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Authors: Javier Negrete

Tags: #Tramorea 3

El sueño de los Dioses (39 page)

BOOK: El sueño de los Dioses
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Se le ocurrió otro pensamiento inquietante.

—Y Ariel...

—No, ella tampoco estaba. Seguro.

Derguín suspiró de alivio. El Mazo continuó su relato. Una de las Atagairas muertas debía ser la encargada de que El Mazo no despertara, porque tenía en la mano un estilete como el de Ziyam. De hecho, El Mazo recordaba su rostro vagamente, por los escasos ratos en que lo dejaban despierto y le daban de comer y beber para que no muriera de inanición.

Pese a que la cabeza le daba más vueltas que un derviche, El Mazo salió de las ruinas de la pagoda. Por la luz y el frescor de la brisa, debía haber amanecido hacía unos minutos. Alrededor del templo había muchas casas derrumbadas y se oían voces y lamentos por doquier. La gente empezaba a salir de los edificios, arrastrando fuera a los heridos y a algunos muertos.

Pero el desastre no había hecho más que empezar.

El suelo empezó a trepidar otra vez. Aunque el temblor era menos violento, El Mazo pensó que era mejor apartarse del acantilado, donde podrían caer rocas o cascotes desde las alturas, y dirigirse a la playa de la Espina. No fue el único a quien se le ocurrió, de modo que se organizó una marea humana que bajó por las estrechas calles del Nidal hacia la bahía. Pese a que seguía algo mareado, El Mazo aprovechó su corpachón y logró abrirse paso entre la multitud.

Cuando llegó al extremo norte de la playa, a pocos metros del espigón que cerraba el puerto de la Seda, descubrió que el centro de la bahía borboteaba como un caldero hirviendo. Ante los ojos estupefactos de millares de personas, las aguas se rompieron y de ellas brotó una columna de vapor blanco que se levantó en el aire más de cien metros entre silbidos pavorosos.

El suelo seguía temblando. Por las laderas y paredes de la gran C que formaba la caldera corrían regueros de polvo debidos a los desprendimientos de rocas, y también a la caída de muros de contención, árboles, lienzos y casas enteras que se precipitaban al vacío. Alguien apartó la vista del agua y señaló hacia las alturas con un grito de horror.

—¡Los funiculares!

Había tres funiculares en Narak, uno por cada uno de los distritos altos. Los cables de los tres oscilaban como cuerdas de laúd a punto de romperse mientras las torres de sujeción se sacudían a los lados. El primero que se derrumbó fue el de la Buitrera, el mismo que El Mazo utilizaba cuando quería visitar a Derguín en su casa. Había tres o cuatro cabinas bajando en aquel momento, y todas ellas se estrellaron contra las rocas y se hicieron añicos. Los otros dos funiculares cayeron poco después.

Los ruidos en el agua atrajeron de nuevo las miradas al centro de la bahía. Entre la nube blanca estaba apareciendo una isla que surgía de las aguas como una gran bestia negra. En cuestión de minutos se levantó hasta una altura de más de quince metros. El islote tenía forma de cono, pero de pronto, sin previo aviso, la parte superior reventó con una aterradora explosión cuya onda expansiva se notó a un kilómetro como una violenta bofetada de calor.

Un chorro de llamaradas rojas y amarillas mezcladas con un espeso humo negro subió a las alturas. El Mazo creyó ver una figura humana que volaba entre las llamas.

—Fue tan rápido que pensé que mis ojos me habían engañado. Pero a mi lado había más gente que también lo había visto.

Era él
, se dijo Derguín, pensando en el gigante de la armadura oscura.

Lo peor estaba por llegar. Mientras el suelo seguía temblando, del boquete que había quedado tras la explosión del cono central de la isla surgió una criatura espantosa, un gusano gigantesco cuya aparición provocó más gritos de pánico entre la muchedumbre.

—¡Era de fuego, Derguín! Imagínate una lombriz o una babosa, pero más grande que una ballena o un karchar, y tan largo que cuando su cabeza ya había llegado al agua su cola aún salía por el agujero de la isla. Su cuerpo era como un hierro al rojo vivo, casi blanco. Si cerrabas los ojos, seguías viéndolo en color verde, como cuando te quedas mirando el sol demasiado rato. Estaba tan caliente que en cuanto tocó el agua empezaron a levantarse chorros de vapor.

El Mazo aderezaba su relato con abundantes gestos y onomatopeyas, en este caso un largo siseo para describir cómo hervía el agua de la bahía. Por sus cálculos, aquel gusano de fuego medía al menos sesenta metros de longitud y seis o siete de grosor. Derguín habría pensado que exageraba tanto como un pescador hablando de sus capturas, si no fuera porque los estragos que contemplaba ante sus ojos sólo podían ser obra de fuerzas titánicas.

