que un hombre que echa un cuarto de dólar dentro de la taza de un lisiado, hurga en su bolsillo en busca de un libro de letra apretada y reanuda su cena. Se dedica a mecerse hacia delante y hacia atrás mientras lee y mastica.

—¿Todavía tiene su museo, doctor? —dice Landsman.

Buchbinder levanta la vista, desconcertado, intentando ubicar a ese irritante desconocido que come
blintzes
.

—Soy Landsman, de la Central de Sitka. Tal vez me recuerde, yo solía…

—Ah, sí —dice con una sonrisa rígida—. ¿Cómo está? Somos un instituto, no un museo, pero no pasa nada.

—Lo siento.

—No es molestia en absoluto —dice, con su yiddish suave y equipado con el armazón de alambre del acento alemán al que él y los demás
yekkes
, aun después de sesenta años, se siguen aferrando obstinadamente—. Es una equivocación común.

No puede ser
tan
común, piensa Landsman. Pero lo que dice es:

—¿Y sigue allí, en la calle Ibn Ezra?

—No —dice Buchbinder. Se limpia una mancha de mostaza marrón de los labios con su servilleta—. No, señor, lo he cerrado. De forma oficial y permanente.

Sus modales son grandilocuentes, incluso festivos, lo cual le parece raro a Landsman, dado el contenido de su declaración.

—Un vecindario duro —sugiere Landsman.

—Oh, son animales —dice Buchbinder en el mismo tono jovial—. No le puedo decir cuántas veces me rompieron el corazón. —Se mete un último trozo de ternera al vinagre en la boca y lo somete al tratamiento correspondiente con los dientes—. Pero dudo que me molesten en mi nueva ubicación.

—¿Y dónde es eso?

Buchbinder sonríe, se limpia la barba y se aparta de la mesa. Levanta una ceja, guardándose la gran sorpresa para sí mismo un momento más.

—¿Dónde va a ser? —dice por fin—. En Jerusalén.

—Uau —dice Landsman, manteniendo la expresión más neutra que puede. Nunca ha visto las regulaciones para la admisión de judíos en Jerusalén, pero está bastante claro que no ser un lunático obsesionado por la religión debe de estar en lo alto de la lista—. Jerusalén, ¿eh? Eso cae muy lejos.

—Pues sí.

—¿Se lo lleva todo consigo?

—Todo el negocio.

—¿Conoce a alguien allí?

Todavía hay algunos judíos viviendo en Jerusalén, igual que los ha habido siempre. Unos cuantos. Ya estaban allí mucho antes de que empezaran a aparecer los sionistas, con sus baúles llenos de diccionarios de hebreo, manuales de agricultura y montones de problemas para todo el mundo.

—Pues no —dice Buchbinder—. Aparte de… bueno… —hace una pausa y baja la voz—: el Mesías.

—Bueno, no está mal para empezar —dice Landsman—. He oído que allí está rodeado de los mejores.

Buchbinder asiente, intocable en el santuario de azucarillos de su sueño.

—Me lo llevo todo conmigo —dice. Devuelve su libro al bolsillo de su chaqueta y se embute a sí mismo y al jersey dentro de un viejo anorak azul—. Buenas noches, Landsman.

—Buenas noches, doctor Buchbinder. Háblele bien de mí al Mesías.

—Oh —dice el otro—. No va a hacer falta.

—¿No va a hacer falta o no va a servir de nada?

De repente, la mirada risueña se vuelve tan gélida como el disco de un espejuelo de dentista. Examina el estado de Landsman con la perspicacia que dan veinticinco años de búsqueda incansable de puntos de debilidad y putrefacción. Solamente por un instante, Landsman duda de que el hombre esté realmente loco.

—Eso depende de usted —dice Buchbinder—. ¿Verdad?

18

Mientras Buchbinder sale dificultosamente del Polar-Shtern, se detiene para sostenerle la puerta a una parka de color naranja resplandeciente y envuelta en una ráfaga casi horizontal de ventisca. Bina lleva echado al hombro ese viejo y atiborrado bolsón suyo de piel de vaca. Del mismo sobresale un fajo de documentos, subrayados con rotulador amarillo, sujetos con grapas y clips sujetapapeles y marcados con trozos de cintas de colores. Se echa hacia atrás la capucha de su parka. Se ha recogido el pelo con horquillas y lo ha dejado que se busque la vida en la parte de atrás de su cabeza. Su color es ese tono nostálgico que Landsman solamente recuerda haber observado en otro lugar en toda su vida: en los surcos de la primera calabaza que contempló, un mazacote enorme de color rojo anaranjado oscuro. Ella le entrega su bolsón a la mujer de los tickets. En cuanto pase por el torno de camino a los montones de bandejas de la cafetería, Landsman aparecerá directamente dentro de su campo visual.

De inmediato Landsman toma la muy madura decisión de fingir que no ha visto a Bina. Se pone a mirar la calle Khalyastre a través de los ventanales. Calcula que la nevada debe de tener unos quince centímetros de espesor. Tres rastros distintos de pisadas se mezclan serpenteando por el suelo, los bordes de cada pisada difuminándose a medida que se llenan de la nieve que cae. Al otro lado de la calle, los folletos pegados a las ventanas entabladas del Estanco y Papelería Krasny’s anuncian la actuación, la noche anterior en el Vorsht, del guitarrista a quien acabaron asaltando en los lavabos para robarle los anillos y el dinero en metálico que llevaba encima. Desde el poste telefónico de la esquina, una maraña de cables sale en todas direcciones, trazando las paredes y puertas de este enorme gueto imaginario de los judíos. Los procesos involuntarios de la mente de
shammes
de Landsman registran los detalles de la escena. Pero sus pensamientos conscientes están concentrados en el momento en que Bina lo vea sentado allí, solo en su mesa, masticando un
blintz
, y lo llame por su nombre.

Dicho momento se hace esperar lo suyo. Landsman se arriesga a echar un segundo vistazo. Bina ya tiene su cena en la bandeja y está esperando el cambio de espaldas a Landsman. Ella lo ha visto; tiene que haberlo visto. Es entonces cuando la gran fisura se abre supurando, la ladera de la colina se hunde y la pared de lodo negro se desploma a toda velocidad. Landsman y Bina estuvieron casados doce años, y otros cinco juntos antes de casarse. Los dos fueron el primer amante del otro, el primer traidor, el primer refugio, el primer compañero de habitación, el primer público y la primera persona a quien acudir cuando algo —aunque fuera el matrimonio— iba mal. Durante la mitad de sus vidas entretejieron sus historias, sus cuerpos, sus fobias, sus teorías, sus recetas, sus bibliotecas y sus colecciones de discos. Armaron peleas espectaculares, con las narices pegadas, las manos volando, gotitas de saliva volando, tirando cosas, dando patadas a cosas, rompiendo cosas, revolcándose por el suelo y tirándose mutuamente del pelo. Al día siguiente él tenía marcadas las medias lunas de las uñas de Bina en las mejillas y en la carne del pecho, y ella llevaba las huellas dactilares de color púrpura de él a modo de brazalete. Durante aproximadamente siete años de su vida en común follaron casi todos los días. Enfadados, amándose, enfermos, sanos, con frío, con calor, medio dormidos. Lo hicieron sobre todos los estilos de camas, sofás y cojines. Sobre futones, toallas y viejas cortinas de ducha, en la parte de atrás de una camioneta, detrás de un contenedor de basura, encima de un depósito de agua y dentro de un armario para los abrigos durante una cena organizada por las Manos de Esaú. Incluso follaron, una vez, sobre el hongo gigante de la sala de descanso.

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