El Sótano (28 page)

Read El Sótano Online

Authors: David Zurdo y Ángel Gutiérrez Tápia

Tags: #Intriga, Terror

BOOK: El Sótano
9.33Mb size Format: txt, pdf, ePub

Eduardo miró la hora. Tenía curiosidad por saber cuánto tardarían en llegar. ¿Más de cinco minutos? ¿Más de diez? ¿Algo menos de una hora?…

Fueron exactamente doce minutos. Eran dos tipos altos, con traje oscuro. Aparecieron cada uno por un lado del muro del templo. Se acercaron a Eduardo con paso dubitativo. De no haber estado en un lugar público, ya lo habrían liquidado.

—Os estaba esperando. Tengo algo para vuestro jefe —dijo Eduardo, sin mirar a ninguno de los dos, y les mostró la cámara.

—¿Dónde está el disco duro? —preguntó unos de ellos, al ver que lo que Eduardo tenía en su mano era una simple cámara de vídeo.

—En un lugar seguro.

—Haga el favor de acompañarnos —dijo el que no había hablado aún, con la mano dentro de la chaqueta, sobre la empuñadura de su arma.

—No hace falta que me amenace. Iré con mucho gusto.

Los dos hombres condujeron a Eduardo hasta el aparcamiento de la parte inferior del templo. Subieron en un todoterreno del mismo color gris oscuro que sus trajes. Ninguno de ellos abrió la boca mientras el vehículo cruzaba las calles del barrio de Moncloa hasta la salida de la carretera de La Coruña. Tomaron la desviación de la M—30 y luego siguieron hacia la carretera de El Pardo. Al llegar a la rotonda situada frente al Palacio, giraron hacia la derecha para enfilar la pronunciada cuesta de la carretera de Fuencarral. A unos trescientos metros se hallaba el acceso a las instalaciones del CNI.

Un militar de guardia comprobó la identidad de los agentes y levantó la barrera. El vehículo la franqueó y giró a la izquierda, para seguir una carretera en pendiente que circundaba los edificios principales. Después de comprobar que no llevaba ningún arma, los dos agentes escoltaron a Eduardo hasta una deprimente sala de reuniones, de paredes blancas. El centro estaba presidido por una larga mesa de madera clara, rodeada de sillas de cuero verde. Le pidieron que se sentara y uno de ellos salió, mientras el otro se quedaba de pie ante la puerta, con gesto impasible.

Eduardo eligió una de las sillas más alejadas del agente. Dejó la cámara de fotos sobre la mesa y trató de no mostrarse nervioso, aunque su corazón latía acelerado. Por fin iba a conocer a Garganta Profunda. Iba a verlo cara a cara, en persona. Y tenía un as en la manga.

Transcurrió casi una hora hasta que la puerta de la sala volvió a abrirse. Seguramente Garganta Profunda quería hacerle esperar para aumentar su inquietud y así gozar de una posición de dominio. Era una técnica habitual en policías y militares. Pero no le serviría de nada con él.

En el umbral apareció la figura de un hombre alto y de aspecto imponente, a pesar de que debía de rondar los sesenta años y estaba envejecido. Su rostro era duro y sus ojos como centellas. Se movía lentamente, aunque muy erguido. Llevaba uniforme de general. Miró a Eduardo con fijeza.

—Por fin nos conocemos, señor Lezo —dijo a modo de saludo.

Era él. Era Garganta Profunda. Eduardo lo reconoció al instante por su voz grave y ahogada. No se lo había imaginado así; tan temible, tan marcial.

El general tomó asiento en la cabecera de la mesa, junto a Eduardo. Los dos se quedaron solos cuando el otro agente abandonó también la sala de reuniones, siguiendo las órdenes de su jefe.

—Hablemos sin rodeos. Tiene algo que nos pertenece y quiero que me lo entregue.

—Usted me aseguró que no había sido responsable de las muertes de Miguel Quirós y de Víctor Gozalo.