El gusano desapareció bajo las aguas, pero era fácil adivinar su trayectoria por el resplandor que se vislumbraba en las profundidades y por el reguero de vapor siseante que se levantaba a su paso. Los gritos de terror se calmaron un poco cuando la gente comprobó que se dirigía hacia el puerto de Namuria, en el otro extremo de la bahía. Cuando emergió allí, su luz pareció hacerse más intensa, y en apenas un minuto el bosque formado por los cientos de mástiles de los barcos de guerra estaba en llamas. Alrededor del Mazo hubo llantos y gemidos de consternación: la clave del poder de la ciudad, su flota, estaba ardiendo ante los ojos de los Narakíes.

Sin dejar apenas respiro, tres gusanos más pequeños, de entre diez y quince metros de longitud, salieron a la vez del boquete central. Con una rapidez sorprendente reptaron por la isla y se arrojaron al agua para dirigirse hacia la costa. Su fulgor aún se veía bajo las aguas cuando brotó un quinto gusano, tan gigantesco como el primero, seguido de otros dos menores.

Los tres gusanos adelantados salieron del agua en el extremo sur de la playa de la Espina, a unos seiscientos metros de donde se hallaba El Mazo. Uno de ellos empezó a reptar escaleras arriba hacia la Buitrera arrasándolo todo a su paso. El puro contacto de sus cuerpos incandescentes convertía la arena en vidrio y hacía arder la madera con violentas llamaradas. Por si esto fuera poco, aquellas criaturas movían a los lados la cabeza, abrían un orificio en forma de estrella que debía hacer las veces de boca y vomitaban unos chorros cegadores que lo fundían y abrasaban todo.

Cuando el segundo gusano gigante asomó la cabeza a menos de doscientos metros del Mazo, éste comprendió que la playa no era lugar seguro. Pese a que el suelo seguía sacudiéndose, se dio la vuelta y decidió que lo mejor que podía hacer era regresar a las ruinas de la pagoda. Si un cascote o una piedra le partían en dos la crisma, sería un fin más rápido que quemarse vivo.

De nuevo su corpulencia le sirvió para abrirse paso, ahora en sentido contrario. La multitud gritaba de pánico y cada uno pugnaba y empujaba por huir a un sitio distinto, ya que era imposible adivinar por dónde iba a surgir la siguiente amenaza. De la isla seguían saliendo gusanos incandescentes. El fragor de los chorros de fuego que vomitaban se mezclaba con el grave runrún del trepidar que agitaba el suelo, el estrépito de las rocas que se derrumbaban, el siseo del agua hirviente e incontables chillidos de pavor.

Mientras nadaba casi literalmente entre el gentío, procurando alejarse del mar, El Mazo sintió un intenso calor en la nuca. Desobedeciendo a su instinto, giró el cuello y vio que otra de esas monstruosas lombrices había salido de las aguas en la zona donde él mismo se encontraba unos minutos antes. La bestia abrió aquella obscena boca estrellada y arrojó un surtidor de fuego que cayó sobre la gente. Cientos de personas se convirtieron en antorchas humanas que aullaban de dolor apenas unos segundos antes de desplomarse convertidos en montones de cenizas.

El Mazo braceó con más fuerza, apartando y pisoteando sin contemplaciones, mirando hacia atrás constantemente para ver a qué distancia se hallaba el gusano. La bestia giró la cabeza hacia la izquierda, y su siguiente chorro de fuego trazó un arco de más de cien metros en el aire para caer sobre los barcos mercantes anclados en el puerto de la Seda. El incendio se transmitió de vela en vela y de maderamen en maderamen a una velocidad imposible, hasta que todo el puerto, mil metros de lado a lado, fue pasto de las llamas.

El Mazo siguió empujando, sin hacer caso de los puñetazos y patadas que le propinaban a él. A su derecha, los gusanos más pequeños trepaban por las escaleras que llevaban a los distritos altos de la ciudad. Uno de ellos, pese a su tamaño, subía pegado al frontispicio del templo de Manígulat como una monstruosa oruga que trepara por el tronco de un árbol, lanzando chorros de fuego que fundían la roca y borraban el relieve que representaba al dios.

Volvió a sentir el calor en la nuca y le llegó un nauseabundo hedor a carne y pelo achicharrados. Esta vez El Mazo ni siquiera miró atrás, sólo aceleró más, juntando los brazos ante su cuerpo como una cuña y corriendo a través de la gente.

—No sé cómo, pero logré llegar a esa zona de allí —dijo, señalando hacia las cuestas que los habían conducido hasta las ruinas de la pagoda.

Unos días antes eran calles estrechas y tortuosas en las que se sucedían rampas y escaleras. Cuando El Mazo las atravesó, resultaba aún más difícil avanzar, pues estaban llenas de escombros derrumbados durante el temblor.

—Pero luego llegaron los gusanos. Como ves, dejaron el terreno mucho más despejado.

Derguín asintió. Cuando acudió a consultar a la oniromante, desde aquel lugar no se veía el mar, tapado por los edificios. Sin embargo, ahora podía contemplar la bahía y el vivo reflejo azul de Rimom en sus aguas. El paso de aquellos monstruos ígneos había abierto nuevas calles y aplastado y fundido los escombros.

