La altura de Hannah, un metro setenta y tres centímetros, y su figura espigada causaban cierta envidia a Teri, que no había recuperado su peso «de competición», como ella decía, después de dar a luz a sus dos hijos. Teri estaba ahora unos diez kilos por encima de lo considerado ideal para alguien con su complexión y estatura, pero se consolaba con la idea de que también era unos diez años mayor que Hannah. Tampoco ella estaría tan esbelta cuando tuviera veintinueve.
Con apenas un toque de maquillaje que se pusiera en el rostro, solía decir Teri, Hannah sería una verdadera belleza. Pero ésta no parecía tener demasiado interés en buscar novio. Si alguna vez había aparecido por allí algún posible candidato, Teri no lo había visto. Y ella tenía un ojo muy bueno cuando se trataba de hombres.
—¿Recuerdas cuando las Navidades eran algo más que una pura campaña comercial? —Hannah suspiró, envolviendo la estrella en papel de seda y guardándola en una caja de cartón—. No podías ir a dormir porque tenías miedo de que Papá Noel pasara de largo por tu casa. Y te despertabas a las seis, y allí estaban todos aquellos paquetes debajo del árbol, y afuera nevaba. La gente cantaba villancicos y había peleas con bolas de nieve y todo eso. Era maravilloso.
—Me parece que has visto demasiada televisión, querida —replicó Teri—. No creo que la Navidad haya sido nunca así. Quizá en un mundo de fantasía, pero no en mi infancia. Yo no deliro… Oh, lo siento, no quise…
—Está bien. No me has ofendido, no te preocupes —aquello también tenía que terminar, pensó Hannah. Todos la trataban con guantes de seda porque no tenía padres, sopesando con cuidado cuanto le decían, por temor a herir sus sentimientos—. Me parece que se comete un error con esto de los árboles de Navidad —dijo en voz alta, mientras se bajaba del taburete y contemplaba el escuálido y reseco abeto, despojado ya de guirnaldas, luces y figuritas—. Hemos talado un árbol sano y hermoso sólo para poder decorarlo con baratijas durante unas semanas, y cuando terminamos con él lo tiramos a la basura. Es un despilfarro.
No quería decirlo delante de Teri, pero sentía una especie de afinidad con el patético abeto que había sido cortado de raíz y colocado a la entrada del Blue Dawn Diner, donde la mayoría de los clientes lo había ignorado. Sólo le prestaba alguna atención el niño travieso que intentaba desprender alguno de los adornos y se llevaba por ello un golpe en la mano.
Parecía tan triste, tan solitario, que se diría que estaba a punto de echarse a llorar. Era como ella.
Las vacaciones siempre eran un momento difícil, un gran juego de apariencias que ella practicaba con su tío y su tía. Fingían que la chica les importaba, cuando no era así. Ella aparentaba ser feliz, cuando no lo era, y todos procuraban comportarse como si hubiera una cercanía que nunca había existido. Cuando llegaba la Navidad, con todas esas apariencias, se sentía aún más triste y solitaria que de costumbre.
He aquí otra situación a la que debía poner fin. Si alguna vez intentaba seguir adelante con su vida, tendría que marcharse de la casa de sus tíos.
—Vamos —dijo Teri—. No voy a permitir que te quedes ahí parada lloriqueando por un estúpido árbol. Démosle un entierro digno.
Teri asió el abeto por el final del tronco, mientras Hannah lo agarraba por el otro extremo, y juntas se encaminaron torpemente hacia la puerta trasera del restaurante, dejando a su paso un reguero de espinas marrones.
La puerta estaba cerrada.
Teri se dirigió hacia la cocina, donde Bobby, cocinero y encargado nocturno del local, estaba aprovechandola ausencia de clientes para comerse una hamburguesa.
—Supongo que no podrás perder un momento para abrir esta puerta —con deliberada parsimonia, Bobby dio otro mordisco a su hamburguesa—. ¿No me has oído, vago de mierda? —El chico se limpió lentamente la grasa de la barbilla con una servilleta de papel.
—No te muevas tan rápido. Te puede dar un paro cardiaco.
