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Authors: Javier Negrete

Tags: #Tramorea 3

El sueño de los Dioses (41 page)

BOOK: El sueño de los Dioses
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Lo que vio lo dejó tan horrorizado que empalideció y vomitó en un rincón del templo, pero no les dijo nada ni a Barim ni a los sacerdotes; simplemente, se marchó de allí.

Mihir Barok decidió repudiar a su esposa. Pero esa misma noche fue él quien, a solas en el dormitorio, recibió la visita de Himíe.

—No te atrevas a hacerles ningún daño a esa mujer ni al niño que nacerá de su vientre —le advirtió la diosa—. Pues es hijo mío, aunque en verdad te digo que también lleva tu semilla.

El emperador no lograba entender cómo podía ser el feto hijo de Himíe y suyo, a no ser que la diosa hubiera poseído el cuerpo de Ilizia durante la cópula en la que lo habían concebido. Podría ser, pues los asuntos divinos son intrincados e impredecibles, pero ¿por qué su esposa se había visto obligada a sufrir las extrañas y denigrantes manipulaciones a las que la había sometido la estatua de Tarimán, que durante unos minutos había cobrado vida?

En este punto del relato, Togul Barok le había preguntado a Mendile en qué consistieron aquellas «manipulaciones». La viuda del emperador tan sólo le supo contestar que no se había tratado de un coito. Mihir Barok, que se lo había contado a ella una noche en que bebió más de la cuenta, se había negado a precisar más detalles.

Después de lo que había visto, el emperador hizo que retiraran del templo la estatua de madera de Tarimán, un
Xóanos
antiquísimo, con el pretexto de que la humedad la estaba deteriorando. La sustituyeron por una copia de bronce, y el original lo encerraron en los sótanos del palacio tras una puerta blindada que, para mayor seguridad, sellaron con ladrillos. En cuanto a su esposa, el emperador, temeroso de contrariar a Himíe, no le hizo ningún daño. Pero tampoco volvió a admitirla en su lecho ni le dirigió nunca más la palabra.

Meses después, tras casi diez de gestación, nació Togul Barok. No bien abrió los ojos comprobaron que tenía dos pupilas, y también otra extraña peculiaridad: una especie de gran V en la espalda formada por líneas rojas. Aquella marca se borró con el tiempo, pero sus ojos siguieron siendo igual de inhumanos.

Pese a lo que le había prometido Himíe, la desventurada Ilizia contrajo una fiebre puerperal que la mató en dos días. El emperador no tardó en casarse de nuevo con su tercera y última esposa, Mendile. En cuanto al niño, apenas quiso tener relación con él. Si bien Himíe le había asegurado que era hijo de ella y de él, Mihir Barok sospechaba que más bien debía serlo de Ilizia y de Tarimán. De sangre divina, sí, mas no de un legítimo Barok.

Hijo de Himíe o de Tarimán, ¿qué más daba? Los dioses habían intentado matarlo. Si no lo habían conseguido era gracias a la lanza negra. Viendo cómo la utilizaba el Sabio Cantor y después usándola él mismo, Togul Barok había comprendido que no sólo era un arma mágica, sino también inteligente, pues interpretaba los deseos de su dueño. Con un requisito: dirigirse a ella en la misma lengua que utilizaba el Sabio Cantor.

Togul Barok la había aprendido durante su larga peregrinación con la Tribu, y cuando la dominó comprendió que se trataba del Arcano. El mismo idioma en que estaban escritos los versos de una profecía que Derguín le había traducido por la fuerza en la biblioteca de Koras. (Y qué ocasión de matarlo había perdido entonces...)

Kélainon doru érudhra mághaira

sumpléxontai en Pratei bhoberói

endha mégalai bhloges aién áidhontai.

Entonces lanza negra y espada roja

entre sí chocarán en el terrible Prates

donde arden por siempre las llamas del gran fuego.

Desde su peregrinaje subterráneo, la profecía había cobrado nuevo significado para él. La lanza negra no podía ser otra que la que le había arrebatado al Sabio Cantor. O más bien era un fragmento de la lanza: le faltaba la contera y tenía aspecto de haber sido limpiamente segada por un tajo, probablemente de
Zemal
. Desde luego, un arma de metro y medio de longitud parecía poca cosa para todo un dios.

Ahora, mientras hacía girar la lanza entre sus manos, sentado en una piedra tras la cara oriental de la Espuela, Togul Barok volvió a pensar en aquellos versos. Su destino y el de Derguín parecían inextricablemente unidos. Según Ulma Tor, Derguín era hijo del hermano gemelo de Mihir Barok, lo que según las leyes lo convertía, a todos los efectos, en medio hermano suyo. Por supuesto, siempre que la parte divina de la sangre de Togul Barok procediera de Himíe y no de Tarimán...

Qué dolor de cabeza
, se dijo al pensar en aquel embrollo.

Déjame salir a mí y se acabará el dolor
, le propuso el gemelo colérico.

