El sindicato de policía Yiddish (28 page)

BOOK: El sindicato de policía Yiddish
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Landsman los puede ver a todos desde la perspectiva aventajada de su falta de poder y su exilio, reunido con su Super Sport sobre una loma pelada que está en el lado del bulevar Mizmor opuesto a la casa de la vida. Tiene aparcado el coche en un callejón sin salida que algún promotor inmobiliario trazó, pavimentó y luego cargó con el nombre de calle Tikvah, la palabra hebrea que denota esperanza y que en esta tarde siniestra del fin de los tiempos al oído yiddish le trae connotaciones de diecisiete sabores distintos de ironía. Las casas que eran objeto de esa esperanza no se construyeron nunca. Una serie de estacas atadas entre sí con banderas de color naranja y cuerdas de nailon trazan el mapa de una Sión en miniatura en el barro que rodea el callejón sin salida, un
eruv
fantasmal de fracaso. Landsman va por su cuenta, más sobrio que una carpa en una bañera, sujetando unos prismáticos en las manos sudorosas. La necesidad de una copa es como un diente que te acaban de arrancar. No puede olvidarla ni un momento, y sin embargo hay algo placentero en el acto de hurgar en ese espacio vacío. O tal vez ese dolor causado por algo que le falta no es más que el agujero que ha quedado atrás cuando Bina le ha quitado la placa.

Landsman espera dentro de su coche a que se termine el funeral, examinándolo todo mediante las estupendas lentes Zeiss y agotando la batería del coche con un documental de la CBC sobre el cantante de blues Robert Johnson, cuya voz al cantar suena tan rota y atiplada como la de un judío recitando el
kaddish
bajo la lluvia. Landsman tiene un cartón de Broadways y se dedica a quemarlos de forma descabellada, intentando eliminar del interior del Super Sport el olor persistente a Willy Zilberblat. Es un olor desagradable, como una olla de agua en la que alguien ha hervido fideos hace dos días. Berko ha intentado convencer a Landsman de que ese residuo de la breve estancia del menor de los Zilberblat dentro de la vida de Landsman no es más que un producto de su imaginación. Pero Landsman agradece la excusa para fumigar el coche con cigarrillos, que no matan la necesidad imperiosa de tomar una copa pero de alguna forma atenúan su mordida.

Berko también ha intentado convencer a Landsman de que se tome un par de días de respiro del asunto de la muerte por desventura de Mendel Shpilman. Mientras bajaban en el ascensor del apartamento, ha desafiado a Landsman a que lo mirara a los ojos y le dijera que su plan para esta tarde lluviosa de lunes no consistía en aparecer, desprovisto de placa y pistola, para lanzarle preguntas impertinentes a la reina enlutada de los gángsters mientras ella sale de la casa de la vida dejando allí los despojos de su único hijo.

—No te puedes acercar a ella —ha insistido Berko mientras salía del ascensor detrás de Landsman y cruzaba el vestíbulo hasta la puerta del Dniéper. Tenía puesto su pijama de elefante. De los brazos se le derramaban varias partes del traje. Llevaba los zapatos enganchados en dos dedos y el cinturón alrededor del cuello. Del bolsillo de la pechera de su pijama de color mostaza con su raya fina de color blanco le sobresalían dos tostadas como si fueran un pañuelo decorativo—. Y aunque puedas, no puedes.

Estaba haciendo una amable distinción policial entre aquellas cosas que se pueden conseguir con pelotas y aquellas que nunca permitirían los rompedores de pelotas.

—Van a jugar duro contigo —ha dicho Berko—. Te van a sacudir los pantalones para hacer caer la calderilla. Van a presentar acusaciones contra ti.

Landsman no podía refutar aquello. Batsheva Shpilman casi nunca ponía un pie más allá de los límites de su mundo recóndito y diminuto. Pero cuando lo hacía, lo más probable es que fuera en medio de un denso matorral de armas y abogados.

—Sin placa, sin respaldo, sin orden judicial, sin investigación, con ese traje manchado de huevo que te da pinta de estar medio chiflado, si vas a molestar a la mujer te pueden pegar un tiro y solo tendría efectos secundarios menores para quienes te lo pegaran.

Berko ha salido del edificio detrás de Landsman, bailando para ponerse los calcetines y los zapatos, y lo ha seguido hasta la parada de autobuses de la esquina.

—¿Me estás diciendo que no lo haga, Berko? —ha dicho Landsman—. ¿O me estás diciendo que no lo haga
sin ti
? ¿Crees que te voy a dejar que tires por el retrete la oportunidad que tenéis tú y Ester-Malke de pasar al otro lado de la Revocación? Estás loco. He hecho muchas cosas que te han perjudicado y te he metido en muchos líos a lo largo de los años, pero confío en no ser tan cabrón. Y si me estás diciendo que no crees que tenga que hacerlo
sin más
, entonces, bueno…

Landsman ha detenido su desfile. Todo el peso del sentido común que respaldaba ese segundo argumento ha caído sobre él.

