El sindicato de policía Yiddish (30 page)

BOOK: El sindicato de policía Yiddish
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Ella estaba en la ventana, contemplando a los suplicantes a través de las cortinas, cuando apareció la chica para decir que Mendel no estaba y que había dos señoras que querían verla. El dormitorio de la señora Shpilman dominaba el jardín lateral, pero ella podía ver por entre las casas vecinas hasta la esquina: sombreros y paraguas, mojados de lluvia. Judíos apiñados, empapados de ansia por vislumbrar a Mendel.

Día de vida, día de funeral.

—No está —dijo ella. Sin dejar de mirar por la ventana. Tenía la misma sensación de futilidad y logro mezclados que se tiene en los sueños. No tenía sentido hacer la pregunta, y sin embargo fue lo único que consiguió decir—: ¿Y dónde está?

—Nadie lo sabe, señora. Nadie lo ha visto desde anoche.

—¿Anoche?

—Bueno, esta mañana.

La noche anterior ella había presidido un
forshpiel
por la hija del rabino
shtrakenzer
. Un emparejamiento brillante. Una novia llena de talento y de éxitos personales, guapísima, con una vena ardiente que las hermanas de Mendel no tenían pero que ella sabía que su hijo admiraba. Por supuesto, la novia
shtrakenzer
, aunque perfecta, no era adecuada; la señora Shpilman lo sabía. Mucho antes de que la criada viniera a decirle que nadie podía encontrar a Mendel, que había desaparecido en algún momento de la noche, la señora Shpilman ya sabía que ningún grado de éxito, belleza ni ardor en una chica sería nunca adecuado para su hijo. Pero siempre había un déficit, ¿no era verdad? Entre el emparejamiento que se imaginaba el Ser Sagrado, Bendito Fuera, y la realidad de la situación que había debajo de la
chuppah
. Entre el mandamiento y la observancia, el paraíso y la tierra, el marido y la esposa, Sión y los judíos. Y a ese déficit lo llamaban «el mundo». Solamente cuando viniera el Mesías se cerraría esa brecha, y se colapsarían todas las separaciones, distinciones y distancias. Hasta entonces, gracias a Su Nombre, únicamente podían saltar chispas, chispas brillantes, de un lado a otro del vacío, como las chispas que saltan entre postes de electricidad. Y teníamos que dar gracias por su luz momentánea.

Así era por lo menos como ella había planeado explicárselo a Mendel, si alguna vez él buscaba el consejo de ella sobre la cuestión de sus esponsales con la hija del rabino
shtrakenzer
.

—Marido de usted muy enfadado —dijo la chica, Betty, que era filipina, como todas las chicas del servicio.

—¿Qué ha dicho?

—No ha dicho nada, señora. Es por eso que sé que está enfadado. Manda mucha gente mirar todos los sitios. Llama al alcalde.

La señora Shpilman dejó de mirar por la ventana, con la frase «Se vieron obligados a cancelar la boda» haciendo metástasis en su abdomen. Betty estaba recogiendo montones de pañuelos de papel de la alfombra turca.

—¿Qué mujeres? —dijo la señora Shpilman—. ¿Quiénes son? ¿Son
verbovers
?

—Una tal vez. Otra no. Solamente dicen que les gustaría hablar con usted.

—¿Dónde están?

—Abajo en despacho de usted. Una mujer con toda ropa negra, velo en la cara. Parece como si su marido acaba de morir.

La señora Shpilman ya no se acuerda de cuándo empezaron a aparecer los primeros hombres desesperados y casos terminales buscando a Mendel. Es posible que al principio vinieran en secreto, por la puerta de atrás, alentados por los informes de alguna de las doncellas. Había una doncella cuya matriz ya no podía dar frutos por culpa de una operación mal hecha en Cebú cuando era jovencita. Mendel cogió una de aquellas muñecas que construía para sus hermanas con fieltro y una pinza de la ropa, le sujetó con un alfiler una bendición escrita con lápiz de color entre las piernas de madera y se la metió a la chica en el bolsillo. Diez meses más tarde, Remedios dio a luz a un hijo. Luego estaba Dov-Ber Gursky, su chófer, que le debía en secreto diez mil dólares a un rompededos ruso. Mendel le dio a Gursky un billete de cinco dólares,
motu proprio
, y le dijo que ojalá aquello lo ayudara. Dos días más tarde, un abogado de Saint Louis escribió a Gursky para informarle de que acababa de heredar medio millón de un tío al que jamás había conocido. Para cuando Mendel hizo su bar mitzvah, los enfermos y los moribundos, los desposeídos y los padres de hijos condenados ya se estaban convirtiendo en un verdadero incordio. Llegaban a cualquier hora del día o de la noche. Lamentándose y suplicando. La señora Shpilman tuvo que dar pasos para proteger a Mendel, estableciendo horas y condiciones. Pero el chico tenía un don. Y formaba parte de la naturaleza del don el que se otorgara sin fin.