Derguín y Togul Barok habían luchado por
Zemal
en la torre de Arak. Y ahora, o más tarde, o dentro de unos años, tendrían que volver a enfrentarse en el terrible Prates. Que, de hacerle caso a los mitos, era tanto como decir en el mismísimo infierno.

Curiosamente, los miembros de la Tribu también hablaban del Prates. Mas para ellos no se trataba de un infierno, sino de un paraíso perdido, la fuente de la luz que andaban buscando. Cuando llegaran a él, su fulgor les quemaría las retinas y entonces podrían contemplarlo con los ojos del alma por los siglos de los siglos.

Togul Barok recordó el final de la profecía.

Tot' áidheros haima sun ghdhonós

háimatí maghésetai

kairós d'estai tu krátistu.

Entonces la sangre de la tierra y la sangre del cielo

entre sí lucharán

y será el momento del más fuerte.

No albergaba dudas sobre quién era el más fuerte de los dos, máxime ahora que poseía un arma como la lanza negra. La sangre de la tierra debía ser la de Derguín, la del cielo la suya. En aquel sueño, su presunta madre Himíe le había dicho: «Hemos dormitado mil años aguardando nuestra venganza. Ahora llega la hora de la gloria. Se te envió entre los hombres para pasar como uno de ellos, pero llegado el momento tu naturaleza se revelará a todos. Vete y merece el orgullo de tu madre».

¿El orgullo de tu madre? Buena madre es la tuya, que ha intentado destruirte y ha aniquilado a tu ejército. ¡Las rameras del Eidostar cuidan más a sus hijos!

Por una vez, Togul Barok hubo de darle la razón al gemelo colérico. Durante horas habían vagado por el campo de batalla y los alrededores para reagrupar a los restos de su ejército. Tan sólo había encontrado a doscientos treinta hombres capaces de caminar por sí solos. Había venido a Mígranz con treinta y dos mil soldados. Las cuentas eran sencillas. Prácticamente había perdido a noventa y nueve de cada cien hombres.

No podía creer que aquello fuese un accidente. Que era obra de los dioses saltaba a la vista al contemplar el rostro barbudo que los observaba desde la faz de Rimom. De todos los lugares del mundo, los Yúgaroi habían elegido Mígranz y la llanura situada al oeste de la Espuela para arrojar el fuego del cielo. Justo donde se encontraban él y su ejército.

Al otro lado de la Espuela, al este, no habían encontrado ni un solo cráter. Todos los meteoritos habían caído con asombrosa precisión sobre el castillo y sobre ambos ejércitos. ¿Ésa era la forma de revelar a los hombres la verdadera naturaleza de Togul Barok, aniquilando a sus tropas?

Déjame que tome yo el control. Pero déjamelo de verdad, durante el tiempo suficiente para que logre nuestra venganza, hermano. Con esa lanza somos invencibles.

¡Por la maldita Himíe, fuera su madre o no, la cabeza le iba a reventar!

—Señor...

Togul Barok levantó la mirada. Para Capitán y el resto de los Noctívagos, era simplemente «señor». Para los demás debía ser «majestad».

—Dime, Capitán.

—Es imposible subir a Mígranz. El camino está cortado, y además no dejan de caer cascotes de la fortaleza. Quizá cuando amanezca encontremos otro sendero.

Togul Barok había enviado una patrulla a la fortaleza por si el azar hubiese tenido a bien salvar algún sótano o bodega con provisiones. De los víveres que habían traído ellos no quedaba nada: o se habían volatilizado o las acémilas que los cargaban habían huido despavoridas. Y en el campamento Trisio tampoco hallaron más que cenizas.

—Me temo que nos saltaremos la cena de hoy, Capitán. Mañana será otro día.

Al menos allí, al amparo de la cara oriental de la Espuela, el aire estaba limpio. El viento soplaba del este, poco a poco barría del campo de batalla la nube de polvo e impedía que llegara a este lado del peñasco.

Togul Barok agachó la cabeza y se apretó las sienes. El dolor se volvía cada vez más insoportable, pero no quería ceder el control. Su gemelo era capaz de descargar su frustración sobre sus propios hombres, y bien sabían los dioses que aquí no disponía de tantos como para permitirse el lujo de prescindir de ellos, y mucho menos de los Noctívagos. Cuando regresara a Áinar podría organizar más tropas, al menos cien mil soldados con experiencia y otros tantos bisoños. Pero ¿qué haría con ellos? ¿Subirlos a las tres lunas para guerrear contra los dioses?

Mientras se clavaba los dedos en la cabeza con tanta fuerza que habría podido reventar una sandía, se dio cuenta de que el suelo, oscuro por la sombra de las ruinas de Mígranz, se teñía de verde. Entre algunos de los soldados sentados en las inmediaciones se oyeron murmullos de temor. Shirta estaba asomando por el este. ¿Habría otro rostro dibujado en su superficie anunciando una segunda ola de destrucción?

Por alguna razón que él mismo no acabó de entender, le invadió un extraño temor de que le quitaran la lanza de poder, y se la escondió a la espalda. Después giró poco a poco el cuello. Aún no había alzado apenas los ojos cuando vio en el suelo una sombra. Una cabeza, un cuerpo que caminaba apoyándose en un báculo que no parecía necesitar. La sombra era muy larga.