—No sé qué estoy diciendo, Meyer. Solo estoy diciendo… joder… —A Berko se le ponía aquella mirada a veces, más cuando era niño, un brillo de sinceridad en el blanco de los ojos. Landsman ha tenido que apartar la vista. Ha girado la cara hacia el viento que entra desde el estrecho—. Estoy diciendo que por lo menos no cojas el autobús, ¿vale? Déjame por lo menos que te lleve al depósito de vehículos incautados.

Se ha oído un ronroneo lejano, un chirrido de frenos neumáticos. El autobús 61B con rumbo al Harkavy ha aparecido paseo marítimo abajo, levantando una cortina reverberante de lluvia.

—Por lo menos coge esto —ha dicho Berko. Ha cogido su americana por el cuello. La ha sostenido en alto como si quisiera que Landsman se la pusiera—. En el bolsillo. Cógela.

Landsman sopesa el
sholem
que tiene ahora en la mano —una pequeña y bonita Beretta del 22 con la empuñadura de plástico—, se envenena a sí mismo con nicotina y trata de entender las lamentaciones de aquel
yid
negro del delta, el señor Johnson. Después de un período que no se molesta en registrar ni en medir, digamos una hora, el tren largo y negro, vaciado de sus mercancías, empieza a bajar la colina en dirección a las puertas. En cabeza del mismo, respirando lenta y pesadamente, con la cabeza erguida y el sombrero de ala ancha chorreando agua, aparece el bulto de la locomotora del décimo rabino
verbover
. Detrás de él aparece un rosario de hijas, siete o doce de ellas, con sus maridos e hijos, y por último Landsman se incorpora en su asiento y capta con la lente Zeiss una imagen nítida de Batsheva Shpilman. Él se esperaba una especie de amalgama brujil entre lady Macbeth y la primera dama americana: Marilyn Monroe Kennedy con su casquete rosa y espirales hipnóticas en lugar de ojos. Pero cuando Batsheva Shpilman aparece con claridad, justo antes de sumarse a la hilera del cortejo fúnebre que abarrota las puertas del cementerio, lo que Landsman distingue es un cuerpecillo pequeño y huesudo, con pasos entrecortados de anciana. Su cara está escondida detrás de un velo negro. Su ropa es normal y corriente, un mero vehículo para la negrura.

Mientras los Shpilman se acercan a las puertas, la hilera de
noz
de uniforme se reúne formando un nudo bien prieto, guiando a la multitud en su regreso. Landsman se mete la pistola en el bolsillo de la chaqueta, apaga la radio y sale del coche. La lluvia ha remitido hasta convertirse en una malla fina y constante. Él empieza a trotar colina abajo en dirección al bulevar Mizmor. Durante la última hora la multitud se ha inflado y ahora se agolpa en torno a las puertas del cementerio. Experimentando sacudidas, moviéndose de un lado a otro, propensa a los bandazos repentinos y multitudinarios, animada por el movimiento browniano del dolor colectivo. Los
latkes
uniformados están trabajando duro, intentando despejar un camino entre la familia y los enormes cuatro por cuatro negros del cortejo fúnebre.

Landsman avanza con dificultad y dando tumbos, triturando yerbajos, acumulando terrones de barro en los zapatos. Mientras permanece concentrado en bajar la ladera resbaladiza de la colina, las heridas empiezan a producirle molestias. Se pregunta si los médicos no habrán pasado por alto una costilla rota. En un momento dado, pierde pie y resbala, abriendo dos regueros de tres metros en el barro con los talones, y termina cayéndose de culo. Es demasiado supersticioso para no ver esto como un mal presagio, pero cuando uno es pesimista, todos los presagios son malos.

La verdad es que no tiene ningún plan en absoluto, ni siquiera el plan poco elegante y rudimentario que Berko ha previsto. Landsman lleva dieciocho años siendo
noz
, trece siendo detective y ha pasado los últimos siete trabajando en homicidios; es un pez gordo, un príncipe de los policías. Nunca antes había sido un don nadie, un pequeño judío loco con una pregunta y una pistola. No sabe cómo se comporta uno en esas circunstancias, salvo con la certeza, planchada al corazón como un recordatorio del amor, de que al final nada importa en realidad.

El bulevar Mizmor es un aparcamiento, miembros del cortejo fúnebre y espectadores en medio de una neblina de humo de diésel de los tubos de escape. Landsman se abre paso por entre los parachoques y los guardabarros y luego se sumerge en la masa de gente que abarrota la avenida ajardinada. Niños y jóvenes, en busca de una mejor vista, se han subido a las ramas de una hilera de desventurados alerces europeos que nunca terminaron de echar raíces en la mediana. Los
yids
que rodean a Landsman se apartan de su camino, y cuando no lo hacen, él les lanza una indirecta con los huesos del hombro.