—¿Ah, sí? Bueno, ¿así de rápido te parece mejor, Teri? —dijo mientra movía la pelvis compulsiva y lascivamente hacia ella.
La chica retrocedió con fingido horror y respondió con ironía:
—Otro día, hoy no me he depilado.
Cuando les abrió la puerta, las mujeres cargaron el árbol hasta el estacionamiento vacío, rodeado de montones de nieve sucia. El aire era tan frío que cortaba como un cuchillo. Hannah podía ver su aliento.
—No sé cómo pueden relacionarse de esa manera todos los días —dijo.
—Chica, es mi manera de seguir viva. Me estimula saber que cada mañana, cuando me levanto, puedo venir aquí y decirle a ese vago lo que pienso. No necesito gimnasia ni clases de aeróbica para que me circule la sangre. Me basta con ver el escaso pelo de ese hombre, su papada y esa especie de oruga pegada al labio superior que él llama bigote.
Hannah se rió muy a su pesar. El vocabulario de Teri la escandalizaba a veces, pero admiraba su espíritu, probablemente porque ella carecía de él. Nadie intentaba abusar de Teri.
Apoyaron el pino en el contenedor de basura por un instante, mientras recuperaban el aliento.
—A la de tres —dijo Teri—. ¿Lista? Una, dos y treeeeeeees… —El árbol voló por los aires, chocó contra el borde del contenedor y cayó en su interior. Teri se frotó las manos vigorosamente, para que entrasen en calor—. Aquí hace más frío que en el Polo.
Mientras volvían sobre sus pasos por el estacionamiento, Hannah vio el cartel de neón con el nombre «Blue Dawn Diner» en letras de color azul cobalto. Detrás de ellas, unos rayos parpadeantes, en otro tiempo amarillos y hoy descoloridos, de un gris enfermizo, se abrían en semicírculo, imitando el sol naciente. El falso astro parecía anunciar el amanecer en un planeta lejano, y el azul de neón hacía que la nieve se asemejase a una masa radiactiva.
¿No sería aquel cartel la señal que esperaba? ¿El sol naciente y los rayos parpadeantes le anunciaban que había llegado un nuevo día, que se le abrían las puertas de un mundo muy diferente a las largas horas en el restaurante, los clientes amargados en los asientos de plástico rojo, las propinas miserables y Teri y Bobby peleándose como gatos callejeros?
Se contuvo. No, sólo se trataba de un viejo cartel de neón descolorido que ella ya había visto mil veces.
Teri ya la esperaba de pie frente a la puerta del restaurante.
—Adentro, muñeca. O te morirás de frío.
Hannah se sentó en la mesa del rincón, al fondo, que estaba extraoficialmente reservada para el personal y sólo se cedía a los clientes los domingos por la mañana, a la vuelta de los servicios religiosos, el momento en que el Blue Dawn Diner estaba más lleno de gente. Teri solía hacer un crucigrama y, aunque teóricamente lo tenía prohibido, si no había nadie fumaba un cigarrillo. Después de un largo turno, aquel rincón era cálido, ideal para descansar un poco. Hannah dejó que su agotado cuerpo se relajara y que la mente se quedara plácidamente en blanco.
Echó un vistazo al crucigrama del día y vio que estaba a medio terminar. Decidió continuarlo. A Teri no le importaba recibir una pequeña ayuda. Entonces sus ojos pasaron al texto que se leía inmediatamente debajo del crucigrama.
¿Es usted una persona única y servicial?
Intrigada, inclinó el periódico para que le diera mejor la luz.
¡Esto puede ser lo más fantástico que jamás haya hecho!
Haga el regalo que procede directamente del corazón.
Parecía un anuncio para el día de los enamorados, con corazones en cada esquina y en el centro el dibujo de un bebé angelical, ronroneando de placer. Pero faltaba mes y medio para el 14 de febrero. Hannah siguió leyendo
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—Mira esto dijo, mientras Teri depositaba dos tazas de chocolate caliente sobre la mesa y se deslizaba sobre el asiento opuesto al de Hannah.
—¿Qué?
—En el periódico de hoy. Este anuncio.