—Es cierto.

—¿Y también va a decirme que no fueron sus esbirros los que intentaron matarme anoche?

—Mire, Eduardo, lo que usted ha encontrado es de vital importancia para la seguridad nacional.

Aquella respuesta era evasiva, y apelaba a algo que Eduardo detestaba con toda su alma.

—La seguridad nacional no son ustedes, hijo de perra. Somos todos los ciudadanos. Víctor Gozalo dejó escrita su historia en una libreta, y he leído en ella en qué consistía el Proyecto 101 y su maldita idea sobre la seguridad nacional. Lo sé todo. He visto también las imágenes del experimento en el edificio.

—No se altere. Hablemos como hombres civilizados.

—Pues explíqueme por qué el ejército español y los servicios de inteligencia han entrado en este juego.

—Usted sabe perfectamente que nos hallamos en un período crítico. El mundo está convulsionado por el enfrentamiento de dos formas de entender la sociedad. Una es la radical, la fanática, la terrorista, que quiere destruirnos. La otra somos nosotros, las naciones occidentales, que llevamos a gala la bandera de la democracia y la libertad.

—¿Me habla usted de democracia y de libertad? ¡Los fanáticos y radicales son ustedes!

—No se equivoque. Le hablo de libertad y le hablo de democracia, porque a veces hay que enfrentarse al enemigo con sus mismas armas para preservar un modelo superior, en el que los ciudadanos puedan pensar lo que quieran y hacer lo que deseen. Éste es el mundo real, Eduardo. No ese mundo de fantasía en el que casi todos viven alegremente. La gente se preocupa de su hipoteca, de comprarse un buen coche, de dar a sus hijos una educación. Para que eso siga así, algunos tenemos que bajar a los infiernos. ¿Lo comprende?

—No. Ni lo comprendo ni quiero comprenderlo.

—La libertad es muy cara, Eduardo. Las cosas valiosas nunca son gratis. Por eso pusimos en marcha el Proyecto 101. No fue por gusto, sino por necesidad. Era imprescindible…
es
imprescindible —se corrigió el general— no estar en desventaja frente a quienes no temen a la muerte y se inmolan con una sonrisa a cambio de una recompensa en el Más Allá, llevándose por delante las vidas de tantos inocentes. Ésta es la realidad. Lo demás es esconder la cabeza bajo tierra como un avestruz.

Las palabras del general eran tan amargas que Eduardo sintió ganas de llorar de rabia. Que el ser humano hubiera llegado a ese extremo quizá sólo demostraba una cosa: que los hombres y mujeres que pueblan la Tierra son esencialmente malos.

Y, sin embargo, Eduardo estaba seguro de que había personas buenas, sin egoísmo en sus corazones, honestas e íntegras. Personas capaces de entregarlo todo a cambio de nada. De sacrificarse por sus semejantes y preferir la muerte a la injusticia. A Eduardo le vino a la mente el episodio de la Segunda Guerra Mundial en el que los ciudadanos daneses casi al completo, incluido su propio rey, vistieron en sus mangas la estrella de David, para evitar que los nazis detuvieran a los judíos y los deportaran a campos de exterminio. Ese acto de valor de todo un pueblo demuestra que siempre hay opciones. Que se puede elegir. En el fondo nadie es perfecto, pero a veces está claro quiénes son los buenos y quiénes los malos.

—Me niego a aceptar sus planteamientos. Si nuestro modelo de vida necesita hacer cosas como las que ustedes hacen, más vale que dejemos de existir. El fin no puede justificar los medios.

—Es usted un iluso. ¿Acaso ignora que muchos científicos apoyan el uso de la tecnología para evitar delitos, para impedir actos antisociales, para hacer, en suma, a la gente más feliz en un mundo pacífico y estable? Si todo el mundo tuviera implantado nuestro microchip, nadie tendría problemas para distinguir entre lo que debe y no debe hacerse.

—¿Y quién decidiría eso?