Huelen a lamentaciones, estos
yids
, calzones largos, humo de tabaco en los abrigos mojados, barro. Rezan como si se fueran a desmayar, y se desmayan como si fuera alguna modalidad de observancia religiosa. Las plañideras se agarran entre ellas y se abren las gargantas. No están llorando por Mendel Shpilman, no puede ser. Es otra cosa que sienten que ha abandonado el mundo, la sombra de una sombra, la esperanza de una esperanza. Esta media isla a la que han llegado a querer como su hogar les está siendo arrebatada. Son como pececillos dorados dentro de una bolsa, a punto de ser vertidos de vuelta en el enorme lago negro de la diáspora. Pero esa es una idea demasiado grande. Así que lo que hacen es lamentar la pérdida de un golpe de suerte que nunca tuvieron, de una oportunidad que nunca llegó a serlo, de un rey que en realidad nunca iba a venir, ni siquiera en el caso de que no le hubieran metido una bala con funda metálica en el cráneo. Landsman les aplica el hombro y murmura: «Perdón».

Llega a una bestia enorme de limusina, un cuatro por cuatro de seis ventanillas y seis metros de largo. El viaje desde lo alto de la loma, ladera abajo, a través del bulevar, por entre los paraguas y las barbas y las lamentaciones judías, hasta el costado de la limusina descomunal, tiene una naturaleza entrecortada en su imaginación mientras él lo vive, como si estuviera filmado cámara en mano. Imágenes de videoaficionado de un intento de asesinato en progreso. Pero Landman no ha venido a disparar a nadie. Solamente quiere hablar con la mujer, llamar su atención, que ella lo vea. Solamente quiere hacerle una pregunta. Lo que pasa,
nu
, es que no sabe qué pregunta es.

Al final alguien se le adelanta: de hecho, una docena de hombres. Los periodistas se han abierto paso por entre los sombreros negros igual que Landsman, despejando el camino con los omóplatos y los codos. Cuando la mujer diminuta del velo negro cruza las puertas tambaleándose del brazo de su yerno, ellos le arrojan las preguntas que han traído consigo. Las sacan del bolsillo como si fueran piedras y las tiran todas al mismo tiempo. Arrollan a la mujer a base de preguntas. Ella no les presta ninguna atención. Su cabeza no se vuelve en ningún momento, el velo no tiembla ni se aparta. Baronshteyn está guiando a la madre del muerto hasta la mole de la limusina. El chófer se baja del asiento del pasajero de la limusina cuatro por cuatro. Se trata de un filipino con tipo de jockey y una cicatriz en la barbilla que parece una segunda sonrisa. Corre a abrir la puerta para su jefe. Landsman todavía está a unos metros de distancia. No va a llegar a tiempo de hacerle ninguna pregunta, ni de hacer nada de nada.

Un gruñido, el murmullo bestial de una garganta, bajo y medio humano, un ruido sordo de advertencia o de oscura reprobación: uno de los sombreros negros que hay junto a los coches se ha tomado mal la pregunta de un periodista. O tal vez se las ha tomado mal todas, junto con el estilo en que han sido formuladas. Landsman ve al sombrero negro enfadado, ancho, rubio, sin corbata, con los faldones de la camisa por fuera, y lo reconoce como Dovid Sussman, el
yid
al que Berko Shemets apaciguó en la isla de Verbov. Un matón con un bulto en la articulación de la mandíbula y otro debajo del brazo izquierdo. Sussman le rodea con un brazo el cuello al pobre Dennis Brennan y lo somete a una presa con estrangulamiento. Sermoneando a Brennan con los dientes junto a su oído, Sussman arrastra al periodista hacia atrás, fuera del camino de la familia que está cruzando las puertas.

Es entonces cuando uno de los
latkes
se adelanta para intervenir, que, al fin y al cabo, es lo que ha venido a hacer. Pero como está asustado —el chaval parece asustado—, tal vez es demasiado generoso con su porra cuando la aplica a los huesos de la cabeza de Dovid Sussman. Se oye un crujido asqueroso y de pronto Sussman se vuelve líquido y se derrama a sí mismo en el suelo a los pies del
latke
.

Por un momento la multitud, la tarde y el mundo entero de los judíos inspira y se olvida de expulsar el aire. A continuación se desata la locura, un disturbio judío, al mismo tiempo violento y verbal, cargado de acusaciones destempladas y de maldiciones implacables. Se invocan enfermedades cutáneas, maldiciones divinas y hemorragias. Gritos, oleadas de sombreros negros, palos y puños, chillidos y alaridos, barbas ondeando como banderas de cruzados, palabrotas, olor a barro revuelto, a sangre y a pantalones planchados. Dos hombres llevan un estandarte sujeto entre dos palos, con el que se despiden de su príncipe perdido Menachem. Alguien agarra un palo y alguien agarra el otro. El estandarte se suelta y es absorbido entre los engranajes de la multitud. Los palos son puestos a trabajar sobre las mandíbulas y cráneos de los policías. La palabra «
ADIÓS
» laboriosamente pintada en el estandarte es arrancada del mismo y sale despedida. Se aleja volando al viento sobre las cabezas del cortejo fúnebre y de la policía, de los gángsters y de los ortodoxos, de los vivos y de los muertos.

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