—Ahora no las puedo recibir —dijo la señora Shpilman, sentándose en su cama estrecha, con su colcha blanca de chenilla y las almohadas que había bordado antes de que naciera Mendel—. A esas mujeres que me dices. —A veces, cuando no conseguían llegar a Mendel, las mujeres acudían a ella, a la
rebbetzin
, y ella las bendecía lo mejor que podía, con los pocos medios que aplicaba a la tarea—. Tengo que terminar de vestirme. La boda empieza dentro de una hora, Betty. ¡Una hora! Lo encontrarán.

Ella llevaba años esperando que él la traicionara, ya desde que entendió por primera vez que él era lo que era. Una palabra aterradora para una madre, con su sugerencia de huesos frágiles, su vulnerabilidad a los depredadores, un pájaro sin nada para protegerlo más que sus plumas. Y la huida. Por supuesto, la huida. Ella había entendido esto mucho antes de que lo entendiera él mismo. Lo había respirado en la suavidad de su nuca de niño pequeño. Lo había leído como un texto escondido en los bultos cubiertos de pelusa de sus rodillas cuando él llevaba pantalones cortos. Un toque afeminado en la forma en que bajaba la vista cuando los demás lo elogiaban. Y luego, a medida que se hacía mayor, ella no pudo evitar fijarse, aunque él intentaba esconderlo, en cómo se mostraba incómodo, cohibido, y parecía recogerse en sí mismo cada vez que entraba en la sala un Rudashevsky o alguno de sus primos varones.

Durante toda la confección del emparejamiento, los esponsales y los planes de boda, ella se dedicó a estudiar a Mendele en busca de señales de aprensión o de reticencia. Pero él permaneció fiel a su deber y a los planes de su madre. Sarcástico a veces, sí, hasta irreverente, burlándose de ella por su fe inquebrantable en la idea de que el Nombre Sagrado, Bendito Sea, se pasa Su tiempo como si fuera un ama de casa, emparejando las almas de los que todavía no han nacido. Una vez él agarró un trozo de tul blanco que sus hermanas habían dejado en el salón, se cubrió la cabeza con el mismo y llevó a cabo, con una voz que era una imitación asombrosa de la de su prometida, un inventario de los defectos físicos de Mendel Shpilman. Todo el mundo se rió, pero en el corazón de su madre hubo un pequeño aleteo de terror. Aparte de aquel momento, él parecía continuar como siempre, pródigo en su devoción a los seiscientos trece mandamientos, al estudio de la Torá y el Talmud, a sus padres y a los fieles para quienes él era su estrella. Estaba claro que, incluso a esas alturas, iban a encontrar a Mendel.

Ella se colocó las medias, el vestido y se puso recta la enagua. Luego se puso la peluca que había encargado especialmente para la boda pagando por ella tres mil dólares. Era una obra maestra, de color rubio ceniza con matices de rojo y dorado, peinada en trenzas como el pelo de ella cuando era joven. No fue hasta que se encasquetó aquella resplandeciente redecilla de dinero sobre su cráneo al rape que le entró el pánico.

Sobre una mesilla de juego había un teléfono negro sin panel de números. Si ella lo descolgaba, un teléfono idéntico sonaba en la oficina de su marido. En los diez años que había vivido en aquella casa, solamente lo había usado tres veces, una por dolor y las otras dos por furia. Sobre el teléfono colgaba una fotografía enmarcada del abuelo de ella, el octavo rabino, de su abuela y de su madre a los cinco o seis años, posando bajo un sauce de cartón, junto a la orilla de un arroyo pintado. Ropa negra, la nube etérea de la barba de su abuelo y por encima de todo la radiante ceniza del tiempo que se posaba sobre los muertos en las fotos antiguas. En el grupo faltaba el hermano de su madre, cuyo nombre venía a ser una maldición tan poderosa que nunca se debía pronunciar. La apostasía de este, aunque tristemente célebre, seguía siendo un misterio para ella. Lo único que tenía entendido era que todo había empezado con un libro escondido, titulado
La isla misteriosa
y descubierto en un cajón, y había culminado con el informe de que a su tío lo habían visto en una calle de Varsovia, sin barba y llevando un canotier de paja más escandaloso que ninguna novela francesa.

Ella colocó la mano sobre el auricular del teléfono sin números. Pánico en sus órganos, pánico en sus dientes.

—No lo contestaría ni aunque pudiera —dijo su marido desde detrás de ella—. Si tienes que romper el sabbath, por lo menos no desperdicies el pecado.

Aunque por entonces él no era tan lunar como se volvería en años posteriores, la imagen de su marido de pie en su dormitorio seguía siendo causa de asombro, el advenimiento de una segunda luna en el cielo. Él echó un vistazo a las sillas de bordado en cañamazo, al bastidor verde de la cortina, a la blancura satinada de la cama de su mujer y a sus botes y frascos. Ella vio que el rabino luchaba por conservar una sonrisa burlona en los labios. Pero la expresión que le salió resultó al mismo tiempo ávida y repelente. A ella le recordó la sonrisa con que su marido había recibido una vez a un enviado de una congregación lejana de Etiopía o de Yemen, un rabino de ojos de azabache vestido con un caftán de colores chillones. Aquel imposible rabino negro con su Torá estrafalaria, el reino de las mujeres: se trataba de caprichos divinos, enrevesamientos de la mente de Dios, y era casi una herejía imaginarlos o intentar entenderlos.