Es porque la luna acaba de salir
, pensó.

Pero al terminar de levantar la mirada, comprobó que el hombre que se le acercaba era muy alto. Aunque no tanto como él, no bajaría de dos metros.

Por un momento, al verlo recortado contra la luz verde, dudó. La trenza cruzada sobre el hombro y el pecho, el parche en el ojo... ¿No era Ulma Tor, el nigromante que le había prometido conseguirle la Espada de Fuego y había fracasado de forma lastimosa? El pelo de Ulma Tor era negro, su tez morena y vestía de oscuro, mientras que el cabello del recién llegado se veía blanco y su capa parda o grisácea. Pero ahora casi todos tenían el pelo y la ropa teñidos de gris por el polvo y las cenizas.

No, no podía ser él. Ulma Tor no era tan alto. Además, llevaba el parche en el ojo izquierdo, mientras que aquel hombre era tuerto del derecho. Y debía tener muchos más años, o al menos lo parecía.

Fuera por la mezcla de apatía y desesperación que reinaban entre los soldados o por la seguridad con que caminaba, nadie hizo ademán de detener a aquel hombre. En el báculo llevaba atada una bandera blanca. Cuando estaba a unos pasos de Togul Barok, el desconocido la arrancó, hizo un gurruño con ella y se la tiró.

El emperador de Áinar la recogió al vuelo y, sin levantarse de la piedra donde estaba sentado, la desenvolvió. Dos serpientes enroscadas: el símbolo de los heraldos.

Había otra serpiente tallada alrededor del báculo. Su cabeza giraba en ángulo recto formando el puño del bastón. Los ojos eran dos joyas que la doble visión de Togul Barok interpretó como violetas, pero bien podrían ser verdes o rojas. En cuanto a la cara y las manos del desconocido, no se veían tan azuladas y gélidas como las de Ulma Tor, pero notaba algo raro en ellas. Demasiado uniformes, tal vez.

—De modo que eres un heraldo. ¿Vienes a ofrecerme la rendición de la fortaleza?

—Bien sabes que ya no hay nada que rendir, emperador.

Por fin, los hombres de Togul Barok reaccionaron. Seis soldados rodearon al heraldo, que abrió la capa para demostrar que no llevaba armas.

—Dejadle en paz —ordenó Togul Barok—. No es necesario que me defendáis.

—Sabemos que eres perfectamente capaz de protegerte solo, señor —dijo Capitán—. Pero están ocurriendo tantas cosas raras...

Togul Barok lo despachó con un gesto, y con otro indicó al viejo que se sentara. El heraldo miró a su alrededor y comprobó que por allí cerca no había ningún asiento ni piedra, salvo la que servía de acomodo para las posaderas del emperador.

—Seguiré de pie.

—No será por no mancharte la ropa, ¿no? Parecemos todos pescados rebozados en harina —dijo Togul Barok.

—Me da cierto pudor sentarme delante de un emperador.

—Eres muy alto, amigo. Me duele la cabeza de torcer el cuello para mirarte.

No era normal que Togul Barok confesara una debilidad. Pero la presión en el temporal derecho era tan intensa como un corazón palpitando ahí dentro,
TUMM
,
TUMM
,
TUMM
, y no le dejaba oír sus pensamientos. Sabía que había perdido la batalla con su gemelo: era cuestión de segundos que tomara el control.

—No obstante, seguiré de pie —se empeñó el heraldo.

—No tengo costumbre de repetir las órdenes.

—Ni yo de aceptarlas.

—¡Allawé!

La interjección Ainari brotó de sus labios al mismo tiempo que sus cuádriceps y gemelos se estiraban como muelles para levantar sus ciento veinte kilos de peso y
Midrangor
salía de la funda en una rapidísima Yagartéi.

—¿Sigue doliéndote la cabeza?

Togul Barok jadeó. Los hombres de guardia se acercaron, pero él los contuvo.

—No pasa nada, Capitán. Sólo ha sido un... experimento.

El gesto de Capitán revelaba que no lo creía en absoluto, pero no se atrevió a contrariar a su señor y se apartó unos pasos.

Togul Barok no sabía muy bien qué había pasado. ¿Por qué el cuerpo de aquel insolente conservaba todavía la cabeza sobre los hombros?

En realidad, no era su intención decapitarlo. Había obedecido a un impulso de su gemelo colérico. Pero el viejo tuerto se lo había buscado, empeñándose en oponerse a él. ¿Es que los heraldos no asistían a ninguna escuela donde les enseñaran que la primera lección era no llevar la contraria a un rey, y menos a un emperador?

Algo había fallado.
Midrangor
había completado un arco perfecto, pero ni siquiera llegó a rozar al viejo, que estaba un paso más atrás de lo que él había calculado.

¿Desde cuándo cometía él errores de cálculo?

—Tu dolor de cabeza —insistió el heraldo.

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