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Authors: José Calvo Poyato

Tags: #Histórico

El sueño de Hipatia (33 page)

BOOK: El sueño de Hipatia
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El bolso de piel de cocodrilo que regalé a Ann compensó en parte su decepción por marcharse sin ver las Pirámides. Era algo inconcebible, pero las circunstancias mandaban.

Cuando regresamos al Shepheard eran las seis y media de la tarde; teníamos el tiempo justo para preparar nuestros equipajes y cenar. La azafata de la BOAC nos había insistido en que el vuelo partía a las diez de la mañana y que debíamos estar en el aeropuerto al menos con dos horas de antelación para solventar todo lo referente al embarque y al tedioso asunto de pasar los controles. Desde la independencia, en muchos aspectos más teórica que real, los egipcios se mostraban muy suspicaces con los británicos en los trámites aduaneros. Era una de las pocas formas que tenían de indicarles a quienes los habían dominado hasta hacía poco que ahora mandaban ellos. Estar a las ocho en el aeropuerto significaba que habríamos de salir del hotel no más tarde de las siete para recorrer los quince kilómetros que había hasta Heliópolis.

Pedí en recepción que llamasen al profesor para comunicarle que el viaje estaba resuelto y decirle que, si deseaba acompañarnos a cenar, no podíamos demorarlo mucho. Al día siguiente había que madrugar.

—Míster Best no contesta, ¿está usted seguro de que se encuentra en su habitación? —me preguntó el recepcionista después de repetir la llamada, por si estaba en el cuarto de baño.

—Tal vez esté en la terraza.

Allí lo buscamos, pero no estaba. Dimos una vuelta por los salones del Shepheard que solo sirvió para comprobar que había sido una lástima no disfrutar de tan suntuosas instalaciones. Best no estaba allí, no aparecía por ninguna parte. Volvimos a la recepción y pedí que lo llamasen de nuevo. El intento resultó tan infructuoso como el anterior. Una inquietud creciente se adueñó de mi ánimo porque tenía la certeza de que el profesor no había salido del hotel. El Shepheard era para él una especie de refugio. Subí a su habitación y llamé insistentemente a la puerta sin obtener respuesta. Cada vez más agobiado, acudí de nuevo a recepción y ordené que la abriesen.

Uno de los recepcionistas acompañado de un mozo —en el Shepheard todo era muy ceremonioso— vino con nosotros. Abrieron la puerta y nos encontramos la habitación sumida en una oscuridad total. El mozo encendió la luz y, ante el panorama que se ofreció a nuestros ojos, Ann y yo no pudimos evitar un grito de angustia.

Best estaba atravesado en la cama con la cabeza colgando fuera de ella; no se requería ser un experto para saber que le habían partido el cuello. Tenía los ojos muy abiertos. Todo estaba revuelto.

El mozo iba a enderezar un sillón volcado pero lo detuvo el grito del recepcionista.

—¡No toques nada, Ali!

Miré a Ann, estaba rígida y pálida. Tenía la vista fija en el cadáver de Best. Yo estaba tan horrorizado como ella. Mis ojos iban, una y otra vez, de ella al profesor. No sabía qué hacer ni qué decir.

24

Alejandría, año 414

Siro lo había intentado en dos ocasiones, pero tuvo que desistir. La primera porque se confundió y apareció en el jardín. La segunda porque un esclavo estuvo a punto de descubrirlo en un lugar donde habría tenido muy difícil explicar su presencia. La numerosa servidumbre que prestaba servicio en la casa de Hipatia hacía que el riesgo fuese elevado. Sabía que si lo sorprendían, no tendría otra oportunidad de satisfacer los deseos del archidiácono que empezaba a impacientarse. Aurelio le decía que ponía poco empeño y que el patriarca no dejaba de preguntarle.

Una mañana, cuando llegó a casa de Hipatia para recibir una clase en que la matemática iba a explicarles el desarrollo espacial de los cilindros, conos y pirámides, se encontró con un ajetreo inusual.

