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Authors: José Calvo Poyato

Tags: #Histórico

El sueño de Hipatia (26 page)

BOOK: El sueño de Hipatia
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—¿Te interesa?

—Sí.

—No sabes cuánto me alegra oírlo. Revela muchas cosas, pero hay tres que he de decirte. La primera es que Venus estaba en posición descendente en el momento en que naciste; como puedes ver aquí —Teón señaló un punto concreto del pergamino—, lo ha estado en los momentos importantes de tu vida; a ello se une que las posiciones de las constelaciones del zodíaco apuntan en la misma dirección que la señalada por Venus.

—¿Qué conclusión sacas de todo eso?

—Que no contraerás matrimonio.

En los labios de Hipatia apuntó una suave sonrisa.

—La posición de Venus ha sido menos importante que mi voluntad. Sabes que he rechazado propuestas de matrimonio por las que muchas otras mujeres hubiesen suspirado.

—Pienso que son los astros los que han determinado lo que tú consideras una decisión personal.

—Ya estamos en la disyuntiva de siempre. Según tú, mi decisión es consecuencia de una determinada alineación de los astros. ¿Y si hubiese decidido casarme?

—Pero lo cierto es que no lo has hecho.

—¡Porque no he querido!

—¡Porque los astros lo señalan!

Hipatia negó con la cabeza.

—¿Cuál es la segunda?

—Naciste un 23 de julio, al comienzo del dominio de la constelación del León, lo que significa que tu vida transcurre bajo la influencia del Sol. El astro rey ha marcado tu fortaleza y te ha convertido en una mujer atractiva, la luz más brillante de Alejandría. ¡Ah, si viviésemos otros tiempos!

—¿Qué me depara el futuro en relación con mi signo del zodíaco?

—Seguirás brillando a pesar de que vivimos tiempos en que las negras alas del fanatismo se extienden por todas partes, pero habrás de tener mucho cuidado.

—Supongo que sí; lo que hoy ha ocurrido es muy grave y la osadía de esas gentes llega cada vez más lejos. ¿Y la tercera cosa?

Teón miró a su hija fijamente.

—Lo que dicen los astros no aparece con tanta nitidez. La conjunción de Saturno y Marte apunta en una dirección concreta, pero su posición permite cierto grado de especulación.

—¿Podrías ser más concreto?

—Has de saber que un grave peligro te amenaza, aunque no acabo de verlo con claridad. En tu horóscopo hay una extraña conjunción planetaria donde las posiciones del Sol, de Júpiter, de Mercurio y de Marte señalan una violencia tal que produce angustia, pero a la vez hablan de conocimiento y sabiduría, en el fondo vislumbro un templo y la imagen del César. Esto último es algo muy extraño que me tiene confuso. —Golpeó varias veces con su dedo índice en los círculos planetarios dibujados con precisión en el centro del pergamino—. ¡Todo es muy extraño! Los astros señalan que estás amenazada por un peligro real, tan oscuro que causa pavor, pero no alcanzo a comprender el papel de… de…

Teón no pudo seguir. La falta de aire lo ahogaba y sus ojos reflejaron una angustia repentina. Se llevó la mano al pecho y su copa rodó por el suelo produciendo gran estrépito.

—¡Padre!

Hipatia se levantó e intentó sostenerlo entre sus brazos antes de que se desplomase.

—¿Qué te pasa?

Tenía el semblante crispado y pálido, abría la boca buscando aire, pero apenas podía respirar. Hipatia pedía a gritos un médico.

—Es inútil, hija. Esto se acaba.

A la llamada de Hipatia acudieron Cayo y otros dos criados. La escena los dejó momentáneamente paralizados.

—¿Qué ocurre? —preguntó el mayordomo.

—¡Rápido! ¡Que alguien avise a Protágoras!

Cayo hizo un gesto y uno de los esclavos salió a toda prisa. Teón negó con la cabeza, miró a su hija y le dijo:

—Escúchame con atención.

—Padre, no te esfuerces, Protágoras estará aquí enseguida.

—Protágoras no puede hacer nada, escúchame.

—No debes hablar.

Teón desoyó la recomendación de su hija. Respiraba con dificultad creciente y tuvo que hacer un gran esfuerzo para susurrarle al oído unas palabras.

—Cuídate, Hipatia —balbuceó con un hilo de voz—. Cuídate mucho y, sobre todo, ten cuidado con el César.

Le dedicó una sonrisa triste y expiró en sus brazos. Hipatia no pudo contener las lágrimas.

18

Ciudad del Vaticano, 1948

En el silencio solo se escuchaba el crujido del moaré de la púrpura de Su Eminencia el cardenal Silvio Piccolomini, presidente de la Sagrada Congregación del Santo Oficio
[3]
. Su aristocrática figura era el legado de muchas generaciones en la cumbre de la sociedad romana, aunque su prestancia en aquel momento había desaparecido y mostraba una imagen impropia de una persona de su rango. No paraba de ir de un extremo a otro de la Stanza della Segnatura, decorada con pinturas de uno de los mayores genios del Renacimiento: Rafael Sanzio. Su secretario permanecía inmóvil en un rincón. De no ser por su negro atuendo se hubiese confundido con alguna de las figuras del fresco.