—Lo decidiría el pueblo a través de sus representantes políticos, como sucede con las leyes.

Eduardo sabía de lo que estaba hablando el general. Y que lo que planteaba era, sin lugar a dudas, el mayor ataque a la libertad individual que se perpetraría contra la humanidad en toda su dramática y sangrienta historia.

—Para usted es muy fácil decidir sobre los demás. A usted no le afecta. Está arriba, entre los que controlan las cosas.

—Se equivoca otra vez. Mi propio hijo era uno de los jóvenes que murieron en el edificio. Se llamaba Germán.

En ese momento, los ojos del general permanecieron inmutables; su gesto, igual de duro. Tosió ásperamente y se limpió con su pañuelo. A Eduardo le pareció ver sangre en él.

—No me queda mucho tiempo. El cáncer me corroe poco a poco. Pero antes de acabar mis días tengo que recuperar lo que usted ha encontrado. Sé que no lo entenderá, ni confío en que me crea, pero en cierto modo estoy de su lado. Yo sí estoy de acuerdo con utilizar los avances de la ciencia para mejorar la sociedad. Pero he comprendido que no puede hacerse como lo hemos hecho. Mi esposa murió el año pasado. Ahora me toca a mí. Sacrifiqué a mi propio hijo… Y, aunque volvería a hacerlo, creo que todo lo que se haga a partir de ahora en este terreno debe contar con el beneplácito de la gente, del pueblo. No todos en el ejército estamos en el mismo bando. Los que mataron a su amigo, el psiquiatra, y a Víctor Gozalo, quieren seguir como hasta ahora. Y están dispuestos a hacer lo que sea para conseguirlo. Por eso tuve que utilizarle a usted. Ya que se había puesto sobre la pista, era una buena baza para mí. Por eso también le di algunos cebos, como la noticia de
The Washington Post
, para que investigara con ahínco.

—Si su hijo era uno de los okupas, usted debía de saberlo desde el principio.

—Por supuesto. No sólo lo sabía. Yo mismo lo elegí, a él y a su grupo de amigos. Y al mendigo al que le implantamos el chip. Eran despojos de la sociedad, que nadie echaría en falta. Así harían, sin saberlo, un servicio a la comunidad.

—A costa de sus vidas.

—A costa de lo que fuera necesario. Mi hijo ya estaba muerto para mí. Sólo me faltaba enterrarlo.

Eduardo se quedó en silencio un momento, sopesando las palabras del general, asqueado.

—Ha mencionado también a científicos que están a favor de utilizar esa tecnología de un modo público. ¿Se refiere a investigadores como José María Rodríguez Delgado?

—Sí, entre otros. Supongo que ya conoce sus experimentos en el terreno del control mental. Pero él fue sólo un pionero. La tecnología actual disponible hace que sus investigaciones parezcan un tirachinas comparado con un misil nuclear.

—¿A qué se refiere?

—Hoy ya es posible escanear los pensamientos de la gente en los aeropuertos, por ejemplo. Mientras pasean por la zona de embarque o mientras facturan su equipaje, sin que se den cuenta de que están siendo analizados. Al menos se pueden conocer sus intenciones básicas. Hay empresas estadounidenses que trabajan para el gobierno de Estados Unidos en este campo. En China han conseguido comunicar dos cerebros mediante sensores, y abrir un canal de comunicación entre ellos.

—Como si fuera telepatía.

Eduardo se mostró interesado, a su pesar.

—Telepatía artificial. —El general tosió de nuevo, y luego continuó—: Hoy se controlan máquinas con la mente, como los más avanzados sistemas de armamento de los aviones de caza. Se pueden implantar falsos recuerdos o borrar recuerdos auténticos. Y también es posible interferir en los ritmos cerebrales mediante ondas electromagnéticas. Supongo que le sonarán proyectos como MK—ULTRA. Pero eso forma parte del pasado. Es, por así decirlo, el arte rupestre del control mental. Incluso los proyectos más recientes, como T OWER o C LEAN S LEEP han sido ampliamente superados. Controlar la mente no es una quimera. De hecho, es posible con el uso de microchips indetectables. Al principio se estudió la disuasión. Luego se trató de conseguir influir en las mentes. Hoy estamos en disposición de controlar a un ser humano. Dominarlo por completo.