—¿Qué ocurre? —preguntó a un esclavo con el que se cruzaba con cierta frecuencia.

—Esta tarde habrá un concierto de arpa con acompañamiento de coros. La música es uno de los placeres a los que mi ama dedica mayor tiempo. Los conciertos forman parte de la vida en esta casa. En el de hoy, además de los coros, habrá muchos invitados. Entre ellos estará el prefecto imperial.

—¿Vendrá Orestes?

El esclavo lo miró con suficiencia.

—¡Pues claro! Bebe los vientos por mi ama, creo que por eso asiste a sus clases. Aunque no sería el primero que sale trasquilado.

Siro sabía que corrían rumores acerca de lo deferente que el prefecto, un hombre ya maduro, se mostraba con Hipatia y, en efecto, se encontraba entre su reducido grupo de alumnos.

Terminada la clase se hizo el remolón, pensando que podía tener una oportunidad. La actividad era incesante por todas partes: se limpiaba a fondo, se trasladaban muebles y unos carpinteros montaban un escenario en el patio principal donde iba a celebrarse el concierto. Siro había descartado buena parte de las dependencias de la planta baja, pero ignoraba si su objetivo se encontraba al otro lado del jardín o, por el contrario, tenía que dirigir sus pesquisas hacia la planta primera o incluso llegar hasta las dependencias que había junto a la terraza.

Cayo apareció en aquel momento.

—¡Tú y tú! —indicó sin detenerse a dos esclavos que ayudaban a los carpinteros—. Venid conmigo a la biblioteca.

Inesperadamente, la suerte se había convertido en su aliada y Siro decidió aprovecharla.

—¿Puedo ayudar?

Cayo lo miró. Había visto al joven alumno de su ama en alguna ocasión.

—Puedes.

Dejó el cartapacio con sus apuntes en una silla y siguió al grupo que ya iba escaleras arriba. Subieron a la amplia terraza y la cruzaron hasta llegar a la puerta de nogal ricamente labrada. Cuando Cayo la abrió, a Siro se le cortó la respiración. ¡Aquello era la biblioteca de Hipatia! Sin duda, la mejor de las que se conservaban en Alejandría. Allí había tesoros bibliográficos acumulados por varias generaciones de eruditos. Los estantes aparecían repletos de rollos de pergamino, había pilas de cuadernos de papiro y de volúmenes encuadernados en delicadas pieles, algunas de ellas teñidas de colores. Jamás había visto tantos textos juntos. Se estremeció al pensar que era allí donde tenía que buscar los dos códices. El archidiácono le había proporcionado algunos datos, pero eran insuficientes. Localizar lo que Aurelio deseaba era imposible en una escapada furtiva. Además, si lo descubrían, no podría explicar su presencia; la biblioteca no era un lugar de paso, ni tampoco podía alegar haberse extraviado. Estaba sobrecogido ante los rimeros de legajos y las largas filas de volúmenes. Cayo lo miró.

—¿Habías visto algo parecido?

Siro le respondió con otra pregunta.

—¿Hipatia ha leído todo esto?

—No sabría decirte, pero desde muy pequeña ha dedicado mucho tiempo al estudio. Parte de su vida ha transcurrido entre estas paredes.

Siro avanzó unos pasos hacia el corazón de aquel santuario del saber. Alzó la vista y se quedó pasmado.

—¿Qué es eso? —preguntó señalando la bóveda que cubría la parte central de la biblioteca.

—Una representación de la bóveda celeste; se puede contemplar el firmamento de Alejandría, en el momento del solsticio de verano.

Siro miraba embobado.

—¡Pueden verse todas las constelaciones!

—Por supuesto.

—¡También los signos del zodíaco!

—¿Te interesa la astronomía?

Siro iba a responder con una negación, pero se dio cuenta de que era una mala respuesta.