Varum Mahal, autor de la célebre
Historia de las islas de Ritión
, había escrito hacía casi doscientos años un opúsculo titulado
Sobre las entrañas de Tramórea
en el que aseguraba que la capa exterior del suelo se sustentaba sobre un gran lecho de barro primordial. Dicho barro podía ser frío o ardiente y surgir a la superficie en forma de arcilla, cieno o lava. Pero Mahal también sostenía que en esa capa subterránea moraban criaturas mucho mayores que las que habitaban la superficie. «Si el aire, las aguas y la tierra bullen de todo tipo de animales, ¿por qué el lodo primigenio va a estar muerto y desprovisto de vida?»

Derguín pensó que a Varum Mahal le habría gustado comprobar que su hipótesis era cierta. Por desgracia, no habría sobrevivido para escribir un apéndice a su opúsculo.

—Cuando llegué a las ruinas del templo, decidí que la única escapatoria era meterme aquí —dijo El Mazo, señalando al agujero circular que daba acceso a la cueva donde moraba la oniromante.

—¿Encerrarte? En vez de achicharrarte al aire libre, ¿preferías abrasarte dentro de esta ratonera?

—¿Y qué habrías hecho tú? Las llamas estaban cada vez más cerca de mí.

El Mazo se volvió hacia la bahía y trazó un arco con el brazo para indicar por dónde se movían los incendios. Después señaló a la derecha, por encima del puerto de la Seda. Allí, a unos quinientos metros del santuario de Rimom, estaba la Costana del Norte, una calle muy empinada que salía de Narak. Tampoco deberían haberla visto desde donde se hallaban, pero ya no había nada que les ocultara el panorama.

—Ésa habría sido la única escapatoria. Pero por allí no podía ir. Un gusano que no sé de dónde demonios saldría había llegado ya a ese camino y estaba convirtiendo en cenizas a todos los pobres diablos que trataban de huir de la ciudad.

Derguín había recorrido esa calzada más de una vez para pasear por los acantilados que rodeaban el norte de la isla y llegar hasta la hermosa y tranquila playa de Arubak. La costana estaba festoneada de álamos que brindaban una agradable sombra. Ahora no quedaba ni un árbol y, pese a que no alcanzaba a verlo desde allí, sospechaba que los adoquines de la calzada se habrían convertido en asfalto fundido por el paso del gusano de fuego.

Se volvió hacia el agujero en la pared.

—Así que entraste por este hueco. No debió ser fácil con tu tamaño.

—No, no lo fue. Pero acerté.

Derguín asomó la cabeza. Recordaba que la cueva tenía forma de pequeña cúpula, pero ahora su interior estaba sumido en sombras.

—Eso es evidente. Estás vivo.

—La cueva de dentro era muy pequeña, y me di cuenta de que si un gusano se acercaba y soplaba su chorro de llamas me cocería como en un horno. Pero resulta que en la pared de enfrente había otro agujero así —explicó El Mazo, trazando un dibujo en el aire.

—Un óvalo.

—Eso es.

—No recuerdo la existencia de esa puerta.

El Mazo se encogió de hombros.

—Supongo que la abrieron hace poco cortando la pared. La losa que habían arrancado estaba tirada en el suelo, ni se habían molestado en quitarla.

—¿Y dices que habían cortado la pared?

—Limpiamente. Pasé la mano por los bordes y ni siquiera raspaban.

¡
Zemal
! Sólo la Espada de Fuego podía practicar un corte así. De modo que aquella puerta la había abierto Ariel. ¿Para escapar de los gusanos de fuego... o para despertar a alguien que yacía en las profundidades?

El Mazo le contó que en el interior de la cámara había visto otro cadáver. Por su descripción, debía de ser la oniromante. No encontró cascotes caídos que explicaran su muerte; pero no le sobraba precisamente tiempo para indagar, así que se adentró en el túnel que se abría al otro lado del agujero.

Y lo hizo justo a tiempo. A sus espaldas oyó el rugir de las llamas, y en el suelo del túnel vio su propia sombra recortada contra una intensa luz y sintió el calor en la espalda.

Derguín tocó la pared que rodeaba al agujero circular. Estaba negra, pero no había llegado a fundirse. Tal vez el gusano de fuego no se había acercado mucho, o sus llamas habían perdido fuerza. Pero de no ser por el túnel que penetraba en el acantilado, estaba seguro de que su amigo habría muerto achicharrado o asfixiado en la cueva de la oniromante.

El Mazo siguió contándole que había bajado por el túnel hasta que dejó de oír ruidos y sentir calor. Después había aguardado un tiempo prudencial, que a él se le antojó un día entero, pero que al parecer no había pasado de doce horas.

—El resto ya lo sabes. Salí de aquí y vi que los gusanos habían desaparecido y la mayoría de los incendios se habían apagado ya.

Derguín imaginó que eso ocurría porque las llamas de los gusanos debían alcanzar tal temperatura que lo consumían todo y agotaban rápidamente el combustible. No era extraño que, pese a que se había hecho de noche, siguiera haciendo más calor que en un día de verano.

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