—¿Qué hora es?

—Van a dar las doce, eminencia.

—¡Tan tarde!

—Sí, eminencia.

—¿Cuánto hace que esperamos?

—Casi dos horas, eminencia.

Piccolomini hizo un gesto de fastidio. Si no fuese porque había insistido en que era un asunto tan grave que no admitía demora, ya haría un buen rato que se habría marchado. Se detuvo ante el fresco
La Escuela de Atenas
, donde Rafael había plasmado, en el medio centenar largo de figuras que rodeaban a Platón y a Aristóteles, el espíritu del mundo que con el paso de los siglos acabó llamándose clásico. Allí estaban los grandes filósofos del mundo antiguo como Diógenes, Plotino, Pitágoras, Parménides o Anaximandro, a los que el artista había puesto el rostro de algunos de sus contemporáneos. Su mirada se detuvo en una figura vestida de blanco que, ajena a las disputas en que estaban inmersos casi todos los demás, miraba hacia el espectador. Era una mujer.

—Sandro, ¿sabes quién es esa mujer?

El secretario miró a su alrededor.

—¿Qué mujer, eminencia? —preguntó extrañado.

—Ésa. —Piccolomini la señaló con el dedo.

—¿La que está vestida de blanco?

—Sí.

—Se dice, eminencia, aunque sin mucho fundamento, que es Hipatia de Alejandría.

—¿Quién has dicho?

—Hipatia de Alejandría, eminencia.

—Nunca he oído hablar de ella.

—Fue una filósofa y matemática contemporánea de san Cirilo. Su muerte…

El chasquido de un pestillo a sus espaldas hizo que interrumpiese su explicación.

—Disculpe, Su Eminencia. —Un clérigo, cuya roja botonadura y fajín del mismo color señalaba su dignidad episcopal, se acercó al príncipe de la Iglesia, hizo un amago de genuflexión y besó el anillo de la enguantada mano que Piccolomini le ofrecía.

—¡Llevo esperando más de dos horas! —protestó muy irritado.

—Pido disculpas a Su Eminencia, pero un asunto de extrema gravedad lo ha tenido ocupado más allá de lo previsto. Ya aguarda a Su Eminencia.

—¡Dos horas! —reiteró Piccolomini, enfatizando sus palabras con dos dedos alzados.

—Lo lamento mucho. Ruego a Su Eminencia que tenga la bondad de acompañarme.

Con paso rápido se dirigieron por las solemnes galerías del Palacio Apostólico hasta una puerta gigantesca. Allí, con gesto desabrido, Piccolomini se desprendió de su capa, que recogió el secretario, y avanzó sin vacilar.

Sentado tras una mesa impoluta, en la que solamente había un grueso cenicero de cristal de Murano, estaba un individuo enjuto, casi diminuto. El despacho era de grandes dimensiones, donde todos los detalles revelaban el enorme poder de quien desde allí ejercía sus funciones. Lo más llamativo de su figura era su nariz aquilina, sobre la que descansaban unas gafas redondas que le daban un aire anticuado. Físicamente era la antítesis de su visitante de aquella noche. Su apellido denunciaba su origen veneciano: se llamaba Giulio Contarini y era el secretario de Estado del Vaticano. Observó con sus ojillos de miope, sin disimular su malestar, cómo el cardenal responsable de la pureza de la fe y del mantenimiento de la ortodoxia se acercaba hasta él.

El semblante de Contarini denotaba un cansancio infinito. Sin levantarse, le ofreció con un gesto de su mano el sillón que había al otro lado de la mesa. Piccolomini aguardó a que estuviesen solos.

—¿Sabes cuánto rato llevo esperando? —se quejó.

Contarini consultó su reloj.

—Dos horas.

—¡Dos horas, Giulio, dos horas! —Otra vez acompañó sus palabras con los dedos de su mano.

—La audiencia con el Santo Padre se ha prolongado más de lo que suponía.

—¡Espero que lo que tienes que decirme merezca la pena!

Contarini no respondió. Sacó de uno de los cajones un sobre y lo deslizó sobre la mesa.

—¿Qué es esto?

—Míralo.

Piccolomini extrajo un folio de papel grisáceo y tacto desagradable donde podía verse impresa la reproducción de un texto manuscrito.

—¿Es una página de ese maldito códice?

—Sí.

—¿Qué tiene de particular?

—Lo que se dice en ese texto.

Piccolomini miró a Contarini.

—Sabes que no leo copto.

El secretario de Estado sacó otro sobre más pequeño y se lo dio a su compañero del Colegio Cardenalicio. En el folio había unas líneas pulcramente mecanografiadas. El semblante de Piccolomini se ensombreció. Miró de nuevo el texto original en copto.

—¿Este fax corresponde a la traducción de esa página del códice?

Contarini asintió apesadumbrado.

—¿Cuándo lo has recibido?

—A eso de las ocho. Lo primero que hice fue llamarte.

