El sindicato de policía Yiddish (31 page)

BOOK: El sindicato de policía Yiddish
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—Lo encontraré —dijo él—. Lo obligaré a sentarse y le contaré lo que sé. Le explicaré que siempre y cuando obedezca a Dios y Sus mandamientos y se comporte correctamente, aquí hay un lugar para él. Que yo no seré el primero que le vuelva la espalda. Que es él quien tiene que elegir si nos abandona.

—¿Puede un hombre ser un Tzaddik Ha-Dor pero vivir escondido de sí mismo y de todo el mundo que lo rodea?

—Un Tzaddik Ha-Dor siempre está escondido. Es una marca de su naturaleza. Tal vez tendría que explicárselo a él. Contarle que esos… sentimientos que él experimenta y contra los que lucha son en cierta manera la prueba de que se ajusta a la norma.

—Tal vez no se está escapando del matrimonio con esa chica —dijo ella—. Tal vez no es eso lo que le asusta. No es con eso con lo que no puede vivir. —La frase que nunca le había dicho a su marido ocupó su puesto habitual en la punta de su lengua. Llevaba los últimos cuarenta años componiendo y refinando y abandonando elementos de la misma, como si fueran las estrofas de un poema escrito por un prisionero a quien se le negaba el uso del papel y la pluma—. Tal vez haya otra clase de autoengaño con el que no puede conformarse a vivir.

—No tiene elección —dijo su marido—. Aunque haya perdido la fe. Aunque quedándose aquí se arriesgue a caer en la hipocresía o el fingimiento. A un hombre con sus talentos, con sus dones, no se le puede permitir que se traslade a ese mundo sucio de ahí fuera y trabaje en él y arriesgue su fortuna. Sería un peligro para todo el mundo. Y en particular para él.

—Yo no me refería a ese autoengaño. Yo me refería al que… al que practican todos los
verbovers
.

Silencio entonces, ominoso, ni pesado ni ligero, el silencio enorme de un dirigible antes de la descarga de estática.

—Yo no he oído —dijo él— de ningún otro que él afronte.

Ella se mordió la lengua. Para entonces llevaba demasiado tiempo corriendo en el aire como para mirar hacia abajo durante más de un segundo.

—Entonces hay que retenerlo aquí —dijo ella—. Con o sin su consentimiento.

—Créeme, querida. Y no me malinterpretes. La alternativa sería algo mucho peor.

Ella se quedó un momento parada de horror y luego salió corriendo de su vestidor para ver qué era lo que había en los ojos de él mientras amenazaba la vida de su propio hijo, tal como ella lo entendía, por el pecado de ser como Dios había querido crearlo. Sin embargo, silencioso como un dirigible, él se había marchado. A quien encontró, en cambio, fue a Betty, que regresaba para repetir la apelación de las visitantes. Betty era una buena criada, pero compartía esa afición tan filipina por regodearse en el escándalo. Le costaba mucho esconder la alegría que le daba la noticia que traía.

—Una mujer, señora, dice que trae un mensaje de Mendel —dijo Betty—. Dice que lo siente, pero que no viene a casa. ¡No hay boda hoy!

—Sí que viene a casa —dijo la señora Shpilman, luchando contra el deseo de darle una bofetada a Betty—, Mendel nunca…

Se detuvo antes de poder decir las palabras: «Mendel nunca se marcharía sin decir adiós».

La mujer que traía un mensaje de su hijo no era una
verbover
. Era una judía moderna, aunque por respeto al vecindario se había vestido recatadamente con una falda larga estampada y una elegante capa negra. Diez o quince años mayor que la señora Shpilman. Una mujer de ojos oscuros y pelo oscuro que en algún momento debió de ser muy hermosa. Cuando la señora Shpilman entró en la sala, ella se levantó bruscamente del sillón de orejas que había junto a la ventana y se presentó con el nombre de Brukh. Su amiga era una criatura gordezuela que llevaba un vestido largo y negro, medias negras y un sombrero de ala ancha calado sobre un
shaydl
de mala calidad. Las medias le venían flácidas, y la hebilla de detrás de la banda de su sombrero se le estaba despegando, a la pobre. El velo lo llevaba todo arrebujado en la parte superior izquierda de una forma que a la señora Shpilman le pareció lastimera. Mirando a aquella criatura desdichada, se olvidó durante un momento de la terrible noticia que aquellas dos mujeres traían a la casa. Dentro de ella se elevó una bendición con una fuerza tan apremiante que apenas la pudo refrenar. Quería coger en brazos a la mujer desgarbada y besarla de una forma que durara, que consumiera la tristeza. Se preguntó si sería así como se sentía Mendel todo el tiempo.

—¿Qué es esta tontería? —dijo—. Siéntese.

—Lo siento mucho, señora Shpilman —dijo la tal Brukh, sentándose de nuevo, ocupando el borde del asiento como si quisiera mostrar que no tenía planes de quedarse.

—¿Ha visto usted a Mendel?

—Sí.

—¿Y dónde está?

—Está alojado con un amigo. No permanecerá ahí mucho tiempo.

—Va a volver.

