Read El asesinato de la Hipotenusa Online
Authors: Emili Teixidor
La Hipotenusa, la profe de mates más dura de la escuela, ha desaparecido. En su casa han descubierto un rastro de sangre y señales de lucha ¿está muerta? ¿Ha sido asesinada? Nico, María, Román, Boris … forman el grupo de los cateados de la clase. Todos ellos son sospechosos, pero sólo uno es el culpable. Y el inspector Arveja ha decidido desenmascararlo.
Emili Teixidor
El crimen de la hipotenusa
ePUB v1.0
Madmath20.07.11
Emili Teixidor, nacido en Roda de Ter (Barcelona), estudió Filosofía y Letras y Periodismo; durante años se dedicó a la pedagogía para pasar después al mundo editorial. Ha colaborado en programas de radio, televisión y diversos periódicos y revistas, en los que obtuvo los premio Atlántida y Ondas. Por sus obras infantiles y juveniles ha obtenido los premios Nacional de Literatura, de la Generalitat de Catalunya, de la Crítica, y fue candidato español al Internacional Andersen. Otras distinciones por sus obras para adultos son el de la Crítica Serra d'Or y el Sant Jordi. Sus libros han sido traducidos a diversas lenguas. La crítica ha elogiado la inventiva de sus tramas y la capacidad de aventura de sus personajes.
Fran Bravo, nace en Ceuta (España) en 1975. Combina sus estudios de pintura en la Facultad de Bellas Artes de Granada con cursos de serigrafía, ilustración y grabado. Estudia animación en la Academia de arte, arquitectura y diseño de Praga. Ha ilustrado una decena de libros y realizado diversos proyectos de animación y multimedia. Actualmente reside en Genova.
Cuando llegué a la escuela aquella mañana de mediados de diciembre tenía el corazón encogido, y no por culpa de los primeros fríos que habían llegado a la ciudad aquella noche. Todo el mundo había desenterrado los abrigos, las cazadoras y las bufandas del fondo de los armarios, y andaba de prisa, como empujado por el viento helado. Pero yo sabía que mis temblores no eran de frío, sino de miedo.
El miedo a enfrentarme con el jaleo que provocaría en el colegio el asesinato de la Hipotenusa. La Hipotenusa, con mayúscula de nombre propio.
Es decir, no de nombre propio. De apodo propio, o sea, de sobrenombre de persona. La Hipotenusa. La señorita Cinta Olius, alias la Hipotenusa, profesora de matemáticas de nuestro curso. Asesinada aquella misma noche.
Los compañeros de cursos superiores la llamaban también la Cinta de Moebius, pero daba igual: ninguno de sus malos nombres la había salvado del sacrificio, suponiendo que todo hubiera salido como estaba previsto.
El jaleo, la alarma y el desconcierto que produciría la noticia, el notición, si corría la voz por el colegio, sólo serían comparables al estallido de su resurrección. Porque una mujer con un carácter tan fuerte como el de aquella profesora, que se jactaba de mantener a sus alumnos tiesos como reclutas y de no dejar que pasaran curso ni una parte infinitesimal de estudiantes que no hubieran sudado todos los números, incluso los números imaginarios, seguro que no se quedaría quieta y tranquila en su tumba para siempre jamás.
Es decir, no se encontraba todavía en la tumba. Debía de hallarse en el lugar donde la habían dejado los asesinos, hasta que la policía o la autoridad correspondiente dispusiera lo que ordenan las leyes para esos casos. ¡Uf, menudo trabajo!
Me parecía verla, menuda y nerviosa como una ratita, un manojo de nervios, los ojos azul pálido, muy hermosos tras unas gafas enormes de estudiante aplicada que aumentaban su hermosura, unos ojos que iluminaban una cara pálida y avispada de ardilla sabia; la nariz respingona, la boca siempre con una mueca de disgusto, el cabello estirado hacia atrás y recogido en la nuca con un lacito del color de los ojos, dos hoyuelos en las mejillas, siempre vestida de gris, siempre con su enorme cartera de repartidor de correos repleta de libros y papeles, y los zapatos de tacón alto para ganar unos centímetros... Y siempre con los nombres de Pitágoras, Arquímedes, Euclides, Cantor... en la boca. ¡Y Tales de Mileto, claro! ¡Faltaría más! ¡Imposible olvidarse del insigne Tales de Mileto! ¡Pobre Hipotenusa inocente!