—Mucho.

—¿Y la astrología?

El joven acólito sintió cómo se le erizaba el vello de la nuca. Había oído decir al archidiácono que se trataba de asuntos relacionados con la brujería y otras ciencias ocultas. Le costó trabajo vencer sus recelos.

—También.

Los esclavos aguardaban cruzados de brazos, pero Cayo parecía haber olvidado el por qué habían subido a la biblioteca.

—¿Sabes quién era Teón?

—El padre de Hipatia, ¿no?

—Sí, pero ¿sabes que era el mejor astrólogo de Alejandría?

Siro negó con un movimiento de cabeza. Su mirada iba de la bóveda a las largas filas de los códices que reposaban en los nichos.

—Entonces, ¿no has oído hablar de sus trabajos? —le preguntó extrañado.

—No.

Cayo pensó en la fragilidad de la memoria. Apenas había transcurrido una década desde la muerte del sabio y aquel joven ignoraba su importancia.

—Ven, voy a mostrarte algo.

Fue a un estante donde reposaban numerosos rollos perfectamente ordenados, cogió uno y lo desplegó sobre una mesa, valiéndose de unos pequeños pesos de plomo. En la delicada vitela del pergamino podían verse cuatro círculos donde estaban representado el firmamento y en las circunferencias que formaban sus orlas podían verse los signos del zodíaco.

—Fíjate qué maravilla. Teón lo llamaba el pergamino de las Cuatro Estaciones.

—¿Por qué razón?

—Porque aquí está recogida la posición de los cuerpos celestes en los momentos en que cambian las estaciones en el ciclo anual, los dos solsticios y los dos equinoccios. Éste es el solsticio de verano. —Cayo señaló uno de los círculos—. Aquí ves el firmamento cuando el sol está en la vertical del trópico de Cáncer y éste es el de invierno, cuando su posición la determina el trópico de Capricornio. Estos otros dos círculos reproducen los equinoccios de primavera y otoño, cuando el sol se encuentra sobre el ecuador y los días tienen la misma duración que las noches. No encontrarás unas representaciones como éstas; mi amo las hizo observando el firmamento desde esa terraza. —Cayo se volvió y, al ver a los dos esclavos en actitud indolente, recordó por qué estaban allí—. Aguarda un momento.

Fue hasta ellos y les señaló unos atriles.

—Coged dos cada uno y tú —dirigiéndose a Siro— espérame aquí.

Siro no podía dar crédito a su buena suerte. ¡Estaba a solas en la biblioteca de Hipatia! El archidiácono le había dicho que se trataba de dos códices, encuadernados en cuero, sin muchas filigranas ni primores. Se olvidó de los nichos donde estaban apilados los rollos y se concentró en las baldas donde reposaban los códices, desentendiéndose de las finas encuadernaciones en tafilete. Era consciente de que no disponía de mucho tiempo, pero, si la suerte continuaba siéndole propicia, quizá fuera suficiente. Su búsqueda iba encaminada a encontrar textos escritos en copto. Abría y cerraba los volúmenes con rapidez; la mayoría de ellos estaban escritos en griego y algunos en latín. Sentía que el tiempo pasaba muy deprisa, aunque Cayo no regresaba. Después de media hora Siro había revisado todo lo que podía vislumbrar, relacionado con su búsqueda, pero allí no había textos en copto.

Se acercó a un mueble, preciosamente trabajado con incrustaciones de diversas maderas y con el frontal distribuido en puertecillas y pequeños cajones. Empezó a abrirlos y a escudriñar lo que allí se guardaba. Sentía que estaba profanando la intimidad de una de las personas que más admiraba, pero no podía dejar de hacerlo. Encontró un pliego, cuya escritura identificó como copto, aunque no entendía lo que aquellos trazos breves y nerviosos decían. Decidió llevárselo para mitigar su frustración y también como prueba de que había cumplido con el encargo. Con cierta amargura, ocultó la hoja de papiro bajo su túnica y se dispuso a esperar junto al pergamino de las Cuatro Estaciones.