Cuanto más tiempo pasaba su marido allí de pie, menos divertido y más perdido parecía. Por fin, ella se compadeció. Aquel no era su sitio. Era señal de la mancha cada vez mayor de calamidad de aquel día el hecho de que él se hubiera alejado en su expedición hasta el punto de llegar a aquella tierra de cojines con borlas y agua de rosas.

—Siéntate —dijo ella—. Por favor.

Agradecido, y lentamente, él puso una silla en peligro.

—Lo encontraremos —dijo en voz baja y tono amenazante.

A ella no le gustó nada su aspecto. Consciente de que de otra forma acabaría dando asco a la gente, por lo general su marido era un hombre de hábitos pulcros. Pero ahora tenía las medias torcidas y la camisa mal abotonada. Las mejillas moteadas de fatiga y las barbas despeinadas como si hubiera estado tirando de ellas.

—Perdóname, querido —dijo ella. Abrió la puerta de su vestidor y entró en el mismo. No le gustaban nada los colores oscuros que solían llevar las mujeres
verbover
de su generación. La habitación en la que acababa de entrar estaba llena de añil, púrpura intenso y heliotropo. Se sentó en una pequeña silla-tocador donde había una falda con flecos. Estiró una pierna enfundada en una media y cerró la puerta con la punta del pie, dejando un hueco de tres centímetros—. Espero que no te importe. Es mejor así.

—Lo encontraremos —repitió su marido en tono más tranquilo, intentando calmarla a ella y no a sí mismo.

—Espero que sí —dijo ella—. Para que yo pueda matarlo.

—Tranquilízate.

—Lo digo con mucha tranquilidad. ¿Está borracho? ¿Estuvo bebiendo?

—Estaba ayunando. Estaba bien. Menudas enseñanzas nos dio anoche sobre el Parshat Chayei Sarah. Fue electrizante. Habría hecho latir otra vez a un corazón parado. Para cuando terminó tenía lágrimas en la cara. Dijo que necesitaba aire. Y desde entonces nadie lo ha visto.

—Lo mataré —dijo ella.

Del dormitorio no vino ninguna respuesta, solamente una respiración trabajosa, continua, implacable. Ella se arrepintió de aquella amenaza. En labios de ella resultaba retórica, pero en la mente de él, aquella biblioteca construida sobre un foso de huesos, adquiría un tono peligroso de acción.

—Por casualidad no sabrás dónde está, ¿verdad? —dijo su marido después de una pausa, y en la ligereza de su tono se percibía el peligro.

—¿Cómo lo voy a saber?

—Él habla contigo. Viene a verte aquí.

—Nunca.

—Sé que viene.

—¿Cómo puedes saber eso? A menos que hayas convertido a las doncellas en espías.

El silencio de él confirmó el alcance de la corrupción de su casa. Ella sintió un glorioso ataque de resolución de no salir nunca más de su vestidor.

—No he venido aquí a buscar pelea ni a reprocharte nada. Al contrario, confiaba en que me pudieras prestar una taza de tu habitual prudencia tranquila. Ahora que estoy aquí, me siento obligado, en contra de mi juicio como hombre y como rabino, pero con todo el apoyo de mi entendimiento como padre, a traerte mi reproche.

—¿Por qué?

—Por su aberración. Su vena extravagante. El retorcimiento de su alma. Todo eso es culpa tuya. Un hijo así es el fruto del árbol de su madre.

—Ve a la ventana —le dijo ella—. Mira al otro lado de la cortina. Mira a esos pobres pretendientes y tontos y
yids
destrozados que vienen a recibir una bendición que tú, con todo tu poder y tus estudios, jamás serías capaz de otorgarles, sinceramente. Aunque no se puede decir que esa incapacidad te haya impedido nunca ofrecerla en el pasado.

—Puedo bendecir de otras maneras.

—¡Míralos!

—Míralos tú. Sal de ese armario y mira.

—Yo ya los he visto —dijo ella entre dientes—. Y
todos
tienen un retorcimiento en el alma.

—Pero lo esconden. Por modestia y humildad y miedo a Dios, lo cubren. Dios nos ordena que nos cubramos la cabeza en Su presencia. Que no vayamos con la cabeza desnuda.

Ella oyó el chirrido y el crujido de la pata de la silla del rabino, seguido del susurro de los pasos de este en zapatillas. Oyó que la articulación maltrecha de su cadera izquierda crepitaba y rechinaba. Su marido soltó un gruñido de dolor.

—Eso es lo único que le pido a Mendel —continuó—. Lo que pueda pensar un hombre, o lo que pueda sentir, son cosas irrelevantes, que no me interesan a mí ni tampoco a Dios. Al viento no le importa si una bandera es roja o azul.

—O rosa.

Hubo otro silencio. De alguna forma este transmitía una carga más ligera, como si su marido estuviera llegando a una conclusión o bien recordando la sensación que podría haberle producido en otro momento encontrar divertida su bromita.

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