La mayor parte de los apodos de los profesores se transmiten de curso en curso desde la prehistoria del colegio. Eso, aquellos que lo tienen. No todos los profesores gozan de ese privilegio, ventaja o prerrogativa. Ese truco de los sinónimos me da siempre muy buenos resultados en los ejercicios de lengua. Se sitúan estratégicamente de tres en tres a lo largo de la redacción y la nota sube como pompa de jabón; una buena ensalada de beneficios, prebendas, gangas y preferencias, las palabras cuanto más cultas mejor, y el profesor se traga el plato que da gusto. Y como la autoridad judicial me ha nombrado cronista oficial del caso del crimen de la Hipotenusa, pienso recrearme en la merced, el favor y el permiso de utilizar tantos sinónimos y cultismos que huelan a latín como las ocasiones me permitan. Hablábamos de los apodos de los profesores que se arrastraban desde la prehistoria. Aunque la Hipotenusa pertenecía a la Edad Moderna, o incluso a la Contemporánea. Llevaba varios cursos en el colegio, pero se conservaba joven y soltera. Los rigurosamente contemporáneos, acabados de llegar, no gozaban de categoría suficiente para ser merecedores de apodo. Un apodo era como el título de nobleza que llevan los reyes: Pedro el Cruel, Juana la Loca, Jaime el Conquistador... O bien que los reyes otorgan a los subditos distinguidos y con méritos suficientes: Guzmán el Bueno, el Gran Capitán... Era una prueba de familiaridad que los alumnos concedían a los maestros más populares, queridos o sabios.
El nombre de la Hipotenusa le cayó a la señorita Cinta Olius por diversas razones. Una era que el profesor ayudante de mates, que la sustituía en las clases cuando ella no podía venir, era un latazo tan fenomenal que le conocíamos entre nosotros, sin categoría de título oficial, como el Cateto. Otra razón era que ella sólita elevada al cuadrado valía tanto o más que el cuadrado de sus catetos. Otra era que su carácter directo, decidido y audaz le daba semejanza a la flecha de la hipotenusa. Otra, que sonaba como un insulto. Otra...
Pero no nos alarguemos innecesariamente en detalles de lo que no es de ninguna manera el o la protagonista del caso. Dejemos que los cadáveres descansen en paz. Que los muertos entierren a sus muertos...
Los verdaderos protagonistas de la historia, o de la crónica si queréis, son los criminales. Los asesinos. O mejor, el involuntario provocador del asesinato. El causante inconsciente, que a su vez era la víctima...
Bien. Y todos los implicados en el misterioso crimen, aquella mañana fría de diciembre, con el cielo de nieve y el aire de Siberia, no tardarían mucho en llegar al colegio.
En la escalera de la puerta principal había dos o tres grupos de compañeros, chicos y chicas, que me pareció que comentaban el suceso por las palabras que cacé al vuelo mientras subía: «... es un misterio...»; «... la policía en el colegio...»; «... una profesora...»; «...esta noche han robado los exámenes...»; «... un interrogatorio...».
—¡Andrés! —me llamó un conocido del curso superior—. ¿Sabes...?
Pero se quedó con las palabras en la boca, porque yo seguí hacia arriba, sin detenerme, saludándole con la mano. Lo que nos temíamos —pensé— ya ha sucedido. Queríamos llevar el caso con gran discreción, y todo el colegio empezaba a hervir con los rumores. La Dirección echaría fuego por la boca, porque había recomendado sobre todas las cosas: discreción, discreción y discreción. Pero la Dirección vivía en las nubes si creía que en aquel centro, o en cualquier otro, los jóvenes no olían los secretos a muchos kilómetros de distancia.