—Ah, sí. Les pagan un montón de dinero.
—¿A quiénes?
—A esas mujeres. Madres de alquiler, sustitutas las llaman. Vi algo sobre el asunto en la tele. Lo encuentro un poco raro, la verdad. Si haces el sacrificio de llevar un chico en el vientre durante nueve meses, deberías ser capaz de quedarte después con el pequeño bastardo. No sé cómo pueden darlo en adopción a otras personas. Hacen niños como quien fabrica panes, parecen panaderas. O mejor dicho, hacen el papel de horno. Tú cocinas el pan y alguien se lo lleva a su casa.
—¿Cuánto crees que les pagan?
—Vi en una revista que a una mujer le pagaron 75 mil dólares. En estos tiempos hay mucha gente que desea tener hijos. Algunos se desesperan por ello. La gente rica paga auténticas fortunas. Por supuesto, si supieran cómo son en realidad los niños, no estarían tan dispuestos a pagar por ellos. Si sospecharan que nunca recuperarán el silencio y la tranquilidad y que jamás volverán a tener la casa ordenada, actuarían de otra forma.
De repente se apagaron las luces y sonó una voz procedente de la cocina.
—Basta de cháchara, chicas.
—¿Te importa que me lleve el periódico?
—Quédatelo para siempre. No puedo con ese crucigrama. Jamás acertaré el diez vertical.
En la puerta, Hannah le dio a su amiga un rápido beso en la mejilla y corrió por el estacionamiento hasta su desvencijado Nova. Bobby apagó el cartel del Blue Dawn Diner. Las nubes ocultaban la luna y, sin las luces de neón, el lugar le parecía todavía más desolado.
Hizo sonar la bocina mientras salía a la carretera. Teri respondió con el claxon de su coche y Bobby, que estaba cerrando la puerta de entrada, hizo un leve gesto de despedida.
El periódico permaneció en el asiento, al lado de Hannah, durante todo el trayecto. Aunque la carretera estaba despejada y recién asfaltada, condujo prudentemente. Llegó a la altura de un semáforo, que se puso en rojo. Frenó poco a poco para evitar que el coche derrapara.
Mientras esperaba que se pusiera verde, echó una ojeada al periódico. Las letras no eran legibles en la oscuridad, pero ella recordaba exactamente lo que decía el anuncio. Cuando reanudó la marcha y pasó el cruce, casi podía escuchar una voz murmurándole: «Esto puede ser lo más fantástico que jamás haya hecho».
De pie, custodiando la entrada, el guarda apoyaba su peso alternativamente en uno y otro pie. Lo hacía con evidente pereza. La catedral no volvería a abrirse hasta muy avanzada la tarde, y sus pensamientos volaban hacia la cerveza helada que se tomaría en unos minutos.
De reojo, creyó ver un movimiento repentino entre las sombras del lado norte del atrio. Pero no tenía la menor intención de indagar. A lo largo de los años había aprendido que las luces que se filtraban por las vidrieras les jugaban malas pasadas a sus ojos. Y hacía mucho que se había acostumbrado a los murmullos y quejidos que emitían la piedra y la madera cuando la iglesia estaba vacía. Su esposa decía que era la conversación de los santos y que la casa de Dios no estaba vacía nunca; pero el guarda pensaba para sus adentros que los ruidos eran simplemente los de un viejo edificio que envejecía aún más.
¿No crujían sus propios huesos de vez en cuando?
Sin embargo, el ruido que ahora escuchaba era diferente. Parecía un murmullo suplicante, como si alguien se quejase en voz baja. Entonces percibió otro fugaz movimiento y se apartó de la puerta para ver mejor. Una mujer estaba rezando, arrodillada, frente al altar de la Inmaculada, uno de los tesoros barrocos de la catedral, que representaba a María, en tamaño mayor que el natural, iluminada por dorados rayos que testimoniaban su santidad.
Los ojos de la mujer se clavaban en el rostro delicadamente tallado, que miraba hacia abajo con gesto de infinita comprensión a los suplicantes que buscaban su merced. Ensimismada, la mujer ignoraba, obviamente, que la catedral hubiera cerrado.