—¿Lo sabe Su Santidad?

—Ésa es la causa de tu espera.

—¿Qué dice?

—Está muy preocupado; se ha retirado a su capilla para hacer oración.

Piccolomini dio un puñetazo en la mesa.

—¡No es momento de orar, sino de actuar!

—Eso lo ha dejado en nuestras manos.

—¿Qué piensas hacer?

—Todavía no lo tengo claro, por eso te he llamado. Aunque no lo parezca, estoy tan afectado como tú.

Silvio Piccolomini sacó del bolsillo de su sotana un paquete de cigarrillos y un macizo encendedor de oro. Encendió un pitillo y expulsó el humo lentamente.

—¿Has hablado con El Cairo?

—Sí, me dicen que todo está bajo control, pero después de esto yo no estaría tan seguro. Temo que en cualquier momento podemos encontrarnos con una desagradable sorpresa. Mañana mismo podríamos desayunarnos con un escándalo en la prensa.

Piccolomini se puso de pie y dio otra calada al cigarrillo.

—¿Por qué lo dices?

—Ese periodista, el tal Donald Burton, es un sensacionalista. Me han pasado un informe de las columnas que publica en el
Daily Telegraph
. ¡Imagínate lo que supondría para él desvelar una cosa como ésta!

—Ya sabes lo que pienso desde el principio. Si me hubieses hecho caso…

—Tal vez haya llegado el momento de mostrarnos más enérgicos —concedió Contarini de mala gana.

—¿Eso significa que tengo vía libre?

—No. Eso significa que estoy dispuesto a escuchar el plan que tienes elaborado.

El responsable de la moderna Inquisición se sentó de nuevo y aplastó el cigarrillo en el cenicero. Contarini lo miró por encima de las gafas, que se habían escurrido por su prominente nariz.

—Quiero conocerlo todo, Silvio, hasta los detalles más insignificantes. ¿Me he explicado con claridad?

—Tan claro como el agua, Giulio.

La reunión entre los purpurados, dos de los hombres más poderosos de la Iglesia católica, se prolongó hasta muy tarde. Silvio Piccolomini explicó con todo lujo de detalles el plan que tenía elaborado desde poco después de que tuviesen conocimiento de que en El Cairo había aparecido un viejo códice cuyo mejor destino era uno de los estantes más recónditos de la Biblioteca Secreta.

A las tres de la madrugada, Silvio Piccolomini, seguido por su secretario a dos pasos de distancia, como marcaba el protocolo, caminaba por los silenciosos pasillos del Palacio Apostólico. Los soldados que prestaban su servicio de guardia lo saludaron inclinando sus alabardas, sin dar en el suelo los tres golpes establecidos en el reglamento. Bajó la escalinata de la Biblioteca Apostólica y salió a los jardines de la parte posterior. Notó en su rostro acalorado una reconfortante brisa nocturna. Subió al Buick negro y se acomodó en el asiento trasero.

—¿Adónde vamos, eminencia? —preguntó el chófer.

—A la vía del Corso.

La estridencia del teléfono lo sobresaltó. Estiró el brazo hacia la mesilla de noche, buscando el auricular que no dejaba de sonar.

—¿Quién coño llamará a estas horas? —farfulló somnoliento.

Tardó en descolgarlo; la mujer que dormitaba desnuda a su lado tiró de la sábana para tapar sus grandes senos como si el teléfono tuviese ojos.

—¿Dígame?

—¿Suleiman Naguib?

—¿Quién lo llama?

—Mi nombre es Sandro Martinelli.

—¿Quién diablos es Sandro Martinelli? ¡Sabe usted qué hora es en El Cairo!

—Supongo que algo más tarde que en Roma y aquí son las cuatro de la madrugada.

—¡Son las cinco! —gritó malhumorado.

—¡Pues espabile!

—¡Será cabrón!

—No sea grosero.

—¡Todavía no me ha dicho quién es usted!

—Soy el secretario del presidente de la Congregación del Santo Oficio.

Fue como si le hubiesen arrojado un cubo de agua fría.

—Lamento haberme propasado.

El secretario dejó de lado la disculpa y se limitó a indicarle:

—Le paso a Su Eminencia.

Mientras Naguib se incorporaba sobre el cabecero de la cama y notaba cómo unas pequeñas gotas de sudor perlaban su frente, Martinelli ofrecía el teléfono a su jefe, tapando el micrófono con la mano.

—Está al aparato, eminencia.


Prego
.

—Siempre a las órdenes de Su Eminencia.

Naguib parecía ya otra persona. Se mostraba deferente y su somnolencia había desaparecido. En aquellos segundos tomó conciencia de que si el propio cardenal Piccolomini estaba llamándolo en plena noche, tenía que ser por algo sumamente importante.

—¿Puede hablar?

—Por supuesto, eminencia.

—¿Está solo?

Miró a la joven que mantenía la sábana pegada a su cuello. Era una bailarina del vientre de un club del barrio de Tawfiqiya, con la que había ajustado pasar una noche. La muchacha le dedicó una sonrisa.

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