—No. No, lo siento, señora Shpilman. Pero podrá usted contactar con Mendel a través de esa persona. Siempre que quiera. Y vaya él a donde vaya.

—¿Qué persona, dígame? ¿Quién es ese amigo?

—Si se lo digo, tiene que prometerme que no le dará a nadie esa información. Si lo hace, Mendel dice —y echó un vistazo a su amiga como esperando un poco de apoyo moral para pasar por las siguientes ocho palabras— que nunca más volverá a saber de él.

—Pero, querida, es que
no quiero
volver a saber de él —dijo la señora Shpilman—. Así que en realidad no sirve de nada decirme dónde está, ¿no?

—Supongo que no.

—Aunque si no me dice dónde está, y hablo en serio, haré que las lleven al garaje de Rudashevsky y que les saquen la información de la forma en que a ellos les gusta sacarla.

—Oh, vaya, no me da usted miedo —dijo la tal Brukh con un asomo asombroso de sonrisa en su voz.

—¿Ah, no? ¿Y por qué no?

—Porque Mendel me ha dicho que no se lo tenga.

Ella notó la tranquilidad, percibió su eco en la voz y en los modales de aquella mujer llamada Brukh. Un aire de desafío, de aquella picardía que Mendel imponía a todos sus tratos con su madre, y también con su pavoroso padre. La señora Shpilman siempre había creído que era un demonio que él tenía dentro, pero ahora se daba cuenta de que podría ser un simple mecanismo de supervivencia, de protección. Plumas para el pajarillo.

—Menudo es él para hablar de no tener miedo. Escaparse así de su deber y de su familia. ¿Por qué no hace un poco de esa magia suya sobre sí mismo? Dígame. Que arrastre su lastimosa y cobarde persona de vuelta aquí y le ahorre a su familia un mundo entero de deshonor y vergüenza, por no mencionar a una chica hermosa e inocente.

—Lo haría si pudiera —dijo la tal Brukh, y la viuda que estaba a su lado, y que no había dicho nada, soltó un suspiro—. Lo creo de corazón, señora Shpilman.

—¿Y por qué no puede? Dígame.

—Ya lo sabe usted.

—Yo no sé nada.

Pero sí que lo sabía. Y al parecer, también lo sabían aquellas dos extrañas mujeres que habían venido a verla llorar. La señora Shpilman se dejó caer en una silla Luis XIV pintada de blanco y con un cojín bordado en cañamazo, sin importarle las arrugas que aquel desplome repentino pudieran causar en la seda de su vestido. Se tapó la cara con las manos y lloró. Por la vergüenza y por la indignidad. Por la destrucción de meses enteros, y hasta años, de planes y esperanzas y discusiones, de visitas interminables y de ir y venir entre las congregaciones de Verbov y Shtrakenz. Pero sobre todo, confiesa ahora, lloró por ella misma. Porque había decidido con su firmeza de costumbre que nunca más volvería a ver a su único, querido y bellaco hijo.

¡Qué mujer tan egoísta! Solo más tarde se le ocurrió dedicar un momento de tristeza al mundo al que Mendel nunca redimiría.

Después de que la señora Shpilman pasara un par de minutos llorando, la viuda poco atractiva se levantó del otro sillón de orejas y se puso de pie al lado de ella.

—Por favor —dijo la viuda con voz grave, y puso una mano gordezuela sobre el brazo de la señora Shpilman, una mano con los nudillos cubiertos de un vello fino y dorado. Costaba creer que solamente hacía veinte años que la señora Shpilman había sido capaz de meterse aquella mano entera en la boca.

—Estás jugando —dijo la señora Shpilman en cuanto recuperó el poder del pensamiento racional. Siguiendo la estela del shock inicial, que le había detenido el corazón, experimentó un extraño alivio. Si Mendel tenía nueve capas de profundidad, ocho de esas capas eran bondad pura. Una bondad mucho mejor que la que ella y su marido, gente dura que había sobrevivido y prosperado en un mundo duro, podrían haber engendrado de su propia carne sin alguna clase de intercesión divina. Pero la capa más interior, la novena capa de Menden Shpilman, era y siempre había sido un diablo, un
shkotz
a quien le gustaba provocarle ataques al corazón a su madre—. ¡Estás jugando!

—No.

Él se levantó el velo y dejó que ella viera el dolor, la incertidumbre. Ella vio que él temía estar cometiendo un grave error. Y reconoció como algo que venía de ella la firmeza con que él estaba dispuesto a cometerlo.

—No, mamá —dijo Mendel—. He venido a decir adiós. —Y luego, leyendo la expresión de la cara de ella, añadió con una sonrisa temblorosa—: Y no, no soy un travestido.

—¿Ah, no?

—¡No!

—Pues a mí me pareces un travestido.

—Una reputada experta.

—Te quiero fuera de esta casa.

Pero ella solo quería que él se quedara, escondido en los aposentos de ella, vestido con aquellas ropas espantosas, su bebé, su principito, su muchacho diabólico.

—Me marcho.

—No quiero volver a verte. No quiero llamarte y no quiero que me llames. No quiero saber dónde estás.