El general dijo eso último con mirada ausente, como la de un loco o un visionario.

—Un bonito modo de someter a la población civil —dijo Eduardo con ironía.

—Experimentar secretamente con el pueblo ha sido siempre una práctica habitual de todos los gobiernos. No sólo en Estados Unidos o la antigua Unión Soviética. Ellos probaron los efectos de la radiación, de agentes patógenos como bacterias y virus, de gases tóxicos, drogas… Experimentaron con personas sin hogar, reclusos, enfermos mentales, prostitutas, negros, homosexuales, bebés, mujeres embarazadas… También lo han hecho corporaciones privadas, como las grandes multinacionales farmacéuticas, en África, India… En España, nuestros servicios de inteligencia llevaron a cabo un experimento con mendigos hace años. El fin sí justifica los medios.

—Recuerdo el escándalo y el nombre en clave del proyecto: Operación Mengele. Un nombre bien elegido. Secuestraron a tres mendigos para probar una sustancia anestésica que iba a usarse en acciones antiterroristas secretas en el sur de Francia. Pero uno de los mendigos murió.

—En efecto. Como ve, todos los gobiernos tienen luces y sombras.

—Pero eso no disculpa esas prácticas.

—No se trata de disculparlas. La necesidad lleva a ellas. Es triste, pero es así. Un buen ejemplo de uso pacífico de esta tecnología es el del príncipe Guillermo de Inglaterra. A los doce años se le implantó un chip para localizarlo mediante satélite en caso de secuestro o desaparición.

—Pero eso también le hace ser un preso en cualquier parte del mundo. Hay alguien que siempre puede saber dónde está.

—Mientras esa información se mantenga en las manos adecuadas, ¿por qué no?

El general era un auténtico fanático; tanto como aquellos a los que pretendía combatir. Su espíritu se arrepentía sin conseguir que su mente comprendiera lo fundamental. La libertad es el bien supremo de los seres humanos. Nada puede frenarla. Es como la vida misma. Ningún fin, ninguno, justifica caer en la esclavitud.

—Hagamos un trato, Eduardo —dijo el general, con mirada condescendiente—. ¿Quiere dinero? Puedo ofrecerle una gran suma, que no le vendrá nada mal. Ni a su hijita Celia, ni a su mujer, Lorena. Quería decir «ex mujer». Ya sé que acaba de divorciarse…

Eduardo notó cómo sus ojos se encendían de cólera. Aquel hombre estaba amenazando a su familia.

—Ni sueñe que voy a entregarle el disco duro —dijo Eduardo, mirando a los ojos al general—. Está en un lugar seguro, y hay quien tiene instrucciones de enviarlo a la prensa si a mí o a alguien de mi familia nos sucediera algo. Aquí tengo las pruebas de que lo que digo es cierto —añadió Eduardo, y mostró con desprecio al general la grabación de la cámara de vídeo, en su pequeña pantalla.

—No se le habrá pasado por la cabeza la idea de hacerlo público, ¿verdad? ¿Imagina el daño que haría a su propio país?

—Yo no entiendo de países ni de patrias, sino de seres humanos y de solidaridad entre ellos. Voy a hacerlo público, en efecto. Aunque no daré nombres. Pero si ustedes lo niegan, cambiaré de opinión y se sabrá todo.

Other books

Nurse Ann Wood by Valerie K. Nelson
Red Mountain by Yates, Dennis
Grounded by Constance Sharper
Darius Jones by Mary B. Morrison
Fallout by Ellen Hopkins
The Lords' Day (retail) by Michael Dobbs
The Cherbourg Jewels by Jenni Wiltz