No era la primera vez que sucedía algo así, pensó el guarda, ni sería la última. El elevado número de capillas de la catedral hacía que no fuera difícil olvidarse de avisar a algún pobre fiel de que era la hora de cerrar. Habitualmente hacía su ronda un par de veces, y lo habría hecho también esa tarde si no hubiera tenido que acompañar al sacerdote a la Cámara Santa.
Se acercó a la mujer lentamente, deseoso de no sobresaltarla, esperando que el ruido de las pisadas bastara para llamar su atención. Al acercarse se dio cuenta de que no era española. Su llamativo bolso y su indumentaria sugerían que era una turista. No obstante, los viajeros no se paraban a rezar; sólo hacían algunas fotos y se iban. Y aquella mujer parecía orar con la intensidad de algunas de las ancianas feligresas locales.
—Señora —murmuró.
En lugar de responder, pareció aumentar el fervor de las plegarias:
—Sólo somos tus siervos. Hágase tu voluntad…
El guarda reconoció el idioma en que rezaba. Era inglés. Echó un vistazo a la entrada de la Cámara Santa. No quería que el viejo sacerdote bajara la escalera y se encontrara la puerta sin custodia. Pero era preciso acompañar a la mujer hasta la salida de la iglesia. La tocó levemente en el hombro.
—Señora, la catedral está cerrada.
Ella se volvió y lo miró con aire ausente. Ni siquiera estaba seguro de que le estuviera viendo. Sus pupilas parecían dilatadas, como si se hallara en trance.
La mujer sacudió lentamente la cabeza. Pareció volver en sí.
—¿Qué?
—La catedral está… —buscó en su memoria la palabra inglesa—. Closed, señora. La catedral está cerrada.
La mujer se sonrojó, como si se avergonzara repentinamente.
—¿Cerrada? Oh, no me di cuenta. Debo de haber… perdido la noción del tiempo. Perdón, por favor.
El guarda la ayudó a ponerse de pie, recogió su colorido bolso y la acompañó hasta la salida de la catedral. Mientras caminaban por la nave, ella continuó lanzando miradas hacia atrás, como si quisiera volver a ver a la Virgen.
—Éste es realmente uno de los lugares más sagrados del mundo —le dijo, mientras el guardia abría la puerta. Sus ojos habían recuperado el aspecto normal, ya no parecía ausente. Él sintió que su mano le apretaba con más fuerza el brazo—. Lo noto, lo siento así, y tiene que ser cierto. Quiero decir que ésta es tierra sagrada, ¿no?
Sin entender lo que ella decía, el guarda asintió vigorosamente, antes de cerrar la pesada puerta detrás de ella.
Miró su reloj de bolsillo. ¿Era su imaginación o don Miguel estaba rezando más de lo habitual? Volvió hasta la Cámara Santa lo más rápido que pudo, dispuesto a explicar al anciano el incidente que lo había apartado durante un rato de su puesto. De pronto vio al sacerdote en el suelo, de espaldas. Sus piernas estaban torcidas hacia un lado y las manos parecían aferrarse a las losas de piedra, en un extraño escorzo. Era como si hubiera caído fulminado en mitad de una plegaria.
El pánico se apoderó de él. Inmediatamente pensó en la reliquia. ¿Qué había sucedido con ella?
Enseguida dejó escapar un suspiro de alivio.
¡Nada, no le había sucedido nada! Allí estaba, sobre el cofre de plata, intacta. La cogió con cuidado y la guardó bajo llave en el armario situado al fondo de la cripta. Sólo entonces, cuando prestó atención a don Miguel, se dio cuenta de que el sacerdote estaba muerto.
El guarda hizo la señal de la cruz sobre el pobre cuerpo consumido por los años. Si ya tenía que llevárselo el Señor, qué apropiado era, pensó, que hubiera sucedido allí. El viejo sacerdote amaba profundamente ese lugar. Su devoción no había tenido límites. Y ahora parecía estar en paz.
Sin duda había partido a recibir su justo premio en el reino de los cielos.
¡Qué afortunado era!