—¡Supongo que habrás disfrutado! —exclamó Cayo desde el umbral de la biblioteca, al verlo inclinado sobre la mesa.

—¡Es una maravilla! —exclamó fingiendo alegría—. ¡Lástima que no pueda quedarme más tiempo! Espero tener ocasión de volver a ver estos tesoros.

—¿Tienes que marcharte? —El mayordomo parecía desilusionado.

—Es una pena, pero tengo obligaciones y no puedo retrasarme más.

Dos horas después comparecía ante el archidiácono para contarle su peripecia. Conforme avanzaba en sus explicaciones, las esperanzas de Aurelio se desvanecían. Cuando concluyó, Siro se dio cuenta de que lo miraba con suspicacia.

—¿Toda esa historia no será fruto de tu imaginación?

El joven acólito sintió un aguijonazo. Había aceptado el encargo de mala gana. Hipatia era una excelente maestra a quien respetaba y la había traicionado. Ahora el archidiácono apenas valoraba su sacrificio. Sin decir palabra, sacó el papiro y se lo entregó.

—¿Qué es esto? —La voz de Aurelio sonaba desabrida.

—La prueba de que he estado en la biblioteca de Hipatia.

—¿Qué es?

—Lo único que he encontrado escrito en copto.

El archidiácono abrió el papiro sin disimular su disgusto; sin embargo, al leerlo se le iluminó el rostro.

—¿Has leído lo que aquí está escrito?

—No sé copto.

—¡Es una carta del hereje Papías a Hipatia! ¡Esto es un tesoro, Siro, un tesoro!

El joven estaba confundido. La situación parecía haber cambiado. Preguntó tímidamente qué decían aquellas líneas.

—Lo que dicen es que se le entregue el depósito a un tal Apiano. ¡Apiano es un peligroso hereje! ¡Los códices que buscamos están en su poder! ¡Esa impía hembra ha ayudado a los herejes y aquí está el testimonio de su colaboración!

El acólito no acababa de comprender la alegría del archidiácono, aunque la verdad era que él apenas conocía los entresijos de aquella historia.

—¡Ven, acompáñame!

Aurelio daba tales zancadas, que le costaba trabajo seguirlo. El archidiácono estaba exultante cuando llegaron a la antesala del despacho del patriarca. Susurró algo al oído de Petrus quien asintió y entró al despacho sin llamar. Aguardaron unos minutos, pero el acólito vio frustradas sus expectativas de llegar hasta Cirilo, pues solo Aurelio accedió al patriarca. Se apartó a un rincón, deseando escapar de la mirada de aquel fraile de pobladas y negras cejas de quien se contaban sangrientas historias.

La espera fue larga o al menos eso le pareció a Siro, que se sentía intimidado con la sola presencia de aquellos individuos de aspecto tosco y actitudes groseras, que el patriarca denominaba los guardianes de la fe. Se sintió aliviado cuando vio salir a Aurelio. El archidiácono rebosaba satisfacción.

25

El Cairo, 1948

Mustafa el-Kebir dio la última calada a su Cleopatra y lo aplastó en el cenicero. Era un tipo enjuto, de piel cetrina y pelo negro muy rizado; en su perilla habían aparecido algunas canas y tenía unos ojos saltones que daban a su mirada un aire muy especial. También estaba presente Benjamin Robinson, el responsable de prensa de nuestra embajada en El Cairo, con quien tenía una vieja relación desde nuestro tiempo de estudiantes. El embajador lo había enviado al Shepheard para ayudarnos en aquel trance, pero apenas habíamos tenido tiempo de hablar; llegó al hotel unos minutos antes que la policía egipcia y, después de presentarle a Ann, apenas pudimos explicarle nuestra situación. Su consejo fue no mentir y ser parcos en nuestras respuestas.

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