En cuanto puse los pies en el vestíbulo, dos tipos altos y fuertes, con gabardina y sombrero, como si se hubieran disfrazado de policías de película,
me cerraron el paso.
—¿Tu nombre? —me preguntó el más alto, que también era el más joven.
—Andrés Tal y Cual. —¿Curso?
—Tal.
El bajito consultó una libretita que tenía en la mano, en la cual sospeché que buscaba mi nombre. Sin duda, lo encontró entre los de la lista negra, porque el individuo alto me puso la mano en el hombro para apartarme del corredor que conducía directamente a las aulas de la planta baja y me acompañó hasta la puerta de la biblioteca, situada en el lateral izquierdo de la puerta principal.
—Entra —me ordenó—, y espera aquí dentro.
Dentro estaban dos chicos y una chica que debían de haber llegado antes que yo, y otro personaje con gabardina y aspecto de policía. Al entrar, me quedé un momento parado, sin saber qué hacer. Los tres compañeros, Román, Carlota y Nico, estaban sentados a la gran mesa central, formada por la conjunción de ocho o diez mesas de lectura normales, los tres muy separados y con un libro abierto delante, como si estuvieran cumpliendo un castigo. El tío de la gabardina estaba de pie frente a uno de los armarios repletos de libros, y era evidente que ejercía las funciones de vigilante o, mejor dicho, de centinela o carcelero. Todos nos miramos con ojos interrogantes, algo asustados los de los amigos, y los del hombre, con cierta frialdad profesional.
—Siéntate aquí. —El centinela me indicó una silla delante de él, lejos de los otros detenidos—. Estudia y calla.
—¿Qué ocurre...? —empecé yo, sin saber claramente si debía hacer aquella pregunta. Las miradas desanimadas de los condiscípulos me demostraron que habría sido mejor que no hubiera abierto la boca.
—De momento, siéntate y calla.
—Es que... nos perderemos la primera clase de la mañana, que empieza dentro de unos minutos... —volví a pelear yo, como si me importara mucho pulirme una clase.
—¡Esta es la primera clase de la mañana! —replicó el policía—. ¡Y a lo mejor resulta la última!
A callar, silencio y se acabó. Me senté en la silla indicada y, al sacar un libro cualquiera de la cartera para fingir que estudiaba un rato, apareció, como un negro presagio o una triste casualidad, el texto de matemáticas.
De manera —pensé, simulando que me sumergía en las páginas indigestas del libro—, de manera que aquí, en la biblioteca, han reunido a los acusados, aquí han concentrado a los sospechosos. O sea que se trata de una reunión de acusados. La frase me recordaba algo, quizá el título de una novela policíaca, o alguna película del género negro pasada por la tele. Una reunión de acusados.
Fuera de la biblioteca, por todo el edificio del colegio, los ruidos familiares de carreras por las escaleras y corredores, los timbres que llamaban al comienzo de las clases, los gritos de los retrasados, las prisas de los profesores, las peleas de los buscabroncas... indicaban que la jornada escolar empezaba como todas las mañanas. Como todas las mañanas, no. La clase de matemáticas la daría el pobre suplente, el Cateto, que quizá hoy, por vez primera en su carrera académica, conseguiría que los alumnos escucharan sus explicaciones con atención, impresionados por los rumores que corrían sobre la suerte de la señorita Cinta Olius. ¿Cómo les explicarían la ausencia de la Hipotenusa? ¿Quién lo haría...?
La puerta de la biblioteca se abrió, y el policía alto introdujo a María Vilar, con abrigo, bufanda, guantes y un sombrerito de lana, como si se hubiera vestido para ir a esquiar.
Como en mi caso, el vigilante-carcelero-centinela le señaló un sitio en la mesa central, suficientemente alejado de los demás acusados, cuatro exactamente incluyéndome a mí; y María, sin dejar de mirarnos con los ojos vivos, se quitó de encima las ropas de abrigo y después se sentó y sacó un par de libros de la cartera para representar la comedia de que repasaba las lecciones.