Si ella quería que Mendel se quedara, solamente tenía que hacer venir a su marido. Usando recursos que en realidad no eran más inconcebibles que los hechos que subyacían en la cómoda vida de ella, le obligarían a quedarse.

—Muy bien, mamá.

—No me llames así.

—Muy bien, señora Shpilman —dijo él, y en su boca sonó afectuoso y familiar. Ella rompió a llorar otra vez—. Pero solo para que lo sepas, estoy alojado con un amigo.

¿Había un amante? ¿Era posible que él hubiera llevado una vida tan secreta?

—¿Un «amigo»? —dijo ella.

—Un viejo amigo. Solo me está ayudando. La señora Brukh también me está ayudando.

—Mendel me salvó la vida —dijo la señora Brukh—. Hace tiempo.

—Menuda cosa —dijo la señora Shpilman—. Así que le salvó la vida. Pues menudo bien hizo.

—Señora Shpilman —dijo Mendel.

Le cogió las manos y se las agarró con fuerza entre las cálidas palmas de las suyas. Su piel siempre bullía un par de grados por encima de la del resto de la gente. Cuando le tomabas la temperatura, el termómetro marcaba treinta y ocho grados y pico.

—Quítame las manos de encima —consiguió decir ella—. Ahora mismo.

Él le dio un beso en la coronilla, y aun a través de la capa de pelo ajeno, la huella del beso pareció permanecer allí. Luego le soltó las manos, se bajó el velo y salió de la habitación con pasos torpes, las medias caídas y la tal Brukh siguiéndolo a toda prisa.

La señora Shpilman pasó mucho rato sentada en la silla Luis XIV, horas, años enteros. Un frío la invadió, un asco gélido hacia la Creación, hacia Dios y sus obras mal concebidas. Al principio el horror que sentía pareció cernirse sobre su hijo y sobre el pecado al que se estaba negando a renunciar, pero pronto se convirtió en horror a sí misma. Se puso a pensar en todos los crímenes que se habían cometido y todo el dolor que se había infligido en beneficio de ella, y toda aquella maldad no era más que una gota de agua en un enorme mar negro. Qué lugar tan espantoso, aquel mar, aquel abismo entre la Intención y el Acto que la gente llamaba «el mundo». Con su huida, Mendel no se estaba negando a renunciar a nada, al contrario. El Tzaddik Ha-Dor estaba presentando su renuncia. No podía ser lo que el mundo y sus judíos, plantados bajo la lluvia con sus penas y sus paraguas, querían que fuera, lo que su madre y su padre querían que fuera. Ni siquiera podía ser lo que él mismo quería ser. Ella confió —sentada allí, rezó por ello— en que algún día, por lo menos, su hijo pudiera encontrar la forma de ser lo que era.

En cuanto la oración se elevó desde su corazón, ella empezó a echar de menos a su hijo. Lo empezó a añorar de verdad. Se reprochó a sí misma amargamente haber echado a Mendel sin averiguar primero dónde se alojaba, cómo podía ella verlo u oír su voz de vez en cuando. Luego abrió las manos que él le había cogido con las suyas y descubrió, enrollado en su palma derecha, un trocito de cordel.

26

—Sí —dice ella—. Iba sabiendo de él. De vez en cuando. No quiero que esto suene cínico, detective, pero era normalmente cuando tenía problemas o necesitaba dinero. Circunstancias que, en el caso de Mendel, que su nombre reciba una bendición, solían coincidir.

—¿Cuándo fue la última vez?

—A principios de este año. La primavera pasada. Sí, me acuerdo de que fue el día antes de Erev Pesach.

—Así pues, en abril. Alrededor de…

La mujer Rudashevsky saca un elegante
shoyfer mazik
, empieza a pulsar botones y obtiene la fecha del día anterior al primer día de Pascua. Landsman comenta, un poco asombrado, que ese también fue el último día de la vida de su hermana.

—¿Desde dónde llamó?

—Tal vez un hospital. No lo sé. Pude oír un anuncio al público, por megafonía, de fondo. Mendel dijo que iba a desaparecer. Que tenía que desaparecer una temporada, que no podría llamar. Me pidió que le mandara dinero a un apartado de correos de Povorotny que él usaba a veces.

—¿Parecía asustado?

El velo tiembla como el telón de un teatro, y al otro lado del mismo tienen lugar movimientos secretos. Ella asiente lentamente.

—¿Dijo él por qué necesitaba desaparecer? ¿Dijo si alguien lo estaba siguiendo?

—Creo que no. No. Solo que necesitaba dinero y que iba a desaparecer.

—Y eso es todo.

—Por lo que yo… No. Sí. Le pregunté si estaba comiendo. A veces él… se olvidan de comer.

—Lo sé.

—Y él me dijo: «No te preocupes», dijo, «me acabo de comer un trozo bien grande de tarta de cereza».

—Tarta —dice Landsman—. Tarta de cereza.

—¿Significa eso algo para usted?

—Nunca se sabe —dice él, pero nota que la caja torácica le resuena bajo los mazazos del corazón—. Señora Shpilman, dice usted que oyó un altavoz. ¿Cree que podría haber sido una llamada de un aeropuerto?

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